Jonathan Kellerman - Compañera Silenciosa

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Un día en una fiesta, el psicólogo infantil Alex Delaware se reencuentra con un viejo amor, Sharon Ransom. Ella solicita su ayuda, pero Alex, demasiado embebido en sus propios asuntos sentimentales, no le hace caso. Dos días más tarde, Sharon se suicida. Alex no puede dejar de sentirse responsable de la desesperada decisión de Sharon.
Y en parte por ello, en parte por resolver los enigmas de aquella relación -la mayoría creados por la oscura personalidad de Sharon- el psicólogo se embarca en una investigación en la que el dinero, el azar de los genes y un pasado trágico configuran el escenario de una prolongada orgía de sexo, dominio y manipulación psicológica al servicio de los menos nobles impulsos del ser humano.

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Sonreí, traté de parecer inofensivo y le contesté:

– Hermoso. -Y miré a la casa. A la luz del día, la sensación de familiaridad se hacía más fuerte. Mi pedacito personal de ciudad fantasma. Estremecedor.

Ella confundió mi silenciosa contemplación con una sensación de disgusto, y se apresuró a decir:

– Desde dentro hay una vista fabulosa. Realmente es excepcional, una maravilla… creo que fue diseñada por uno de los estudiantes de Neutra.

– Interesante.

– Acaba de ser puesta a la venta, doctor. Ni siquiera hemos publicado aún anuncios… de hecho, ¿cómo lo supo usted?

– Siempre me ha gustado el Nichols Canyon -le contesté-. Y un amigo que vive aquí cerca me dijo que esta casa quedaba libre.

– ¡Oh! Perdone, pero… ¿en qué es usted doctor?

– Psicología.

– ¿Y se ha tomado el día libre?

– Medio día. No es muy frecuente que pueda hacerlo.

Miré el reloj y traté de parecer preocupado por la hora. Eso pareció tranquilizarla. Reapareció su sonrisa.

– Mi sobrina quiere ser psicóloga. Es una chica muy lista.

– Maravilloso. Que tenga suerte.

– ¡Oh!, yo creo que la suerte nos la hacemos nosotros, ¿no le parece, doctor?

Sacó llaves de su bolso y fuimos hacia la puerta delantera. Daba a un pequeño patio: unas pocas plantas en macetas, campanillas de cristal que el viento hacía tintinear y cuyo sonido yo recordaba, que colgaban sobre el dintel, silentes en aquel aire caliente y quieto.

Entramos y ella inició su charla de ventas, una perorata muy bien ensayada.

Yo hice ver que la escuchaba, asentí y dije «ya» o «claro» en los momentos adecuados, y me obligué a seguirla en lugar de ir yo por delante, pues conocía la casa mejor que ella.

El interior hedía a líquido limpiamoquetas y ambientador de pino. Todo deslumbrantemente limpio, expurgado de muerte y desorden. Pero a mí me parecía tristón y sobrecogedor, como un museo del terror.

La parte delantera de la casa era una única zona abierta, que reunía sala de estar, comedor, estudio y cocina. La cocina era un auténtico crimen decorativo: armarios color verde aguacate, sobre de las mesas en formica color coral, de bordes redondeados, y una repisa mesa de desayuno metida en un rincón. El mobiliario era de madera rubia, telas sintéticas en colores pastel y patas delgadas de hierro negro…, el tipo de cosas puestas de moda por la jet-set de postguerra que siempre parecen estar preparándose para despegar y salir volando. Las paredes, en yeso de superficie irregular y color marrón claro estaban decoradas con retratos de arlequines y serenos paisajes. Unas estanterías de libros seguían repletas de volúmenes de psicología. Los mismos.

Una habitación indiferente y apática, pero cuya falta de atractivos proyectaba el ojo hacia el este, hacia una pared de cristal tan transparente que parecía invisible. Paneles de cristalera, segmentados por una puerta corredera, también de cristal.

Al otro lado había una estrecha terraza, de suelo de terrazo, bordeada por una barandilla de hierro blanco; más allá de la barandilla algo que llenaba la vista… y la mente, un paisaje de cañones, picos, cielos azules, follaje estival.

– ¿No es una maravilla? -me dijo Mickey Mehrabian, extendiendo un brazo, como si el panorama fuese un cuadro que ella hubiera pintado.

– Realmente lo es.

Salimos a la terraza. Me sentí mareado, recordé una velada de baile, de guitarras brasileñas.

Tengo algo que enseñarte, Alex.

