Jonathan Kellerman - Compañera Silenciosa

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Un día en una fiesta, el psicólogo infantil Alex Delaware se reencuentra con un viejo amor, Sharon Ransom. Ella solicita su ayuda, pero Alex, demasiado embebido en sus propios asuntos sentimentales, no le hace caso. Dos días más tarde, Sharon se suicida. Alex no puede dejar de sentirse responsable de la desesperada decisión de Sharon.
Y en parte por ello, en parte por resolver los enigmas de aquella relación -la mayoría creados por la oscura personalidad de Sharon- el psicólogo se embarca en una investigación en la que el dinero, el azar de los genes y un pasado trágico configuran el escenario de una prolongada orgía de sexo, dominio y manipulación psicológica al servicio de los menos nobles impulsos del ser humano.

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Cuando Milo se había quejado, Trapp había insistido en que, simplemente, estaba utilizando el conocimiento especializado de Milo en «la cultura de los desviados». La segunda queja originó una mala notación, por insubordinación, en su expediente.

El seguir con la queja hubiera representado presentarse ante consejos de revisión y contratar a un abogado… y la Asociación Benéfica de la Policía no era muy probable que le ayudase en un caso como el suyo. Y también hubiese causado una incesante atención de la prensa, que habría convertido a Milo en el Policía Paladín de los Gays. Y eso era algo para lo que él no estaba preparado… probablemente nunca lo estaría. Así que seguía remando en la mierda, trabajando de modo compulsivo y volviendo a caer en la bebida.

El Porsche desapareció sendero abajo, pero aún podía escuchar su motor pulsando en punto muerto. Luego el chirrido de una puerta de coche, pisadas de suela blanda, el chirrido de la puerta de la propiedad. Finalmente, Trapp se marchó… tan silenciosamente que supe que seguía conduciendo en punto muerto.

Esperé unos, minutos y salí de entre el follaje, pensando en lo que había visto.

¿Un capitán comprobando un suicidio rutinario? ¿Un capitán del Oeste de Los Ángeles metiéndose en un suicidio de la División de Hollywood? Aquello no tenía ningún sentido.

¿O era la visita algo personal? El uso del Porsche en lugar de un coche de la Policía sin distintivos parecía indicarlo.

¿Trapp y Sharon relacionados? Era demasiado ridículo, si quiera para pensarlo.

Demasiado lógico para descartarlo.

Reanudé mi caminata, subí hasta la casa, y traté de no pensar en ello.

Nada había cambiado: las mismas altas extensiones de hiedra. Tan altas que englobaban el edificio. La misma superficie circular de cemento, en lugar de césped. En el centro de la superficie, un parterre circular alzado, limitado por rocas de lava y albergando un par de enormes palmeras cocoteras.

Más allá de las palmeras una casa baja, de una sola planta: estucada en gris, la parte delantera sin ventanas y plana, escudada por una fachada de tiras verticales de madera, y marcada con el número de la calle, de gran tamaño. El techo casi era plano y estaba cubierto de piedrecitas blancas. A un lado había un garaje, separado. No había coche ni signos de que hubiera nadie en la casa.

A primera vista, era una casa fea. Una de esas edificaciones «modernas», que se habían extendido por Los Ángeles de postguerra, y que han soportado mal el paso del tiempo. Pero yo sabía que, dentro, había belleza. Una piscina de formas irregulares, acabada en un abismo, que se pegaba al lado norte de la casa y daba la ilusión de fundirse con el espacio. Paredes de cristal que permitían una ininterrumpida visión del cañón que quitaba el aliento.

La casa me había causado una gran impresión, aunque no me había dado cuenta de ello hasta años más tarde, cuando llegó el momento de comprarme una casa propia y me encontré decantándome por una ecología similar: remota en lo alto de una colina, cristal y madera, la fusión de lo interior y lo exterior y la impermanencia geológica que caracterizan el vivir en los cañones de Los Ángeles.

La puerta delantera no era muy visible: simplemente otra sección en la fachada de tiras. Probé de abrirla. Estaba cerrada. Miré de nuevo en derredor y me fijé en algo que era diferente: un cartel atado al tronco de una de las palmeras.

Me acerqué a contemplarlo mejor y forcé la vista: había justo la suficiente luz de las estrellas como para poder diferenciar las letras:

EN VENTA

Lo había puesto una compañía inmobiliaria con una oficina en North Vermont, en el distrito de Los Feliz. Debajo había otro cartel, más pequeño. El nombre y el número de teléfono de la persona encargada de la venta: Mickey Mehrabian.

