Jonathan Kellerman - Compañera Silenciosa

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Un día en una fiesta, el psicólogo infantil Alex Delaware se reencuentra con un viejo amor, Sharon Ransom. Ella solicita su ayuda, pero Alex, demasiado embebido en sus propios asuntos sentimentales, no le hace caso. Dos días más tarde, Sharon se suicida. Alex no puede dejar de sentirse responsable de la desesperada decisión de Sharon.
Y en parte por ello, en parte por resolver los enigmas de aquella relación -la mayoría creados por la oscura personalidad de Sharon- el psicólogo se embarca en una investigación en la que el dinero, el azar de los genes y un pasado trágico configuran el escenario de una prolongada orgía de sexo, dominio y manipulación psicológica al servicio de los menos nobles impulsos del ser humano.

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Se aclaró la garganta, como si estuviese a punto de escupir. Exhaló una sola palabra:

– Dinero.

– ¿El dinero de los Blalock?

– Así como el suyo propio. Kruse descendía de una familia adinerada, se movía en el mismo círculo social que la señora Blalock y los de su clase. Ya sabe lo poco comunes que son este tipo de relaciones entre los académicos, especialmente en una Universidad pública. Se le consideraba como algo más que un simple asociado clínico.

– Un asociado clínico con experiencia en guerra psicológica.

– ¿Cómo dice?

– No importa -repuse-. Así que él hacía de puente entre la clase alta y la clase académica.

– Así es. No hay nada vergonzoso en ello, ¿verdad?

Recordé lo que me había dicho Larry acerca de que Kruse había tratado a uno de los hijos de los Blalock.

– Su conexión con la señora Blalock, ¿era puramente social?

– Por lo que yo sé, sí. Por favor, Delaware, no trate de buscar algo siniestro en todo esto, ni trate de involucrarla a ella. El Departamento estaba en graves problemas económicos; Kruse trajo consigo fondos sustanciales, y prometió usar sus conexiones para obtener una jugosa dotación de fondos de los Blalock. Y cumplió con su promesa. A cambio, le ofrecimos un cargo no retribuido.

– No retribuido en términos monetarios. Pero se le dieron instalaciones de laboratorio. Para su investigación pornográfica. Eso sí que es verdadero rigor académico.

Tuvo un escalofrío.

– No era tan simple. El Departamento no se limitó a venderse como una ramera. Se tardaron meses en confirmar su nombramiento. Los miembros más veteranos de la Facultad tuvimos muchas discusiones al respecto…, había una oposición significativa a nombrarlo, y uno de los que más se oponía era yo. Al hombre le faltaban credenciales académicas. Su columna en una revista vulgar era auténticamente ofensiva. Y, sin embargo…

– Sin embargo, al final se impuso el punto de vista práctico.

Se retorció los pelos de la barba, casi los hizo resonar.

– Cuando me enteré de lo de su… investigación, me di cuenta de que el haberlo dejado entrar había sido un error de juicio… pero un error que ya no era posible corregir sin crear una publicidad adversa.

– Así que, en lugar de echarlo, lo hicieron Jefe del Departamento.

Continuó jugando con su barba. Algunos pelillos blancos cayeron en lluvia sobre el escritorio.

– Volvamos a la disertación de la Ransom -dije-. ¿Cómo logró pasar el escrutinio departamental?

– Kruse vino a pedirme que la norma de la experimentación fuera obviada para una de sus estudiantes. Cuando me explicó que ella pretendía presentar el estudio de un caso, rehusé de inmediato aceptarlo. Él se mostró persistente, señalando el perfecto historial académico de la chica. Dijo que era una psicóloga clínica inusitadamente hábil… ¡Para lo que sirve eso! Que el caso que deseaba presentar era único y que tenía importantes ramificaciones de investigación.

– ¿Cómo de importantes?

– Publicables en una de las revistas especializadas. A pesar de todo no logró convencerme, pero siguió presionándome, acosándome día tras día, viniendo a verme a mi oficina, interrumpiendo mi trabajo con el fin de argumentar en su favor. Al fin, cedí.

Al fin. Seguramente tras haberle llenado la cartera. No dije esto, sino:

– Y, cuando leyó la disertación, ¿no lamentó usted su decisión?