A finales de septiembre regresé a L.A., antes que ella volviese, con cuatro mil dólares más en mi haber, e infernalmente solitario. Se había marchado sin dejarme dirección ni teléfono, ni nos habíamos cruzado una simple postal. Debería haber estado irritado, pero ella era en lo único que podía pensar mientras conducía costa abajo.

Fui directamente a Curtis Hall. La encargada de su piso me dijo que se había dado de baja en el dormitorio, y no iba a regresar allí aquel semestre. No había dejado dirección alguna ni número de teléfono.

Me marché, irritado y mísero, seguro de haber tenido razón: su familia la había seducido para que volviese a la Buena Vida, rodeada por chicos ricos, nuevos juguetes. Nunca regresaría.

Mi apartamento me parecía más sórdido que nunca. Lo evité, pasando tanto tiempo como me era posible en el Hospital, en donde los retos de mi nuevo trabajo servían para distraerme. Tomé todo un grupo de casos de la lista de espera, y me presenté voluntario para el turno nocturno en la Sala de Emergencias. Al tercer día, ella apareció en mi oficina, con aspecto muy feliz, casi enfebrecida por la dicha.

Cerró la puerta, besos profundos y abrazos. Dijo alguna cosa acerca de haberme echado en falta, dejó que mis manos recorriesen sus curvas. Luego se apartó, ruborizada y riendo.

– ¿Está libre para la comida, doctor?

Me llevó al aparcamiento del Hospital, hasta un brillante descapotable: un Alfa Romeo Spider nuevo de trinca.

– ¿Te gusta?

– Claro, es estupendo.

Me tiró las llaves.

– Tú conduces.

Comimos en un restaurante italiano en Los Feliz escuchando óperas y tomando canolli de postre. De regreso al coche, me dijo:

– Tengo algo que enseñarte, Alex -y me dirigió hacia el oeste, hacia Nichols Canyon.

Mientras subía por el sendero hacia la casa gris de techo de piedrecitas, me dijo:

– ¿Qué le parece, doctor?

– ¿Quién vive aquí?

– Su segura servidora.

– ¿La has alquilado?

– ¡No! ¡Es mía! -Salió del coche y se fue a la puerta delantera.

Me sorprendió hallar la casa amueblada, y aún más con la anticuada decoración, estilo años cincuenta, del lugar. Vivíamos en unos tiempos en que lo orgánico era rey: tonos terrosos, velas de iluminación hechas a mano, y batiks. Así que todo ese aluminio y plástico, los colores planos y fríos, parecían superados, casi como de chiste.

Pero ella fue flotando por el interior, envuelta en su orgullo de propietaria, tocando y poniendo bien cosas, abriendo unas cortinas para dejar al descubierto una pared de cristal. La vista me hizo olvidar el aluminio.

Desde luego, aquello no era, ni por asomos, el chamizo de un estudiante. Pensé: es una mantenida…, alguien le ha puesto la casa. Alguien lo bastante mayor como para haber comprado muebles de los cincuenta.

¿Kruse? Ella nunca me había confirmado esa supuesta relación…

– Entonces… ¿qué piensa usted, doctor?

– Realmente impresionante. ¿Cómo te lo has montado?

Ella estaba en la cocina, sirviendo 7-Up en dos vasos. Hizo un mohín.

– La verdad es que no te gusta.

– No, no. ¡Es fantástica!

– Tu tono de voz me dice otra cosa, Alex.

– Sólo me estaba preguntando cómo te las apañas para tener todo esto. Financieramente hablando.

Hizo un gesto teatral y me contestó con una voz a lo Mata Hari:

– Tengo una doble vida.

– ¡Aja!

– ¡Oh, Alex, no seas aguafiestas! No me he acostado con nadie para conseguir esto.

Eso me estremeció, y le dije:

– No estaba implicando que lo hubieses hecho.

Su sonrisa era malévola.

– Pero si cruzó por tu mente, mi dulce Príncipe.

– ¡Jamás! -Miré a las montañas. El cielo era color agua de mar clara, sobre un horizonte de marrón rosado. Seguía la coordinación de colores de los cincuenta-. Nada ha cruzado por mi mente. Simplemente, es que no estaba preparado para esto. No te veo, ni sé nada de ti durante todo el verano y, ahora… esto.

Me dio el refresco, puso su cabeza en mi hombro.

– Es hermoso -le dije-. No tanto como tú, pero hermoso. Disfrútalo.

– Gracias, Alex. Eres tan maravilloso…

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