Jonathan Kellerman - Compañera Silenciosa

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Un día en una fiesta, el psicólogo infantil Alex Delaware se reencuentra con un viejo amor, Sharon Ransom. Ella solicita su ayuda, pero Alex, demasiado embebido en sus propios asuntos sentimentales, no le hace caso. Dos días más tarde, Sharon se suicida. Alex no puede dejar de sentirse responsable de la desesperada decisión de Sharon.
Y en parte por ello, en parte por resolver los enigmas de aquella relación -la mayoría creados por la oscura personalidad de Sharon- el psicólogo se embarca en una investigación en la que el dinero, el azar de los genes y un pasado trágico configuran el escenario de una prolongada orgía de sexo, dominio y manipulación psicológica al servicio de los menos nobles impulsos del ser humano.

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Pasamos por la zona de hospitales que se extiende entre Edgemont y Vermont, y cruzamos frente al Pediátrico del Oeste, en donde yo había pasado una parte tan importante de mi vida.

– ¿A dónde vamos? -pregunté.

– Tú conduce. -Apagó el cigarro en el cenicero-. Escucha, hay algo más que debo decirte. Después de que te dejé anoche, fui hasta Newhall y hablé con la chica de Rasmussen… Seeber.

– ¿Cómo la encontraste? No te di ni su nombre.

– No te preocupes, tu virtud sigue incólume. En la oficina del sheriff de Newhall le tomaron declaración respecto al accidente. Allí obtuve su nombre y dirección.

– ¿Qué tal le va?

– Parece haberse recuperado bien; ya tiene a otro tipo viviendo con ella. Un casanova chupado, con ojos de drogata y brazos llenos de puntadas, que se creyó que yo estaba haciendo una redada de droga y ya estaba medio fuera de la ventana antes de que pudiese calmarlo.

Se estiró y bostezó.

– De todos modos, le pregunté a la chica si Rasmussen había estado trabajando mucho en los últimos tiempos. Me dijo que no, que su mal carácter lo había metido en demasiadas peleas y que nadie lo quería en su equipo. Ella había estado ganando dinero por los dos en los últimos seis meses, con ese trabajo del camión de las cucarachas. Cuando le solté lo de los mil pavos que él la había dejado en la almohada, casi se mea en las bragas. Aunque el sheriff le había devuelto el dinero, estaba aterrada de que yo lo fuese a confiscar… lo que aún le quede; seguro que el drogata ya se ha pinchado en el brazo la mayor parte de la pasta.

»El caso es que la calmé, le dije que si cooperaba se lo podía quedar, que incluso se podía quedar el resto de la pasta. Ella me lanzó una mirada que quería decir: ¿Y tú cómo sabes lo del resto? ¡Bingo!, así que le digo: ¿Cuánto más era, Carmen? Escupe ya. Ella tartamudeó y se puso muy nerviosa, tratando de hacerse la dura y de demostrarme que no la iba a lograr hacer hablar, pero lo cierto es que no tiene demasiada fuerza de voluntad y acabó por soltarlo todo: que D. J. había conseguido últimamente montones de pasta, y que lo estaba malgastando por todas partes, incluso comprándose piezas caras para su camión. No estaba segura de la cantidad exacta… ¿sabe? Pero había hallado cuatro mil cuatrocientos más en, ¿sabe?, uno de su calcetines.

– ¿Cuánto tiempo era eso de últimamente?

– Hace un par de semanas. Al menos una semana antes de que todo el mundo empezara a morir.

Seguí conduciendo, más allá del distrito de Silverlake y Echo Park, hacia el extremo oeste del centro de la ciudad, en donde se alzan los rascacielos, entre una maraña de pasos elevados de las autopistas y callejuelas traseras, centelleando en plata y bronce contra un cielo con fondo de barro.

– Si eso fue pasta contante y sonante por un asesinato -dijo-, ya sabes lo que eso significa: premeditación… que alguien había estado planeando ese contrato. Arreglándolo.

Me dijo que girase hacia la izquierda en un callejón sin nombre que iba hacia el norte de Sunset y se abría paso entre dos almacenamientos al aire libre de suministros para la construcción. Pasamos junto a contenedores de desechos llenos hasta casi derramarse, paredes traseras de edificios cubiertas de graffittis, montones de pedazos de contrachapado, ventanas rotas y cajas de embalaje destrozadas. Otro medio kilómetro y estábamos ondulando sobre asfalto cuarteado a través de terrenos desocupados, llenos de malas hierbas. En la parte más lejana de esos terrenos se veían chabolas que parecían a punto de derrumbarse. El callejón trazaba un ángulo y se convertía en un camino de tierra. Cincuenta metros más allá terminaba en una pared de ladrillos. A la izquierda más hierbajos, a la derecha una vista lejana de la autopista, allá abajo.

