Y jamás había regresado.
Fin del tratamiento. Hora pues de que la terapeuta fracasada rumiase sobre su fracaso.
Una sección de cien páginas de discusión: un centenar de páginas de charlas de café acerca de lo que pudo ser el partido del domingo, cuando éste ya ha sido jugado y perdido. El resultado final: un darse cuenta, por parte de Sharon, de que su intento por reconciliar a J y Jana había estado condenado al fracaso desde el principio, porque las «gemelas» eran «enemigas psíquicas irreconciliables; el triunfo de una necesitaba de la muerte de la otra… una muerte psicológica, pero una muerte que tenía que ser tan real, tan decisiva, que podría haber sido una muerte auténtica».
Ahora se daba cuenta de que, en lugar de buscar una integración, tendría que haber luchado por reforzar la identidad de J, la buena, y haber formado equipo con esta gemela sana para aniquilar a la «destructiva y claramente perturbada Jana».
«No hay lugar en la psique de esta joven -concluía-, para cualquier tipo de compañera, y sobre todo no lo hay para las conflictivas compañeras silenciosas representadas por las particiones de su personalidad. La naturaleza de la identidad humana es tal que el asunto de vivir es, debe de ser, un proceso solitario. De soledad en ocasiones, pero enriquecido por la fuerza y la satisfacción que surge de la autodeterminación y de un ego totalmente integrado.
«Nacemos solos, solos morimos.»
Un caso infernal, si es que había existido tal caso.
Yo conocía a J. Había hecho el amor con ella, bailado con ella en una terraza.
También conocía a Jana, la había visto lanzar daiquiris de fresa contra una chimenea, ondular para salir de un vestido de color llama y hacer conmigo lo que le había venido en gana.
Un capítulo en la psicología de las gemelas, y, sin embargo, ni una sola vez había reconocido Sharon en su escrito el haber tenido una hermana gemela. Su propia compañera silenciosa.
¿Negativa? ¿Engaño?
Autobiografía.
Había husmeado en su propia psique atormentada, creado un falso historial del caso y lo había hecho pasar como su investigación doctoral.
Trabajándolo. ¿Era aquello algún tipo de terapia vanguardista?
Justo como la película porno.
Kruse había sido el presidente de su Comité.
Aquello hedía a Kruse.
Pero, ¿qué pasaba con Shirlee, la verdadera compañera silenciosa? ¿La había abandonado Sharon a un mundo silencioso y oscuro?
¿Y quién demonios era Jasper?
Y mis más sentidas gracias a Alex quien, aun en su ausencia, continúa inspirándome.
La recatada, pasiva, encopetada «J». Con ideas anticuadas respecto al sexo y el amor… aunque había sido sexualmente activa con un hombre por el que sentía un profundo afecto… una relación que se había acabado a causa de una intrusión de Jana.
Sopesé en una mano su disertación. Más de cuatrocientas páginas de escarbado en el alma, de pseudoinvestigación. Mentiras.
¿Cómo infiernos había podido colar aquello?
Creí saber un modo de averiguarlo.
Antes de salir, llamé a la oficina de Olivia.
– Lo siento, cariñito, el sistema sigue inoperante. Quizás al final del día…
– De acuerdo, gracias. Te llamaré luego.
– Otra cosa: ese hospital que estabas buscando en Glendale… Bueno, hablé con una amiga mía que antes trabajaba en el Adventista de Glendale. Me dijo que había un lugar en Brand llamado Resthaven Terrace, que cerró hace poco. Ella trabajaba allí por horas, llevándoles la administración de sus Medi-Cal.
– ¿Han cerrado del todo?
– Eso es lo que me ha dicho Arlene.
– ¿Y dónde puedo encontrar a Arlene?
– En el St. John, en Santa Mónica. Es la Directora Auxiliar de Servicios Sociales. Arlene Melamed.
Me dio un número de teléfono y añadió:
– Realmente tienes muchas ganas de hallar a esta chica, Shirlee… ¿no?
