Tácticas de político en período de elecciones. Me había manipulado con gran experiencia.
Otra vez.
Me giré, vi retirarse a su trasero embutido en el traje a medida, seguido por la centelleante cortina de los cabellos de su esposa, que se movían de un lado a otro, en contrapunto a los movimientos de su estrecho y apretado culo.
Ambos caminaron unos pasos, antes de ser atrapados por una alta y hermosa mujer de edad mediana.
Delgada e impecablemente ataviada con un vestido de cóctel en seda amarilla dorada, un prendido de rosas blancas y diamantes estratégicamente colocados, podría haber sido la Primera Dama de cualquier Presidente. Su cabello era de color castaño acentuado con bronce, y lo llevaba peinado hacia atrás, y recogido en un moño que coronaba un rostro largo, de fuerte mandíbula. Sus labios eran delgados y estaban moldeados en una media sonrisa.
Sonrisa de escuela privada para señoritas. Un saber estar, heredado en los genes.
Oí a Kruse decir:
– ¡Hola, Hope! ¡Todo es realmente hermoso!
– Gracias, Paul. Si tienes un momento, hay alguna gente que me gustaría presentarte.
– Naturalmente, querida.
El intercambio de palabras sonaba a ensayado, le faltaba calor, y había excluido a Suzanne Kruse. Los tres abandonaron el patio, Kruse y la Primera Dama lado a lado, la antes llamada Suzy Espatarrada siguiéndoles, como una sirvienta. Se dirigieron a un grupo de cisnes iluminados por la luz reflejada de uno de los estanques. Su llegada fue precedida por el cese de las conversaciones y la bajada de vasos. Se apretó mucha carne contra otra y, al cabo de un instante, los cisnes estuvieron escuchando arrobados a Kruse. Pero la dama de amarillo parecía aburrida. Incluso casi resentida.
Regresé a la mesa, di un largo trago al gin tonic. Larry alzó su vaso y lo chocó con el mío.
– Brindo por las chicas a la antigua, D. ¡Por que las muy jodidas vivan muchos años!
Yo me tragué lo que me quedaba de mi bebida y sorbí el hielo. No había comido en todo el día, y noté un zumbido que me subía por dentro, por lo que agité la cabeza para aclarármela. El movimiento hizo entrar algo amarillo dorado en mi campo de visión.
La Primera Dama había abandonado a Kruse. Escrutó el lugar, dio unos pasos, se detuvo e hizo un gesto con la cabeza hacia un punto amarillo en el césped: una servilleta tirada al suelo. Un camarero corrió a recogerla. Como un capitán en la proa de una fragata, la mujer de amarillo se hizo sombra sobre los ojos con una mano y siguió observando los alrededores. Se acercó a uno de los parterres de rosas alzó una flor y la estudió. Otro camarero apareció al instante a su lado con tijeras de jardinería. Un momento más tarde la flor estaba en su cabello y ella se apartaba de allí.
– La mujer del vestido amarillo -pregunté-, ¿es nuestra anfitriona?
– Ni idea, D. Éste no es exactamente mi círculo social.
– Kruse la llamó Hope.
– Entonces es ella: Hope Blalock. Descendiente de la nobleza.
Y, un momento más tarde, añadió:
– ¡Vaya anfitriona! ¿Te has fijado cómo nos tienen a todos fuera, que nadie entra en la casa?
– Como perros que aún no han aprendido a aguantarse el pis.
Rió. Levanto una pierna de la silla e hizo un sonido grosero con los labios. Luego, apuntó con su cabeza a una mesa cercana.
– Hablando de animales entrenados, observa a la gente de los laberintos y los electrodos.
Ocho o nueve estudiantes graduados estaban sentados, rodeando a un hombre que estaría a finales de los cincuenta. Los estudiantes se mostraban partidarios de la pana, los tejanos y las camisas de algodón puro, el cabello lacio y las gafas de aro metálico. Su mentor era un hombre cargado de espaldas, calvo y con una barbita blanca recortada. Su traje era de color barro, mala tela y un par de tallas demasiado grande. Lo cubría como el hábito de un monje. Hablaba sin parar y gesticulaba mucho con un dedo. Los estudiantes tenían los ojos vidriosos.
