– ¿A que lo hace bien? -dijo una voz a mis espaldas.
Me volví y contemplé ochenta kilos de carne picada, con nariz rota y bigote poblado, envasada en una lata redonda de uno sesenta y tres metros de altura, envuelta en un traje marrón a cuadros, camisa rosa, corbata negra de punto, y unos mocasines marrones muy deformados por el uso.
– Hola, Larry -comencé a tender mi mano, entonces vi que las dos suyas estaban ocupadas: un vaso de cerveza en la izquierda, un plato con alas de pollo, empanadillas de huevo y costillas parcialmente devoradas en la derecha.
– He estado allá donde las rosas -me dijo Daschoff-, tratando de imaginar cómo consiguen hacerlas florecer así… Probablemente las abonan con billetes de dólar viejos.
Alzó las cejas e inclinó la cabeza hacia la mansión.
– No está mal la choza -dijo.
– Cómoda.
Miró al director de la orquesta.
– Ése es Narahara, el niño prodigio. Dios sabe lo que cobrará.
Alzó el vaso hasta sus labios y bebió. La espuma dejó un reborde en la parte inferior de su bigote.
– Budweiser -dijo-. Esperaba algo más exótico. Pero, al menos, no está aguada.
Nos sentamos a una mesa vacía. Larry cruzó sus piernas con un esfuerzo y dio otro trago, más largo, a la cerveza. El movimiento hinchó su pecho y puso en tensión los botones de su chaqueta. Se la desabrochó y se repantigó en la silla. Llevaba un avisador cogido al cinturón.
Larry es casi tan ancho como alto, y anda como un pato, así que lo razonable es suponerle obeso. Pero en traje de baño se le ve tan firme como una pieza de carne de vaca congelada…, una curiosa mezcla de músculo hipertrofiado, apenas si recubierto de grasilla, el único tipo de menos de metro ochenta que jamás haya jugado de defensa para la universidad de Arizona. En otro tiempo, allá en la universidad, lo había visto levantar el doble de su peso en el gimnasio, sin jadear… y luego acabar con una serie de flexiones desde el suelo, con una sola mano.
Se pasó unos gordos dedos por su cabello, que parecía un estropajo de aluminio, se limpió el bigote, y contempló cómo Kruse hacia su numerito del anfitrión encantador, mientras atravesaba la muchedumbre. La ruta del nuevo Jefe del Departamento le llevaba a acercarse a nuestra mesa… lo bastante como para que pudiéramos observar la mecánica de su charla insulsa, pero no lo suficiente como para poder oír lo que decía. Era como ver un espectáculo de mimo, algo con un título como La Fiesta.
– Tu jefe está en una forma excelente -comenté.
Larry tragó más cerveza y alzó las manos.
– Ya te he dicho que estaba absolutamente pelado, D. Habría trabajado para el mismo diablo… me habría convertido en un Fausto de baratillo.
– No tienes que darme explicaciones, doctor.
– ¿Por qué no? ¡Aún sigue molestándome eso de haber participado en aquella cagada! -Más cerveza-. Todo un semestre echado a perder. Prácticamente, Kruse y yo no teníamos nada que ver el uno con el otro… Dudo que hablásemos más de diez frases en todo ese tiempo. A mí él no me gustaba, porque no tenía profundidad alguna y era un auténtico fantasma. Y yo no le caía bien a él porque era un hombre… y todos sus otros ayudantes eran mujeres.
– Entonces, ¿cómo fue que te contrató a ti?
– Porque los sujetos de su investigación eran hombres y no era muy probable que se relajasen mientras veían películas porno, si tenían delante chicas tomando notas. Ni tampoco era demasiado probable que les contestasen a las chicas las preguntas que él estaba haciendo: ¿Cuán a menudo se la meneaban? ¿Cuáles eran sus fantasías masturbatorias más habituales? ¿Lo hacían en los retretes públicos? ¿Cuán a menudo jodían y con quién? ¿Cuánto tiempo tardaban en correrse? ¿Cuál era su actitud más primaria, más profunda, hacia el sexo en general?