– Aparca -me dijo Milo.

Bajamos. A pesar de lo alto que estábamos se oía rugir el tráfico en la intersección de autopistas.

La pared de ladrillos estaba coronada por alambre de espinos. Cortando la pared había una puerta de madera, de parte superior redondeada, que había sido pulimentada por el tiempo y los elementos. Ni cerradura, ni manija. Sólo un herrumbroso clavo, hundido en la madera. A su alrededor, una tira de cuero anudada. Y, colgando de la tira, una oxidada campana de vaca. Un cartel sobre la puerta indicaba RUE DE OSCAR WILDE.

Alcé la vista hacia el alambre de púas y pregunté:

– ¿Dónde están los nidos de ametralladoras?

Milo frunció el ceño, tomó un pedrusco y golpeó con él la campana. Emitió un tañido apagado.

De inmediato, del otro lado del muro nos llegó una creciente algarabía de sonidos de animales: perros, gatos… montones de ellos. Y sonidos de granja: cloqueos de gallinas. Balidos de cabra. Los animales se acercaron y se fueron haciendo más y más sonoros… tanto, que casi no dejaban oír los ruidos de la autopista. Las cabras eran las más escandalosas. Me hicieron pensar en ritos del vudú, y se me pusieron de punta los pelillos de la nuca.

– No me dirás que no te llevo a sitios interesantes -comentó Milo.

Los animales estaban rascando al otro lado del muro. Podía olerlos.

Milo gritó:

– ¡Hola!

Nada. Repitió el saludo, golpeó varias veces más la campana.

Finalmente se oyó una gimoteante y cascada voz, de género indefinido, que decía:

– ¡Quietos ya, jodidos…! ¿Quién hay ahí?

– Milo.

– ¿Y? ¿Qué coño quieres que haga…, que abra el jodido Mouton Rothschild?

– Abrir la puerta seria un buen inicio.

– ¿Tú crees?

Pero la puerta fue abierta desde dentro. Un viejo apareció en el hueco de la misma, vistiendo únicamente un par de enormes pantalones blancos de boxeador, un pañuelo rojo anudado al cuello y un largo collar de conchas puka, que descansaba sobre su pecho desnudo y sin vello. Tras él saltaban y gritaban un ejército de cuadrúpedos, removiendo el polvo: docenas de perros de incierto pedigrí, un par de gatazos con recuerdos de mil batallas, y, al fondo, pollos, gallinas, patos, gansos, corderos y un par de cabras negras de Nubia, que lamieron el polvo de nuestras manos y trataron de comerse los puños de nuestras camisas.

– Tranquilos -dijo Milo, dándoles manotazos.

El viejo les dijo:

– Basta ya, quietos -sin entusiasmo. Cruzó la puerta y la cerró tras de él.

Era de tamaño medio y muy delgado, pero flácido, con brazos como palillos y piernas varicosas y nudosas, pecho estrecho, colgante, de abuelita, y una tripa protuberante. Su piel había sido quemada por el sol hasta adquirir el color del burbon, y tenía una tonalidad oleosa. El cabello en su cabeza era una pelusa blanca, como si le hubiesen untado el cráneo con cola y luego lo hubieran pasado por copos de algodón. Tenía un mentón débil, gran nariz picuda y unos ojos colocados muy juntos, que entrecerraba de tal manera, que parecían estar sellados. Un descuidado bigote blanco, a lo Fu Manchú, le colgaba a ambos lados de la boca, continuando más allá del borde inferior de su mandíbula, un par de centímetros en el aire.

Nos miró concienzudamente, frunció el ceño y escupió al suelo.

Gandhi con gastritis.

– Buenas tardes, Ellston -dijo Milo-. Es bueno verte con tu habitual buen humor.

El sonido de su voz puso a ladrar a los perros.

– En voz baja. Los estás poniendo nerviosos…, siempre lo haces.

El viejo se acercó a mí y me miró, pasándose la lengua por la cara interna de una mejilla, rascándose la cabeza. Emitía una extraña mezcla de olores: zoo infantil, colonia francesa, ungüento mentolado.

– No está mal -dijo finalmente-, pero Rick era más mono.

Me tocó el hombro. Me envaré involuntariamente. Su mirada se endureció y escupió de nuevo.

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