Jonathan Kellerman - Compañera Silenciosa

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Un día en una fiesta, el psicólogo infantil Alex Delaware se reencuentra con un viejo amor, Sharon Ransom. Ella solicita su ayuda, pero Alex, demasiado embebido en sus propios asuntos sentimentales, no le hace caso. Dos días más tarde, Sharon se suicida. Alex no puede dejar de sentirse responsable de la desesperada decisión de Sharon.
Y en parte por ello, en parte por resolver los enigmas de aquella relación -la mayoría creados por la oscura personalidad de Sharon- el psicólogo se embarca en una investigación en la que el dinero, el azar de los genes y un pasado trágico configuran el escenario de una prolongada orgía de sexo, dominio y manipulación psicológica al servicio de los menos nobles impulsos del ser humano.

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Milo se acercó a mí.

– Éste es el doctor Alex Delaware. Es un amigo mío.

– ¿Otro doctor? -El viejo agitó la cabeza y se volvió hacia mí-. Dime una cosa, Ricitos: ¿qué infiernos es lo que veis los tiarrones de pasta de la profesión médica en un bestia como Pelma?

– Cuando digo amigo -prosiguió Milo-, quiero decir amigo. Él es hétero, Ellston.

El viejo alzó una muñeca caída, adoptó una postura de maricona.

– Pues claro que lo es, cariñito. -El viejo engarzó su brazo en el mío-. ¿Qué clase de doctor eres, doctor Alex?

– Psicólogo.

– Oooh. -Se apartó rápidamente, me sacó la lengua y me hizo una pedorreta-. No me gusta la gente como tú…, siempre analizando, siempre juzgando.

– Ellston -dijo Milo-, ya me hiciste tragar bastante mierda por teléfono, de modo que ya no me queda apetito para más. Si quieres ayudarme, de coña. Si no, de coña también; te dejaremos para que sigas jugando al granjero.

– Es un tipo tan rudo -dijo el viejo, y luego dirigiéndose a mí-: es un jodido rudo, este Pelma. Está lleno de ira. Y como aún no ha aceptado lo que es, cree que puede enfrentarse a todo haciendo el po-li-cí-a.

Los ojos de Milo lanzaron chispas.

Los del viejo se abrieron mucho, en respuesta. El iris izquierdo era azul, el derecho gris lechoso, por una catarata.

– Vaya, vaya, nuestro pobre gendarme está cabreado. ¿Te he dado en un nervio, Pelma? Bien. Las únicas veces en que pareces medio humano es cuando estás cabreado como una mona. Cuando te vuelves jodidamente real.

– No me gusta la gente como tú -le imitó Milo-… siempre analizando, siempre juzgando.

Y, hablándome a mí:

– Basta ya de tanta mierda. Larguémonos.

– Lo que tú quieras -dijo el viejo, pero había preocupación en su voz… como el chico que ha ido demasiado lejos con sus padres.

Nos dirigimos hacia el coche. Cada paso que dábamos hacía ladrar más fuerte a los perros.

El viejo gritó:

– ¡Estúpido… no tienes aguante, Pelma, jamás lo tuviste!

Milo lo ignoró.

– Y sucede, Pelma, que el tema de tu investigación es uno en el que estoy bien versado. Incluso conocí a esa rata, el muy bastardo.

– Claro -dijo Milo por encima de su hombro-. Y también te tiraste a la Jean Harlow.

– Bueno, quizá también hice eso. -Y, un instante después-. De todos modos, ¿qué saco yo de todo esto?

El viejo estaba alzando la voz para hacerse oír, a pesar de los animales.

Milo se detuvo, se encogió de hombros, se dio la vuelta.

– ¿Buena voluntad por mi parte?

– ¡Ja!

– Más uno de cien por tu tiempo. Pero, olvídalo.

– ¡Joder, lo menos que podías haber hecho era portarte civilizadamente! -le gritó el viejo.

– Lo intenté, Ellston. Siempre lo intento.

El viejo estaba con las manos en jarras. Sus pantalones cortos de boxeador ondeaban al viento y su cabello volaba como hilachas de algodón de azúcar.

– ¡Bueno, pues no lo intentaste lo suficiente! ¿Por qué no has hecho las presentaciones? ¡Quería una presentación formal, de seres civilizados!

Milo gruñó y se volvió.

– ¿Una presentación te hará feliz?

– No seas asno, Sturgis. No he intentado ser feliz en un largo, muy largo tiempo. Pero, quizá, toda esa jodienda lograse aplacarme.

Milo maldijo entre dientes.

– Vamos -me dijo-. Un intento más.