La habían sacado al mercado sin esperar ni a que se enfriase el cadáver.

Aunque se tratase de una investigación rutinaria de caso de suicidio, aquello tenía que ser la legalización de un testamento más rápida de toda la historia de California.

A menos que la casa no le hubiese pertenecido. Pero ella me había dicho que sí era suya.

Me había dicho muchas cosas.

Memoricé el número de Mickey Mehrabian. Y, cuando estuve de vuelta en el Seville, lo anoté.

8

A la mañana siguiente, llamé a la oficina inmobiliaria. Mickey Mehrabian resultó ser una mujer con una voz a lo Lauren Bacall, con algo de acento extranjero. Concerté con ella una cita, para ver la casa a las once, y pasé la siguiente hora pensando en la primera vez que la había visto.

Tengo algo que enseñarte, Alex.

Sorpresa, sorpresa. Ella estaba llena de sorpresas.

Yo esperaba que estuviera rodeada de pretendientes; pero siempre estaba disponible cuando la llamaba para salir, incluso casi sin previo aviso. Y jamás se quejaba cuando la crisis de un paciente me obligaba a romper una cita. Nunca me empujó ni me presionó para lograr de mi un compromiso de ningún tipo…, era el ser humano menos exigente que jamás hubiera conocido.

Hacíamos el amor en casi cada ocasión en que nos veíamos, a pesar de que nunca pasábamos la noche juntos.

Al principio me rogó que no fuésemos a mi casa, deseaba hacerlo en el asiento de atrás del coche. Cuando llevábamos ya varios meses saliendo, moderó su intransigencia, pero incluso cuando compartía mi cama, la trataba como si fuera el asiento trasero del coche… no acabando nunca de desnudarse del todo, jamás quedándose dormida. En una ocasión, tras despertarme varias veces de mi propia somnolencia postcoital y hallarla sentada al borde de la cama, totalmente vestida y tirándose de la oreja, le pregunté qué era lo que la preocupaba.

– Nada. Simplemente, es que soy muy inquieta…, siempre lo he sido. Tengo problemas para dormir en otro sitio que no sea mi propia cama. ¿Te molesta?

– No, naturalmente que no. ¿Hay algo que yo pueda hacer?

– Llévame a casa. Cuando te venga bien.

Me adapté a sus necesidades: follar y escapar. Eso le quitó algunos flecos a mi placer, pero quedaba aún el suficiente como para que siguiese volviendo a por más.

Su placer… La falta del mismo, era algo que no cesaba de roerme la mente. Llevaba a cabo todos los gestos propios del apasionamiento, moviéndose con energía… una energía que yo estaba seguro que no era erótica; pero nunca se corría.

No era que no respondiese a los estímulos: se mojaba con facilidad, siempre estaba dispuesta. Parecía disfrutar con el acto; pero el clímax no formaba parte de su repertorio. Cuando yo había acabado, ella también… habiéndome dado algo de ella misma, pero no la totalidad.

Yo sabía perfectamente bien que esto no era lo correcto, pero su dulzura y belleza…, la emoción de poseer a la hermosa que, de eso estaba seguro, todo el mundo deseaba…, eso me mantenía. Seguro, era una fantasía de adolescente, pero una parte de mí no estaba tan lejos de la adolescencia.

Su brazo rodeando mi cintura ya era suficiente para ponérmela dura. El pensar en ella daba paso a ensoñaciones diurnas que llenaban mis sentidos. Dejé de lado mis dudas.

Pero, al cabo, la situación empezó a carcomerme demasiado: yo deseaba dar tanto como estaba recibiendo, porque realmente sentía algo por ella.

Y, naturalmente, por encima de todo eso mi ego masculino estaba pidiendo a gritos ser reconfirmado. ¿Acaso iba demasiado rápido? Trabajé en aumentar mi resistencia. Ella me cabalgaba, incansable, como si estuviésemos llevando a cabo algún tipo de competición atlética. Traté de ser dulce, pero eso no me condujo a parte alguna; así que cambié e hice el papel de cavernícola. Experimenté con las posiciones, la toqué como si fuese una guitarra, la trabajé arriba y abajo hasta que estuve empapado en sudor y me dolió todo el cuerpo, la cubrí con ciega devoción.

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