Sonreí, y me fijé en que el trasto había sido colocado de modo en que quedaba impedida su salida. Habría que mover a un montón de coches para que pudiese quedar libre.
Una pareja delgada, a la moda, bajó del Lincoln blanco y fue escoltada hasta el portalón por el aparcacoches barbudo. Éste colocó la gran llave en la cerradura, y marcó un código en el tablero, tras lo que se abrió una de las hojas de la puerta de hierro. Deslizándome hacia el interior, seguí a la pareja por un sendero inclinado, pavimentado con ladrillos negros con forma de escamas de pescado. Cuando pasé a su lado, el aparcador dijo: «¡Hey!», pero sin entusiasmo, y no hizo esfuerzo alguno por detenerme.
Cuando la puerta se hubo cerrado tras él, señalé al Chevy y le dije:
– Ese coche de color marrón… ¿quiere que le diga algo respecto al mismo?
Se acercó a mí, al otro lado de la verja forjada.
– ¿Sí? ¿Qué?
– Ese coche es propiedad del tipo más rico que hay en esta fiesta. Trátelo bien… es muy conocido por las grandes propinas que da.
Giró la cabeza de golpe y miró al viejo coche. Comencé a caminar. Cuando volví la vista, estaba jugando a hacer sonar los parachoques, creando un claro en derredor del Chevy.
A un centenar de metros más allá de la puerta, los eucaliptos dejaban paso a cielos libres, por encima de un césped que podría haber sido el de un campo de golf por su calidad, y que estaba perfectamente cortado. El césped estaba flanqueado por impecables columnas de cipreses italianos y plantas perennes, todo ello cuidadosamente podado. Las zonas más lejanas de la propiedad habían sido remodeladas con terraplenadoras, para formar colinas y valles. Los más altos de esos promontorios estaban en los límites de la propiedad, coronados por solitarios pinos negros y enebros californianos, podados para parecer que habían sido moldeados por el viento.
El sendero de escamas de pescado ascendía hacia un otero. Desde la cima del mismo llegaba un sonido de música: una sección de cuerda interpretando algo barroco. Mientras alcanzaba la parte alta, vi a un hombre de edad y de estatura elevada, vestido como un mayordomo tradicional, que caminaba hacia mí.
– ¿Es usted el señor Delaware? -Su acento se situaba en algún punto entre Londres y Boston; sus facciones eran suaves, generosas y regordetas. Su piel, colgante, era del color del salmón enlatado. Mechones de pelo color maíz rodeaban un cráneo pelado y bronceado por el sol. Un clavel blanco decoraba su solapa.
El prototipo del mayordomo de una obra de teatro.
– ¿Sí?
– Doctor Delaware, soy Ramey, y he venido a buscarle para acompañarle a la fiesta. Le ruego disculpe los inconvenientes, señor.
– No hay de qué. Supongo que los aparcacoches no están preparados para enfrentarse con peatones.
Coronamos la cima. Mi ojo fue atraído por el horizonte: hacia una docena de crestas de tejado de tejas color verde cobre, tres pisos de pared estucada en blanco y persianas verdes, pórticos con columnatas, balcones con balaustradas y galerías, puertas en arco y ventanas con montantes de abanico. Era como un monumental pastel de bodas, rodeado por hectáreas de natillas de color verde.
Unos jardines, de diseño formal, limitaban por delante la mansión: caminos de grava, más cipreses, un laberinto de setos podados, fuentes en piedra, estanques como espejos, cientos de parterres de rosas tan deslumbrantes, que parecían fluorescentes. Los invitados, agarrando copas de alto tallo, paseaban por los senderos, y admiraban las flores. Y también se admiraban a sí mismos en los estanques.
El mayordomo y yo caminamos en silencio, pateando la grava. El sol nos golpeaba desde arriba, espeso y cálido como mantequilla fundida. A la sombra de la más alta de las fuentes se encontraba un grupo, del tamaño de una filarmónica, de hoscos músicos, vestidos de etiqueta. Su director, un asiático joven de cabellos largos, alzó su batuta, y los músicos iniciaron un voluntarioso Bach.
Las cuerdas eran complementadas por el tintineo de las copas y el sonido apagado de las conversaciones. A la izquierda de los jardines, un enorme patio de losas de piedra estaba repleto de mesas blancas redondas, sombreadas por sombrillas de lona amarilla. En cada mesa había un centro de lilas, lirios púrpura y claveles blancos. Una carpa a rayas blancas y amarillas, lo bastante grande como para contener un circo, cobijaba a una barra de bar lacada en blanco y atendida por una docena de diligentes barmans. Unas trescientas personas estaban sentadas en las mesas, tomando copas. La mitad de esa cantidad estaba a la barra. Por entre todos ellos circulaban camareros con bandejas de bebidas y canapés.