Regresamos sobre nuestros pasos. Ellston apartó la vista de nosotros, alzó la mandíbula y trató de mantener una cierta dignidad. Lo intentó con todas sus fuerzas, pero los pantalones de boxeador se interferían.

– Ellston -dijo Milo-, te presento al doctor Alex Delaware. Alex, te presento al señor Ellston Crotty.

– No es correcto -resopló el viejo.

– Al detective Ellston Crotty.

El viejo me tendió la mano.

– Detective de Primera Clase, retirado, Ellston J. Crotty Junior, Departamento de Policía de la ciudad de Los Ángeles, División Central. -Nos estrechamos las manos. Se golpeó el pecho con la palma-. Está usted viendo al As del Vicio de la Central, doctor Ricitos. Es un jodido placer el haberle conocido.

Los animales nos siguieron, como si nos dirigiéramos al Arca de Noé. Un sendero, hecho artesanalmente con traviesas de ferrocarril y cuadrados de cemento, bordeado por setos descuidados y limoneros enanos de aspecto enfermizo, nos llevó hasta una pequeña casa de techo asfáltico, con un ancho porche delantero, repleto de cajas y viejas piezas de maquinaria. Cerca de la casa, un antiguo cupé Dodge estaba colocado sobre bloques de ladrillos. La estructura dominaba con su altura un patio polvoriento, llano, de un cuarto de hectárea, rodeado de una verja de alambre de gallinero. En el patio se veían más cabras y gallinas. Hacia la parte de atrás de la propiedad había un gallinero destartalado.

El olor a granja se había hecho intenso. Miré en derredor. No había vecinos, sólo cielo y árboles. Estábamos en lo alto de una colina. Hacia el norte se adivinaban los picos de montañas, rodeados de neblina. Aún podía oír la autopista, que suministraba el bajo para acompañar a los trémulos cloqueos de las gallinas.

Apoyado contra uno de los postes de la verja había un saco de maíz para los animales. Crotty metió la mano dentro, echó un puñado de grano al patio y miró a los pájaros correr a por el mismo.

– Jodidos bastardos ansiosos -dijo, y luego les echó un poco más.

Una granja de película barata, el borde de la jungla urbana.

Subimos al porche.

– Todo esto es jodidamente ilegal -dijo Crotty con orgullo-. Va en contra de todas las normas de urbanización que hay en los libros. Pero mis compadres, colina abajo, son inmigrantes ilegales que viven en chabolas que tampoco cumplen con ninguna norma de edificación. Les encantan mis huevos frescos y odian a las autoridades…, así que un infierno van a andarse ellos con el soplo. Yo les pago a sus chicos pequeños para que limpien el gallinero, dos pavos la hora; más verdes de los que van a ver de cualquier otro modo. Creen que soy alguna especie de jodido gran padrecito blanco.

– Gran tiburón blanco -murmuró Milo.

– ¿Qué has dicho?

– Que algunos de esos chicos son muy listos.

– Bueno, no sé qué decirte. Pero el caso es que saben cómo trabajar duro, así que yo les pago. Todos ellos creen que soy la cosa mejor que han encontrado, desde que descubrieron el pan cortado en rebanadas. Y sus mamacitas me están tan agradecidas, que me traen comida envuelta en papel de aluminio…, les encanta el papel de aluminio. Y además son cosas buenas, nada de basura de ésa de hamburguesería: menudillos y tamales dulces, como los que uno lograba encontrar en Alvarado, antes de que los hijos de puta de las multinacionales se lo quedaran.

Empujó una puerta mosquitera y entró en la casa, dejando que se cerrase de golpe. Milo la atrapó antes. Entramos.

La casa era pequeña y mal iluminada, tan repleta de basura que apenas si quedaba sitio para caminar. Nos fuimos abriendo paso por entre montones de periódicos viejos, torres de embalajes de cartón y cajas de madera para fruta, montones de ropa, un piano pintado con pintura gris de base, tres mesas de planchas que sostenían una colección de radios-reloj en diversos estadios de desmontaje. El mobiliario que lograba coexistir con todo aquel amontonamiento era de madera oscura, barata, y sillones demasiado mullidos, con mantelitos en los brazos y el respaldo. Cosas de las que se compran en las tiendas de segunda mano.

El suelo era de pino, gris de tanto ser pisado, astillado en algunos lugares. Un manto sobre un hogar, tapiado con ladrillos, contenía figuritas de porcelana, la mayor parte de ellas desconchadas o faltándoles miembros. El reloj sobre el manto decía Coca-Cola. Estaba congelado en las siete y cuarto.

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