Las montañas se decoloraban desde un tono rosa carne cruda hasta otro gris lavanda en la distancia, con los picos más altos fundiéndose con el gris perlado del cielo. El calor iba subiendo desde las tierras bajas, suavizando los contornos de los pinos, que se agarraban a los costados de las montañas, creando siluetas con flecos, que recordaban a la tinta que se corría en el papel secante.
El camino a Willow Glen se materializó como la rama izquierda de un alto que había en un paseo, en medio de la nada y un giro agudo más allá de un cartel astillado que anunciaba productos del campo frescos y un «Rancho de los Pavos Gigantes», abandonado hacía mucho. La ruta asfaltada serpenteaba y subía en dirección a las montañas, luego por ellas. El aire se hacía más fresco, más limpio.
Quince kilómetros más allá, empezaron a aparecer algunas plantaciones de manzanos: pequeños terrenos, recién arados, en cuyas partes traseras había casas de color negro y que estaban rodeados por verjas de alambre y sauces cortavientos, con los manzanos podados bajos y con ramas en amplias horquillas, para facilitar la recogida a mano del fruto. Bolitas del tamaño de cerezas apuntaban ya bajo las espesas techumbres de hojas. La recolección parecía estar, aún, a un par de buenos meses en el futuro. Carteles hechos a mano, clavados en estacas hincadas en el suelo, daban la bienvenida a los que preferían coger ellos mismos la fruta en el árbol. Pero sólo parecía haber fruta suficiente como para poco más de un día de recogida, y por no mucha gente. A medida que la ruta seguía subiendo, el paisaje empezó a quedar dominado por campos frutales abandonados: terrenos más grandes, polvorientos, llenos de árboles muertos, algunos de ellos cortados, otros agostados hasta quedar convertidos en palos grisáceos sin ramas.
El asfalto acababa en un par de postes, de tamaño de los telefónicos, repletos de placas de la Cámara de Comercio y clubs de servicios. Una cadena que colgaba entre los postes sostenía un cartel que indicaba: WILLOW GLEN, POBLACIÓN 432.
Me detuve y miré más allá del signo. El poblado parecía no ser nada más que un pequeño y rústico centro comercial, sombreado por sauces y pinos y con un aparcamiento en la parte delantera. Los árboles dejaban un hueco en la parte de atrás, y la ruta continuaba por allí, pero ya sólo era de tierra. Entré en el aparcamiento, me detuve y bajé al limpio y seco calor.
La primera cosa que me llamó la atención fue una gran llama blanquinegra, que estaba rumiando en un pequeño corral. Tras el corral había una pequeña casa de madera, pintada de color rojo almacén y con adornos en blanco. El cartel sobre la puerta decía CENTRO DE DIVERSIÓN DE WILLOW GLEN Y ZOO DE ANIMALES. Miré si había alguien dentro, pero no vi a nadie. Le hice un gesto amistoso a la llama y la única respuesta que tuve fue una mirada de rumiante.
Un puñado de otros edificios, todos pequeños, todos en madera, con techos de tablillas, todos sin pintar y unidos unos a otros por caminos de tablones. EL PARAÍSO DE HUGH PARA EL TALLADOR EN MADERA. LA VIEJA TIENDA DEL BOSQUE ENCANTADO. LA CUEVA DEL TESORO DE LA ABUELITA, REGALOS Y SOUVENIRS. Y todo cerrado a cal y canto.
El suelo estaba tapizado de pinaza y hojas de sauce. Caminé a través del aparcamiento, buscando compañía humana, y divisé un destello blanco y una humareda alzándose por detrás de la tienda del tallador. Unas ramas bajas me impedían ver qué era. Fui hacia allá y vi una serie de cubículos en madera muy maltratada por los elementos, situados bajo un techo nuevo de madera pintada de rojo. A medida que me iba acercando, el aire fue adquiriendo un olor dulce…, el pesado dulzor de la miel mezclado con el frescor de las manzanas. Los árboles quedaron atrás y me encontré en medio de un luminoso claro.
