– ¿No es triste? Las manzanas necesitan cuidados, igualito que los niños. Todos esos doctores y abogados de Los Ángeles compraron los frutales, sólo por lo de los impuestos. Y luego los dejaron morir. Hemos estado intentando, mi familia y yo, el poner otra vez en pie este lugar. Quizá el Register del condado de Orange publique un artículo sobre nosotros. Eso, desde luego, nos ayudaría. Mientras, estamos poniendo en marcha lo de la mermelada y la miel; está empezando a irnos muy bien la venta por correo. Además, cocino para los guardas forestales y los empleados de Agricultura que van de paso, y así voy cumpliendo con mi trabajo práctico. ¿Trabaja usted para el estado?
– No -le contesté-. ¿Y qué es eso de tener una llama?
– ¿Cedric? Es nuestra…, de la familia. Lo que hay tras de su corral es nuestra casa…, nuestra casa del pueblo. Ma y mis hermanos están ahora precisamente en ella, planificando el zoo. Para el próximo verano vamos a tener un zoo infantil completo. Así tendremos a los críos ocupados y dejarán a sus padres libres para comprar. Cedric es un encanto. A Pa se lo dieron en un cambio; él es doctor y tiene un gabinete de quiropracticante en Yucaipa. Allí es donde vivimos la mayor parte del tiempo. Y había ese circo que estaba de paso, gitanos o algo parecido, con todas esas caravanas pintarrajeadas, con acordeones y magnetófonos. Se instalaron en uno de los campos y pasaron el sombrero. Uno de los hombres se hizo daño en la espalda mientras hacía acrobacias. Pa lo curó, pero el tipo no tenía con qué pagar, así que Pa se quedó a Cedric a cambio. Le encantan los animales. Fue entonces cuando se nos ocurrió lo del zoo infantil. Mi hermana está estudiando cría de animales en la Politécnica de California. Ella será la que lo dirigirá.
– Suena muy bien. ¿Es que su familia es la propietaria de todo el pueblo?
Ella se echó a reír.
– ¡Ya me gustaría! No, sólo la casa y el corral de Cedric y estas tiendecitas de la parte de atrás. Las tiendas de delante son propiedad de otra gente, pero no están casi nunca en ellas. La abuelita…, la de la tienda de regalos, murió el verano pasado y su familia aún no ha decidido lo que quiere hacer con la tienda. Nadie se cree que los Terry vayamos a darle la vuelta a la suerte de Willow Glen, pero nosotros desde luego que lo vamos a intentar.
– El cartel de población decía que aquí hay cuatrocientas treinta y dos personas. ¿Dónde están todos los demás?
– Creo que ese número es algo alto. Pero están las otras familias…, unos pocos son agricultores, los demás trabajan en Yucaipa. Todo el mundo está al otro lado del poblado. Tiene que pasar a través si quiere verlos.
– ¿Más allá de los árboles?
Otra risa.
– Ajá. Resulta difícil de ver, ¿no? Está esto montado de un modo, como para atrapar a la gente. -Miró a mi bandeja y yo tragué, en respuesta, y luego la aparté, a medio terminar. Ella no se dejó amedrentar por eso-. ¿Qué tal un poco de pastel casero? Lo he sacado del horno hace veinte minutos.
Parecía tan ansiosa, que le dije:
– Claro.
Colocó un gran cuadrado de pastel delante de mí, junto con una cuchara y me dijo:
– Es tan espeso, que es mejor comerlo con cuchara que con tenedor.
Luego volvió a llenar con café mi tazón, y esperó.
Me coloqué una cucharada de pastel en la boca. Si hubiera tenido hambre, hubiera resultado sensacional: una corteza delgada y azucarada, tersos trozos de manzana en un jarabe ligero, sazonado con canela y jerez, aún caliente.
– ¡Es increíble, Wendy! Tiene un gran futuro como cocinera…
Sonrió de oreja a oreja.
– Bueno, pues muchas gracias, señor. Si desea otro pedazo, será invitación de la casa. Tengo mucho, y los muy cerdos de mis hermanos van a devorarlo, sin siquiera darme las gracias.
Me palmeé el estómago.
– Veamos antes si puedo con éste.
Cuando hube luchado con unos cuantos bocados más, me preguntó:
– Si no trabaja para el estado, ¿qué es lo que ha venido a hacer por aquí?
– Estoy buscando a alguien.
– ¿A quién?
– A Shirlee y Jasper Ransom.