– Pensé que era basura, pero no muy diferente a cualquier otro estudio clínico. La psicología debería haberse quedado en el laboratorio, fiel a sus raíces científicas, y jamás se le debería de haber permitido aventurarse a meterse en toda esa porquería, tan mal definida, del tratamiento. Que sean los psiquiatras los que se hundan en ese tipo de estupideces.

– ¿Tenía usted idea de que era autobiográfica?

– ¡Naturalmente que no! ¿Cómo podría haberlo sabido? Nunca había visto a esa chica, excepto en una ocasión, para su examen oral.

– Debió de ser un examen muy duro. Con Kruse, usted haciéndole de papel carbón, y una componente exterior: Sandra Romansky. ¿La recuerda?

– En lo más mínimo. ¿Sabe usted en cuántos comités estoy presente? Si hubiera tenido la más mínima sospecha de que había algo impropio, hubiera aplicado el freno…, de eso puede estar seguro.

Reconfortante.

– Yo sólo estuve envuelto tangencialmente en aquello -añadió.

– ¿Cuán a fondo la leyó? -le pregunté.

– Nada a fondo -me dijo, como si aquello fuera una prueba exculpatoria-. ¡Créame, Delaware, apenas si hojeé aquella maldita cosa!

Bajé a la oficina del Departamento, le dije a la secretaria que estaba trabajando con el profesor Frazier, verifiqué que realmente no estaba la ficha, y llamé a información de Long Island para averiguar el número del Forsythe College. La administración del mismo me confirmó que Sharon Jean Ransom había sido alumna de la escuela desde 1972 hasta 1975. Jamás habían oído hablar de Paul Peter Kruse.

Llamé a mi servicio de mensajes. No había nada de Olivia o de Elmo Castelmaine. Pero me habían telefoneado la doctora Small y el detective Sturgis.

– El detective dijo que no le llamase, que él se pondría en contacto con usted -me dijo la operadora.

Lanzó una risita:

– Detective. ¿Está usted metido en algo emocionante, doctor Delaware?

– Nada de eso -le contesté-. Lo de siempre.

– Lo de siempre de usted posiblemente sea un terremoto comparado con lo mío, doctor Delaware. Que tenga un buen día.

La una cuarenta y tres. Esperé siete minutos, y llamé a Ada Small, imaginando que la encontraría entre dos visitas a pacientes. Ella misma respondió al teléfono y me dijo:

– Gracias por llamarme tan pronto, Alex. ¿Te acuerdas de esa joven que me mandaste, Carmen Seeber? Vino para dos sesiones, luego ya no apareció para la tercera. La llamé varias veces y, cuando al fin pude ponerme en contacto con ella en su casa y traté de que me hablara de lo que estaba pasando, se mostró tremendamente defensiva, insistió en que estaba bien, que no necesitaba más terapia.

– Desde luego, está bien… viviendo con un drogadicto y probablemente dándole hasta el último centavo que posee.

– ¿Y cómo sabes eso?

– Por la policía.

– Ya veo. -Una pausa-. Bueno, gracias de todos modos por habérmela enviado. Siento que no funcionase.

– Yo soy el que debería de estarse excusando. Tú fuiste quien me hizo el favor.

– No pasa nada, Alex.

Deseaba preguntarle si Carmen había echado alguna luz sobre la muerte de D. J. Rasmussen, pero sabía perfectamente que no podía pedirle que rompiese el secreto de las confidencias de una paciente.

– Trataré de llamarla la semana que viene -me dijo-, pero no soy optimista. Tanto tú como yo conocemos el poder de la resistencia.

Pensé en Denise Burkhalter.

– Lo único que podemos hacer es intentarlo.

– Cierto. Dime, Alex, ¿qué tal te van las cosas a ti?

Le contesté con demasiada rapidez:

– De coña.

– Sí me meto donde no me llaman, te ruego que me perdones. Pero las dos veces que hemos hablado recientemente, parecías… tirante. Tenso. A todo gas.

La frase que yo había usado, en mi terapia, para describir el estado mental, de aceleración, que me ocurría durante los períodos de estrés. Lo que Robin había llamado siempre hiperespacio de lo que siempre había logrado sacarme, con su cariño…

– Sólo estoy un poco cansado, Ada. Estoy bien. Gracias por preocuparte.

– Me alegra oír eso. -Otra pausa-. Si alguna vez necesitas soltar algunas cosas, ya sabes que aquí estoy yo para escucharlas.

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