Uno de los cubículos estaba identificado como PRENSA DE MANZANAS Y SIDRERÍA, y en otro se leía MIEL DE FLORES, pero el dulce humo surgía de la puerta de al lado, una sección con puerta verde denominada DELICIOSO CAFÉ DORADO. PASTELES CASEROS. ZAPATERO. La fachada del café era de planchas de madera encaladas y ventanas de cristal manchadas; unas ventanas decoradas con ramas negras, capullos blancos, rosados y manzanas verdes, rojas y amarillas. La puerta estaba abierta. Entré.
Dentro, todo estaba encalado e impoluto: mesas de picnic y bancos corridos, un ventilador blanco de techo removiendo el aire caliente y meloso, un mostrador con sobremesa de fórmica y tres taburetes altos, plantas colgando del techo, una vieja registradora de metal dorado y un cartel multicopiado, que anunciaba a un astrólogo de Yucaipa. Una joven estaba sentada tras el mostrador bebiendo café y leyendo un libro de texto de biología. Tras ella, una ventana-mostrador abierta permitía ver una cocina de acero inoxidable.
Me senté. Ella alzó la vista. Diecinueve o veinte, con una nariz muy respingona, cabello rubio rizado, cortado cortito y grandes ojos oscuros. Vestía una camisa blanca y tejanos negros, era delgadita pero culona. Una chapa verde manzana en su camisa decía WENDY.
Sonrió. Tenía la edad de Maura Bannon. Sin duda era menos sofisticada, pero de algún modo más madura que la periodista.
– Hola. ¿Qué puedo servirle?
Señalé hacia su taza de café.
– ¿Qué tal un poco de eso, para empezar?
– Seguro. ¿Crema y azúcar?
– Solo.
– ¿Quiere el menú?
– Sí, gracias.
Me entregó un rectángulo plastificado. La selección me sorprendió. Había esperado las habituales hamburguesas y patatas fritas, pero estaban listados una docena de platos, algunos de ellos realmente complejos, con una tendencia hacia la nouvelle cuisine cada uno acompañado con un código de letras indicando el vino adecuado: C para Chardonnay, JR para Johannisberg Riesling. En la parte de atrás del menú había una lista de vinos muy completa: añadas de calidad, tanto de California como de Francia, así como un vino de manzanas de producción local, que era descrito como «ligero y afrutado, similar en aroma y sabor al Sauvignon blanco».
Me trajo el café.
– ¿Algo que comer?
– ¿Qué tal un almuerzo de recolector de manzanas?
– Seguro.
Me dio la espalda y abrió una nevera y varios cajones y cajas, trasteó un rato, colocó un mantelito de lino en el mostrador y cubiertos, y luego me sirvió una bandejita de manzanas perfectamente cortadas en trozos en forma de cuña y gruesos pedazos de queso, todo decorado con menta fresca.
– Aquí tiene -me dijo, añadiendo un panecillo de pan integral y mantequilla en pedazos moldeados como flores-. El queso de cabra es realmente bueno, lo hace una familia de vascos que viven cerca de Loma Linda. Los animales no comen pienso artificial, sino productos naturales.
Esperó.
Los huevos de Olivia aún me pesaban en el estómago. Probé un pedacito.
– Excelente.
– Gracias. Estoy estudiando Elaboración de Alimentos en la Escuela Superior. Algún día quiero tener mi propio negocio. Trabajo aquí como parte de mis ejercicios prácticos.
Señalé al texto.
– ¿Escuela de verano?
– Repito examen en septiembre. Los exámenes no son lo mío. ¿Más café?
– Claro. -Di un sorbo-. No hay mucha gente hoy.
– Como cada día. Durante la estación de la cosecha, desde septiembre hasta enero, recibimos un puñado de turistas los fines de semana. Pero ya no es como era. La gente sabe lo de ir a coger cerezas a Beaumont, pero nosotros no tenemos esa clase de publicidad. Antes no era así: el pueblo fue construido en 1867, y la gente se volvía a sus casas con cestas enormes de manzanas Spartan y Jonathan. Pero vino la gente de la ciudad y compró parte de las tierras. Y no se ocupan de ellas.
– He visto frutales muertos mientras subía.
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