– El mismísimo Ratonero -dijo Larry-, y su alegre banda de Ratonosos. Probablemente estén hablando de algo muy erótico, como la correlación entre la defecación inducida por electroshock y el voltaje de estimulación, tras la frustración, experimentalmente inducida, de una respuesta de escape parcialmente reforzada, adquirida bajo pruebas ampliamente espaciadas. Eso en las jodidas ardillas.
Me eché a reír.
– Parece que ha perdido peso. Quizás esté usando sus propias cintas.
– De eso nada. Tuvo un ataque al corazón el año pasado…, es por eso por lo que abandonó el puesto de Jefe del Departamento y se lo pasó a Kruse. Lo de las cintas lo empezó justo después. ¡Jodido hipócrita! ¿Te acuerdas cómo acostumbraba a humillar a los estudiantes clínicos, cómo decía que no debíamos considerar nuestros doctorados como una tarjeta sindical que nos autorizase a dedicarnos a la consulta privada? ¡Vaya un mamón! Deberías ver los anuncios que usa para promocionar su timo sobre cómo dejar de fumar.
– ¿Dónde pone esos anuncios?
– En las revistas de tetas y culos. Un cuadradito en blanco y negro, en las páginas de atrás, entre los otros anuncios sobre escuelas militares, planes acerca de cómo hacerse rico y contactos con chicas orientales que quieren casarse. La verdad es que yo me enteré de eso porque uno de mis pacientes escribió pidiendo el método, y luego me trajo a mí la casete, para que la viera. «Use el sistema comportamentista para dejar de fumar», dice, y pone el nombre del Ratonero allí en el plástico, junto con su porquería de folleto multicopiado con una lista de sus acreditaciones académicas. Incluso es él quien narra toda esa maldita cosa, con su pomposo tono monótono, D. Tratando de parecer interesado en la gente, como si durante todos estos años hubiera estado trabajando con personas, en lugar de con roedores.
Le lanzó una mirada de asco:
– ¡Tarjeta sindical!
– ¿Está ganando dinero con eso?
– Si lo está ganando, no se lo está gastando en ropa.
El buscapersonas de Larry sonó. Lo tomó de su cinturón y se lo llevó al oído por un instante.
– El servicio de mensajes. Perdóname, D.
Detuvo a un camarero, le preguntó dónde estaba el teléfono más cercano, y fue mandado a la gran casa blanca. Lo contemplé caminar como un pato a través de los jardines, luego me levanté, pedí otro gin tonic y me quedé allí en la barra bebiéndomelo, disfrutando de mi anonimato. Estaba empezando a sentirme confortablemente atontado, cuando escuché algo que hizo sonar una alarma interior.
Tonos familiares, inflexiones.
Una voz del pasado.
Me dije a mí mismo que era mi imaginación. Luego escuché de nuevo la voz, y busqué entre la multitud.
La vi, por encima de varias espaldas.
Un estremecimiento, como de máquina del tiempo. Traté de mirar a otra parte, no pude.
Era Sharon, tan exquisita como siempre.
Supe su edad, sin calcularla. Treinta y cuatro. Su cumpleaños era en mayo, el quince de mayo… ¡Qué raro que aún me acordase…!
Me acerqué más y le di una buena ojeada: madurez, pero sin pérdida de belleza.
Un rostro que parecía surgido de un camafeo.
Ovalado, de huesos finos, mandíbula limpia. El cabello espeso, ondulado, negro y brillante como el caviar, peinado hacia atrás desde una frente alta y sin mácula, desparramándose sobre unos hombros cuadrados. Una piel blanca como la leche de persona que, en contra de la moda, rehuía al sol. Unas mejillas altas, claramente definidas, naturalmente enrojecidas con puntos rosa del tamaño de monedas. Orejas pequeñas y muy pegadas a la cabeza, con una única perla en cada una de ellas. Cejas negras, trazando un arco sobre ojos azul profundo muy separados. Una nariz fina y recta, con ventanas suavemente acampanadas.
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