– Las fronteras de la sexualidad humana -dije.
Agitó la cabeza.
– Lo más triste de todo es que podría haber sido algo de valor. Mira la cantidad de datos clínicos que obtuvieron Masters y Johnson. Pero Kruse no era serio en lo de recolectar datos. Era como si solamente hiciese ver que los estaba recogiendo.
– ¿Y no se preocupaban los de la fundación que dieron el dinero para la investigación?
– No eran de ninguna fundación. La pasta era de mamones particulares…, ricachones locos por la porno. Él les prometió hacerlos personas respetables, darles el sello de aprobación académico a su afición.
Se volvió y miró a Kruse. La rubia del vestido negro se tambaleaba en sus zapatos de tacón alto.
– ¿Quién es la mujer que va con él?
– La Señora K. ¿No la recuerdas? ¡Es Suzanne!
Agité la cabeza.
– ¿No te acuerdas de Suzy Espatarrada? ¡Si era la comidilla del Departamento!
– Debí pasarme todo ese tiempo durmiendo.
– Debiste de estar muerto, D. Era famosa en todo el campus, una antigua actriz de porno, que adquirió su seudónimo por ser… muy flexible. Kruse se la encontró en alguna de esas fiestas de Hollywood, mientras estaba llevando a cabo sus «investigaciones». Entonces no debía de tener más de dieciocho o diecinueve años. Él abandonó a su segunda mujer por ella… ¿o fue a la tercera? ¿Quién se acuerda de estas cosas? El caso es que la matriculó en la universidad como estudiante de Literatura Inglesa. Creo que duró tres semanas… ¿aún no te suena?
Negué con la cabeza.
– ¿Cuándo fue eso?
– En el setenta y cuatro.
– En el setenta y cuatro yo estaba al norte, en San Francisco…, en el Langley Porter.
– ¡Oh, sí! Fue cuando hacías dos cosas a la vez: trabajabas como interno y dabas clases al mismo tiempo. Bueno, D: quizás el ser tan precoz te puso en el mercado del trabajo un año antes que a los demás, pero en cambio te perdiste el conocer a Suzy. Se suponía que ella tenía algo que ver en la investigación, y yo incluso trabajé con ella… toda una semana. Kruse la metió en el programa de estudio, para que trabajase como secretaria. No sabía escribir a máquina y liaba los archivos. Pero la verdad es que era una chica muy dulce, aunque bastante primaria.
El homenajeado y su esposa se habían ido acercando. Suzanne Kruse correteaba tras su marido como si la hubiesen atornillado a sus talones. Tenía un aspecto frágil, con hombros prominentes, un cuello muy lleno de nervios, partido en dos por la gargantilla de diamantes, un pecho casi plano, mejillas hundidas y una barbilla muy aguzada. Sus brazos estaban bien torneados pero eran nervudos y tenía las manos huesudas, acabadas en largos dedos delgados. Sus uñas eran largas y las llevaba lacadas de rojo. Se agarraban de la manga de su esposo, clavándose en el paño.
– Debe de ser auténtico amor -dije-. Ha seguido con él durante todos estos años.
– No apuestes ni un céntimo a que lo suyo sea una monogamia a la antigua. Kruse tiene reputación de ser un cazacoños de primera y se sabe que Suzy es muy tolerante con él. -Se aclaró la garganta-. Mejor dicho, es sumisa.
– ¿Literalmente hablando?
Asintió con la cabeza.
– ¿Te acuerdas de aquellas fiestas que Kruse acostumbraba a dar en su casa de Mandeville Canyon, el año en que entró en la Facultad? ¡Oh, claro… tú estabas en Frisco! -Se interrumpió, comió una empanadilla y rumió-. Espera, creo que aún seguían en el 75. Tú volviste en el 75, ¿no es cierto?
– Me gradué -le dije-. Trabajaba en el hospital. Me topé con él en una ocasión, no nos gustamos el uno al otro. No me hubiera invitado a sus fiestas.
– No se invitaba a nadie, D: era la política de las casas abiertas… en todos los sentidos del término.
Me dio un golpecito con el puño, bajo la barbilla.
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