– Ya estamos, señor. ¿Puedo servirle algo de beber, señor?
– Me iría bien una soda.
– Perdóneme, señor. -Ramey alargó su paso, adelantándose a mí, desapareciendo entre la multitud que rodeaba la barra, y emergiendo momentos después con un vaso helado y una servilleta de lino amarillo. Me entregó ambas cosas, justo en el momento en que yo llegaba al patio.
– Aquí tiene, señor. Le vuelvo a pedir excusas por las molestias.
– Ya le he dicho que no hay de qué. Gracias.
– ¿Desea usted algo que comer, señor?
– No, gracias. Ahora no.
Me hizo una pequeña reverencia y se marchó. Me quedé solo, dando sorbitos a mi soda, atisbando la multitud, en busca de un rostro amigo.
Pronto me resultó obvio que la multitud estaba dividida en dos grupos diferenciados, con un abismo sociológico entre ellos, que ya había quedado reflejado en la doble hilera de coches.
El centro de la escena estaba dominado por los muy ricos, cual si fueran una bandada de cisnes. Muy bronceados y totalmente desinhibidos en sus conservadores atavíos de haute couture, se saludaban unos a otros con besitos en las mejillas, reían suavemente, bebían sin parar y sin excesiva discreción, y no prestaban la menor atención al otro grupo, étnicamente diverso, que se hallaba sentado al lado.
La gente de la Universidad eran las urracas, vigilantes, sin perder detalle, repletas de charla nerviosa. En un movimiento reflejo, se habían congregado en pequeños grupitos apretados, y hablaban tras las manos, sin dejar de mover los ojos de aquí para allí. Algunos de ellos estaban conspicuamente atildados con sus trajes de grandes almacenes y vestidos largos, recién comprados para ese día tan especial; otros, deliberadamente, se habían vestido de un modo muy informal. Unos pocos seguían contemplando boquiabiertos lo que les rodeaba, pero la mayor parte se contentaba con observar los rituales de los cisnes, con una mezcla de pura envidia y analítico desprecio.
Había terminado la mitad de mi soda, cuando se produjo en la gente como una oleada que recorrió el patio, atravesando ambos campos. Paul Kruse apareció en el origen de la misma abriéndose diestramente camino por entre la multitud de ricos y sabios. De su brazo colgaba una pequeña mujer, rubia platino, de aspecto encantador, y que llevaba un vestido negro sin hombros y zapatos con tacones de ocho centímetros de alto. Estaría al inicio de la treintena, pero llevaba el cabello como una colegiala a punto de graduarse: largo y lacio hasta su cintura, con las puntas rizadas y en extravagantes ondulaciones. El vestido se le pegaba a la piel, como una capa de asfalto. Alrededor del cuello llevaba una gargantilla de diamantes. Mantenía los ojos clavados en Kruse, mientras éste sonreía y se trabajaba a su público.
Le di una buena mirada al nuevo Presidente del Departamento. Ya debía estar cercano a los sesenta años, y luchaba contra la entropía con la química y la buena compostura. Su cabello aún era largo, de un dudoso tono amarillo maíz, y lo llevaba cortado al estilo de moda, a lo surfista, con una onda que le caía sobre un ojo. Hubo un tiempo en que parecía un modelo masculino, con ese tipo de ruda guapura que es muy fotogénica, pero que de algún modo pierde bastante al ser traducida a la realidad. Aún resultaba evidente su apostura, pero ya tenía los rasgos caídos: su mandíbula parecía más débil, y su burda apostura se había descompuesto en algo que era fungoso y vagamente disoluto. El bronceado de su piel era tan profundo, que parecía algo que hubiesen dejado demasiado tiempo al horno. Esto lo colocaba en sincronía con la banda de los muy ricos, tal como lo hacia su traje hecho a medida. Pero el traje, que parecía ser muy ligero, tenía un conspicuo aspecto de paño inglés y llevaba refuerzos de cuero en los codos… en una concesión casi insultante a lo académico. Lo contemplé mostrar sus hileras de dientes, embellecidos con fundas, estrechar la mano de los hombres, besar a las señoras, y pasar al siguiente grupo de los que deseaban felicitarle.
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