Jonathan Kellerman - Compañera Silenciosa

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Un día en una fiesta, el psicólogo infantil Alex Delaware se reencuentra con un viejo amor, Sharon Ransom. Ella solicita su ayuda, pero Alex, demasiado embebido en sus propios asuntos sentimentales, no le hace caso. Dos días más tarde, Sharon se suicida. Alex no puede dejar de sentirse responsable de la desesperada decisión de Sharon.
Y en parte por ello, en parte por resolver los enigmas de aquella relación -la mayoría creados por la oscura personalidad de Sharon- el psicólogo se embarca en una investigación en la que el dinero, el azar de los genes y un pasado trágico configuran el escenario de una prolongada orgía de sexo, dominio y manipulación psicológica al servicio de los menos nobles impulsos del ser humano.

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– Sentaos -dijo Crotty. Apartó de un manotazo unos diarios de una mecedora y se sentó. Una nube de polvo se alzó y luego cayó como el rocío.

Milo y yo limpiamos un sofá con los muelles rotos, y creamos nuestra propia tormenta de polvo.

Crotty se aclaró la garganta. Milo sacó su cartera y le entregó varios billetes. El viejo los contó, los abrió en abanico, cerró los dedos sobre ellos.

– De acuerdo, vayamos a por ello rápido: Belding, Leland. Un cerdo capitalista, con demasiado dinero y ninguna moral. Un marica latente.

– ¿Por qué dices eso? -le pregunté, y escuché a Milo gemir.

Crotty se volvió hacia mí.

– Porque soy un jodido experto en latentes. Por eso, doctor Psicología. Tú puede que tengas el diploma, pero yo tengo la experiencia. -Hizo una mueca y dijo-: Puñados de experiencia.

– Sigamos con Belding -le dijo Milo.

Crotty lo ignoró.

– Déjame que te diga una cosa, Ricitos. Si hay algo sobre lo que sé, es sobre los latentes. Durante treinta jodidos años estuve viviendo en esa jodida situación.

Milo bostezó y cerró los ojos.

– Él está jodidamente aburrido -dijo Crotty-. Y si alguien debiera estar escuchándome atentamente, es él. ¡Infiernos, uno supone que alguien en su posición debería estar viniendo a verme, arrodillándose a mis pies, y suplicándome que le facilitase el tesoro de mi experiencia! Pero no; para empezar, ¿cómo conocí a Pelma? Pues un día en que estoy medio muerto en la Sala de Emergencias, con el dulce Rick dándole masajes a mi corazón, devolviéndome a la vida. Y entonces aparece este Pelma, todo él maricón duro, mirando su reloj y deseando saber cuándo acaba el turno de Rick. Los muy jodidos son el bello y la bestia.

Se volvió a Milo y agitó un dedo.

– Siempre has sido un insensible. Allí estaba yo, apagándome por momentos, y en lo único en que tú podías pensar era en tu polla.

– No hagas que suene como si tu vida estuviera amenazada, Ellston. Todo lo que tenías era el estómago revuelto. Gases, era lo único que tenías. Demasiados menudos, poca fibra.

– Eso es lo que tú dices. -Y, a mí-: Ahí tienes todo el trabajo que desees, comecocos…, te llevará años sólo el abrirte paso a través de la capa superior de autonegación.

– Belding -le amenazó Milo-, o devuélveme la pasta.

– Belding -repitió Crotty-. Un capitalista. Malvado. Porque él era un latente. Sé lo que eso le hace a una persona.

Se alzó, miró por encima un grupo de cajas que había en el suelo, se puso de rodillas frente a una de ellas y rebuscó por dentro con las dos manos.

– Ya estamos -susurró Milo.

Crotty sacó un libro de recortes, forrado en tela marrón, pasó hojas, se secó la frente, se sentó a mi lado y señaló.

– Aquí.

La punta de su dedo descansaba sobre una instantánea de un joven con uniforme de policía. Una foto en blanco y negro, con bordes irregulares, justo igual que la de Sharon y Shirlee.

El joven estaba en pie junto a un coche de la Policía, en una calle con palmeras en las aceras. Sus facciones eran delicadas, casi femeninas, sus ojos redondos y grandes. Inocentes. Cabello espeso, ondulado, con la raya en el centro, un hoyuelo en la mejilla derecha. Un chico guapo… del tipo, tan vulnerable, de un Monty Clift.

– Mira esto -dijo Crotty y señaló a otra foto en la página.