– ¿Y qué es lo que quiere de ellos?
– Están relacionados con una amiga mía.
– ¿Cómo de relacionados?
– No estoy seguro. Quizá sean sus padres.
– No puede ser muy amiga…
Dejé la cuchara.
– Es complicado, Wendy. ¿Sabe dónde puedo hallarlos?
Dudó. Cuando sus ojos se encontraron con los míos, estaban cargados de dudas.
– ¿Qué es lo que pasa? -le pregunté.
– Nada. Sólo que me gusta que la gente diga la verdad.
– ¿Y qué es lo que le hace pensar que yo no la he dicho?
– Venir aquí hablando de que Shirlee y Jasper quizá sean los padres de alguien, y querer hacerme creer que ha viajado en coche todo el camino hasta aquí sólo para saludarlos…
– Es cierto.
– Si tuviera usted idea de cómo son… -Se contuvo y luego dijo-: No voy a mostrarme poco caritativa; digamos que nunca supe que tuvieran ninguna familia…, no en los cinco años que he vivido aquí. Ni tampoco han tenido nunca un solo visitante.
Consultó su reloj y tamborileó con los dedos en la barra.
– ¿Ha terminado, señor? Tengo que cerrar, para seguir estudiando.
Aparté el plato.
– ¿Dónde está la Ruta Rural Cuatro?
Se encogió de hombros, fue hacia el otro extremo del mostrador y tomó su libro.
Me puse en pie.
– La nota, por favor.
– Cinco dólares justos.
Le di un billete de cinco. Lo cogió por un ángulo, evitando tocarme.
– ¿Qué es lo que pasa? ¿Por qué está tan molesta?
– Sé lo que es usted.
– ¿Y qué es lo que soy?
– Un empleado de un banco. Tratando de ejecutar las hipotecas del resto del pueblo, tal como ya hicieron con Hugh y la Abuelita. Tratando de comerles el coco a los otros propietarios, para poder comprar barato y poder convertir esto en una urbanización o algo así.
– Es usted una cocinera increíble, Wendy, pero como detective no vale mucho. No tengo nada que ver con ningún banco. Soy un psicólogo de L. A. Me llamo Alex Delaware. -Saqué mi identificación del billetero: el carnet de conducir, la licencia de ejercicio de la psicología, la tarjeta de la Facultad de Medicina-. Aquí tiene, véalo por usted misma.
Hizo ver que aquello la aburría, pero estudió los papeles.
– De acuerdo, ¿y qué? Aunque sea usted quien dice ser, ¿qué es lo que busca por aquí?
– Una vieja amiga mía, otra psicóloga llamada Sharon Ransom, murió recientemente. No dejó parientes próximos conocidos. Hay algunas posibilidades de que esté emparentada con Shirlee y Jasper Ransom. Hallé su dirección, y pensé que podrían querer hablar conmigo.
– ¿Cómo murió Sharon?
– Suicidio.
Eso le quitó el color de la cara.
– ¿Qué edad tenía?
– Treinta y cuatro.
Apartó la vista, se ocupó con la cubertería.
– ¿Había oído hablar de Sharon Ransom? -le pregunté.
– Nunca. Jamás oí decir que Jasper y Shirlee hubieran tenido hijos. Punto final. Se equivoca usted, señor.
– Quizá -le dije-. Gracias por el almuerzo.
Me gritó mientras me iba:
– Todo Willow Glen está en la Ruta Rural Cuatro. Pase la escuela y siga como kilómetro y medio. Hay una prensa abandonada. Gire a la derecha y siga adelante. Pero está perdiendo el tiempo.
Salí del poblado, soporté cincuenta metros de socavones, antes de que la tierra volviera a alisarse y apareciese el cartel RUTA RURAL CUATRO. Pasé junto a más campos de frutales y varias granjas, embellecidas con amplias casas en madera y rodeadas de verjas de raíles, luego al lado de una bandera ondeando en un asta, que marcaba una escuela de dos pisos, en piedra y con la forma de un envase lácteo de cartón, situada en medio de un campo de juegos sombreado por arces y tapizado de hojas caídas. El campo de juego acababa en un bosque, el bosque en una montaña. Buzones para la correspondencia, marcados con el nombre del propietario, se hallaban a lo largo del camino: CÓJALO USTED MISMO Y CALABAZAS DE RILEY (CERRADO). LEIDECKER. BROWARD. SUTCLIFFE…
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