– Es un asunto muy complicado, Olivia.
– Contigo siempre lo son.
Llamé a la oficina de Arlene Melamed, y usé el nombre de Olivia para que su secretaria me la pasase. Segundos más tarde, una mujer de fuerte voz y un pronunciado acento eslavo, se puso al aparato:
– Señora Melamed, dígame.
Me presenté y le dije que estaba tratando de hallar la pista de una antigua paciente de Resthaven Terrace.
– ¿Cuándo estuvo en tratamiento, doctor?
– Hace seis años.
– Eso fue antes de que yo empezase a trabajar allí. Sólo he estado en ese sitio un año.
– La paciente tenía problemas múltiples, necesitaba cuidados crónicos. Muy probablemente aún siguiera allí hace un año.
– ¿Nombre?
– Shirlee Ransom, con dos es en Shirlee.
– Lo siento, pero no suena la campanita, aunque eso no significa nada. Yo no hacía trabajos con los casos, sólo papeleo. ¿En qué pabellón estaba?
– En una de las habitaciones privadas…, en la parte de atrás del edificio.
– Entonces me temo que no puedo serle de ayuda, doctor. Yo sólo trabajaba con los casos de Med-Cal, tratando de organizarles su sistema de facturas.
Pensé por un instante.
– La atendía un enfermero, un hombre llamado Elmo. Negro y musculoso.
– Elmo Castelmaine.
– ¿Lo conoce?
– Después de que Resthaven cerró, se vino a trabajar para mí en el Adventista. Desgraciadamente, teníamos problemas presupuestarios y tuvimos que despedirlo…, no tenía la suficiente educación formal como para tener contentos a los de personal.
– ¿Tiene usted alguna idea de dónde trabaja ahora?
– Después de que lo despidiéramos logró un empleo en un asilo de ancianos en la zona de Fairfax. No tengo ni idea de si aún sigue allí.
– ¿Se acuerda usted del nombre de ese lugar?
– No, pero espere un momento, que lo tengo en mi archivo. Era un hombre tan bueno, que pensé mantener el contacto con él por si me salía algo para él. Ah, aquí está: Elmo Castelmaine, King Salomon Manor, Edinburgh Street.
Copié la dirección y el número de teléfono y le pregunté:
– ¿Cuándo cerró Resthaven, señora Melamed?
– Hace seis meses.
– ¿Qué clase de sitio era Resthaven?
– No estoy segura de saber lo que me pregunta…
– ¿De quién era?
– De una gran empresa. Una entidad de tipo nacional llamada ChroniCare… poseían toda una cadena de establecimientos similares a lo largo de toda la Costa Oeste. Una empresa con muchas ínfulas, pero que nunca lograron poner a Resthaven a funcionar de un modo correcto.
– ¿Clínicamente?
– Administrativamente. Clínicamente eran adecuados. No eran de lo mejor, pero ni con mucho de lo peor. Pero, en lo que a llevar un negocio se refiere, aquel lugar era un puro desastre. Su sistema de facturación era una maraña indescifrable. Contrataron a oficinistas incompetentes, y jamás lograron ni empezar a cobrar todo el dinero que les debía el estado. A mí me contactaron para que les ayudase en eso, pero era una misión imposible. No había nadie con quien hablar: su oficina central estaba en El Segundo, y nadie contestaba jamás a las llamadas que se les hacían. Era como si realmente no les importase el ganar dinero o no.
– ¿A dónde fueron los pacientes cuando cerró?
– Supongo que a otros hospitales. Yo me había ido antes de eso.
– El Segundo -musité-. ¿Sabe usted si eran propiedad de una empresa más grande?
– No me sorprendería. Hoy en día todo lo es.
Le di las gracias y llamé a mi agente de bolsa, Lou Cesare, a Oregón, quien me confirmó que ChroniCare era una subsidiaria de la Magna Corporation.
– Pero ni sueñes en comprar algo de esa empresa: jamás puso acciones a la venta. La Magna jamás vende.
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