El mismo hombre, vestido de civil, de pie junto al Dodge que había visto afuera. Llevaba ropa deportiva y tenía el brazo en derredor de una chica. Ella vestía sujetador y pantaloncito corto, tenía buen tipo. Su rostro había sido rascado con un bolígrafo.

– Entonces yo era un tiarrón -dijo Crotty. Me arrancó el libro de un tirón, lo cerró con un chasquido Y lo tiró al suelo-. Estas fotos me las hicieron en 1945. Yo acababa de salir de la marina de guerra del Tío Sam, me había ganado los galones en el Pacífico, y pensaba que era el regalo que Dios había puesto en la Tierra para las mujeres, y no dejaba de repetirme que aquellos episodios en el barco con el cocinero, una albóndiga sueca sudorosa, sólo habían sido un mal sueño. No importaba que, al hacerlo con él, me había parecido sentir justo lo que uno debe de sentir cuando está enamorado, y que todas las nenas con las que me había acostado parecían habérselo pasado mejor que yo…

Se golpeó el pecho.

– Yo era tan dulce como Mary Pickford, pero estaba tratando de convencerme a mí mismo de que era un jodido Gary Cooper. Así que, ¿qué mejor trabajo para un macho sobrecompensante que el vestir de azul y llevar un largo palo?

Se echó a reír.

– El día que me dieron la licencia definitiva, solicité mi ingreso en el cuerpo. El día que terminé en la academia, pensé que era el Semental Rey de los Machos. El ser un Hombretón de Azul iba a solucionar todos mis problemas. Los jefazos me dieron una buena mirada y supieron, exactamente, dónde enviarme. De cebo a los lavabos de Mac Arthur Park, hasta que todos los maricas locales me hubieron descubierto, luego, a la patrulla que cubría los bares gays en Hollywood. Yo era maravilloso en mi trabajo: detuve más maricas que cualquier otro cebo usado en esas trampas. Me promocionaron y me destinaron a antivicio, y pasé los siguientes diez años de mi vida deteniendo maricas y más maricas… y jodiéndome a mí mismo, pues tenía que pasarlo luego con alcohol, cada noche. Llegué a detective en un tiempo récord, pero seguía no siendo otra cosa que un jodido cebo: besé a tantos desgraciados mamones que me empezaron a salir callos en los labios. En antivicio estaban encantados conmigo. Era su jodida arma secreta, movía las pestañas, me colaba en las fiestas privadas que daban en lo alto de las colinas, y descubría putos de color en los barrios negros…, lo que daba a los otros cerdos una oportunidad de abrir unas cuantas cabezas de negro…

Se inclinó hacia mí, me cogió por las solapas, abrió mucho su ojo bueno. Estaba sudando y parecía haberse puesto pálido, aunque a la escasa luz era difícil de ver.

– ¿Y sabes la razón por la que era tan jodidamente bueno, Ricitos? Porque en lo más dentro de mí no estaba actuando. Blam, blam, soba un culete allá en un callejón, y luego llegan los otros cerdos de antivicio con sus matracas y sus porras. Y otro camión celular lleno de maricones enviado a toda leche a la cárcel del condado, con todos los de dentro amoratados y escupiendo sangre. De vez en cuando alguno de ellos se colgaba en su celda. Los chicos de antivicio decían que con un maricón menos, no habría que hacer tanto papeleo. Y yo reía más fuerte que nadie y me bebía mi trago antes que nadie.

Le tembló el bigote.

– Durante diez años colaboré en la agresión y asesinato de hombres gays, sin pararme a preguntarme por qué cada noche al volver a casa, me lo pasaba echando todo lo que llevaba en las tripas y bebiendo ginebra hasta que podía oír suplicar a mi hígado.

Me soltó las solapas. Milo estaba mirando en otra dirección, la vista perdida en el infinito.

– Me estaba carcomiendo por dentro, ésa era la verdad -dijo Crotty-. Hasta que me fui de vacaciones al sur…, a Tijuana. Crucé la frontera en busca de diversión, me emborraché como una cuba en una cantina, viendo cómo un burro se montaba a una mujer, salí tambaleándome fuera y le pedí a un taxista que me llevase a una casa de putas. Pero al taxista aquel no era fácil engañarle. Me llevó a una mierda de sitio pequeño, en las afueras de la ciudad. Paredes de cartón pintadas de color turquesa, pollos fuera y dentro de la casa. Venticuatro horas más tarde yo sabía lo que era, y sabía que estaba atrapado. Lo que no sabía era cómo salir de aquello.

Abrió y cerró el abanico del dinero y, finalmente, lo arrugó dentro de su puño.

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