Traté de entrar en contacto con Elmo Castelmaine, en el King Solomon Gardens. De nuevo estaba de guardia, atareado con un paciente. Subí al Seville y conduje hasta el distrito de Fairfax, a la Edinburgh Street.
El asilo de ancianos era uno más de las docenas de edificios de dos pisos que se alineaban a ambos lados de la estrecha calle sin árboles.
Los jardines del Rey Salomón no tenían jardines, sino simplemente una palmera datilera, de grueso tronco y altura hasta el techo de la casa, a la izquierda de las puertas dobles de cristal. El edificio era de color blanco, con adornos en azul eléctrico. Una rampa tapizada con césped artificial, de color azul, cumplía las funciones de escalera delantera. En donde debería de haber estado el auténtico césped, habían puesto cemento, que habían pintado color verde hospital y amueblado con sillas plegables. En ellas se sentaban personas mayores, con viseras para el sol, pañoletas para el frío y refajos para los dolores musculares, abanicándose, jugando a las cartas o, simplemente, mirando al infinito.
Encontré un lugar en el que aparcar, a media manzana, y me dirigía de vuelta al asilo, cuando divisé a un hombretón negro al otro lado de la calle, empujando una silla de ruedas. Apreté el paso y pude mirarlo mejor. Una blusa blanca de uniforme sobre unos tejanos. Nada de barba a lo sacacorchos, ni pendiente. La coronilla aclarándose hasta casi la calvicie, el cuerpo robusto ahora más fofo. El rostro más suelto, con doble papada, pero indudablemente el hombre al que yo recordaba de Resthaven.
Crucé la calle, le alcancé:
– ¿Señor Castelmaine?
Se detuvo y miró hacia atrás. En la silla de ruedas transportaba a una anciana, que no me prestó atención alguna. A pesar del calor, ella llevaba puesto un jersey abotonado hasta el cuello y una manta india sobre las rodillas. Su cabello era escaso y quebradizo, teñido de negro. La brisa soplaba a través del mismo, mostrando pedazos claros de cráneo. Parecía estar durmiendo con los ojos abiertos.
– Ése soy -la misma voz de tono agudo-. Y, ¿quién es usted?
– Alex Delaware. Ayer le dejé un recado.
– Eso no me es de mucha ayuda. Aún sigo sin conocerle…, igual que no le conocía hace diez segundos.
– Nos conocimos hace años. Seis años, exactamente. En Resthaven Terrace. Fui allí con Sharon Ransom, a visitar a su hermana Shirlee…
La mujer de la silla comenzó a sorberse la nariz y gimió. Castelmaine se inclinó, le dio unas palmadas cariñosas en la cabeza, sacó un pañuelo de papel de sus tejanos y le sonó la nariz.
– Vamos, vamos, señora Lipschitz, todo va bien. Vendrá a buscarla.
Ella hizo un mohín.
– Vamos, señora Lipschitz -insistió Castelmaine.
Ella se llevó el borde de la manta a la boca y comenzó a morder la burda tela.
Castelmaine se volvió hacia mí y me dijo, en voz baja:
– Cuando llegan a una cierta edad, nunca pueden estar lo bastante calientes, por muy caluroso que sea el tiempo. Nunca pueden tener una satisfacción total, sea de la clase que sea.
La señora Lipschitz se echó a llorar. Sus labios trabajaron un rato con una palabra, hasta que al fin la pronunció:
– ¡Fiesta!
Castelmaine se arrodilló ante ella, le quitó la manta de la boca y la volvió a arrebujar con ella.
– Cariño, va a ir a la fiesta, pero tiene que andarse con cuidado para no echarse a perder el maquillaje con esas lágrimas. ¿Vale?
Colocó dos dedos bajo la barbilla de la anciana y le sonrió:
– ¿Vale?
Ella alzó la vista hacia él y asintió con la cabeza.
– Bieeeen. Y la verdad es que hoy se la ve muy guapa, cariño. Muy arreglada y a punto para lo que sea.
La anciana alzó una mano arrugada. Una gruesa mano negra la rodeó.
– Fiesta -dijo ella.
– ¡Claro que va a haber una fiesta! Y usted está tan guapa, Clara Celia Lipschitz, que va a ser la atracción de la fiesta. Todos los chicos guapos van a hacer cola para bailar con usted.
Un torrente de lágrimas.
– Vamos ya, C. C., basta ya de eso. Él va a venir para llevarla a esa fiesta… tiene que tener el mejor aspecto posible.
Más lucha por pronunciar:
– Tarde.
– Sólo un poco, Clara Celia. Probablemente se habrá encontrado con mucho tráfico… ya sabe, con todos esos coches de los que le he estado hablando. O quizá se haya parado en la floristería para comprarle un hermoso prendedor. Un hermoso prendedor con una orquídea rosa, como él sabe que le gustan.
– Tarde.
– Sólo un poco -repitió, y volvió a empujar la silla. Yo me coloqué a su lado.
Comenzó a cantar. En voz baja, con una dulce voz de tenor tan agudo que bordeaba el falsete:
– Vaya con C. C. Vaya con la guapa C. C. La que ha montado la guapa C. C.
El canturreo y el ruido del roce de las ruedas de goma contra la acera creaban un ritmo de nana. La anciana empezó a dar cabezadas.
– …La que ha montado… C. C. Lipschitz.
Nos detuvimos justo frente a King Solomon, al otro lado de la calle. Castelmaine miró a ambos lados y empujó la silla a la calzada.
– …Ha hecho que todos los chicos guapos se enamoren de ella… y, ahora, su hombre ha llegado.
La señora Lipschitz dormía. La empujó a través del cemento verde, intercambiando saludos con algunas de las otras personas ancianas, llegó hasta la parte baja de la rampa y me dijo:
– Espere aquí. Le atenderé en cuanto haya terminado.
Me quedé en pie, paseé, me vi envuelto en una conversación con un viejo, con sólo un ojo bueno y un gorrito de veterano, que me dijo haber combatido con Teddy Roosevelt en lomas de San Juan, y luego aguardó, beligerantemente, como esperando que dudase de él. Cuando no lo hice, se lanzó a una disertación acerca de la política de los EE.UU. en Latinoamérica, y aún seguía animadamente en ello, diez minutos más tarde, cuando reapareció Castelmaine.
Estreché la mano del anciano, le dije que nuestra charla había sido muy educativa.
– Un chico inteligente -le dijo a Castelmaine.
El enfermero sonrió.
– Eso probablemente significa, señor Cantor, que no ha estado en desacuerdo con usted.
– ¿Y cómo se puede estar en desacuerdo? Es claro como el agua: hay que tener a raya a esos malditos rojos, o se nos comerán el hígado.
– Lo que sí es claro es que nos tenemos que ir, señor Cantor.
– ¿Y quién se lo impide? Váyanse con Dios…
Volvimos a cruzar el cemento verde.
– ¿Qué tal una taza de café? -le pregunté.
– No tomo café. Caminemos. -Giramos en Edinburgh y pasamos junto algunas personas ancianas más. Junto a ventanas enteladas y olores de cocina, céspedes secos y puertas mohosas. Al fin, él dijo-: No le recuerdo, no como a una persona específica. Recuerdo que, una vez, la doctora Ransom vino de visita con un hombre, y lo recuerdo porque sólo sucedió esa vez.
Me miró detenidamente.
– No, no puedo decir que recuerde que fuese usted.
– Yo tenía un aspecto distinto -le dije-. Llevaba barba y el cabello más largo.
Se alzó de hombros.
– Puede ser. De todos modos, ¿qué es lo que puedo hacer por usted?
Despreocupadamente. Me di cuenta de que no debía de haberse enterado de lo de Sharon, así que rechiné los dientes y le dije:
– La doctora Ransom ha muerto.
Se detuvo y se puso una mano a cada lado de la cara.
– ¿Muerto? ¿Cuándo?
– Hace una semana.
– ¿Cómo?
– Suicidio, señor Castelmaine. Salió en los diarios.
– Nunca leo la prensa… la vida misma ya me da bastantes malas noticias. ¡Oh, no… una chica tan buena, tan maravillosa! ¡No puedo creérmelo!
No dije nada.
Él siguió agitando la cabeza.
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