Nada de ello tuvo efecto.
Recordé las inhibiciones sexuales que había mostrado en la clase práctica. El caso que la había tenido desconcertada: la ruptura de comunicaciones. El doctor Kruse dice que tenemos que enfrentarnos a nuestros propios sistemas defensivos antes de que podamos ayudar a otros.
El ataque contra sus defensas la había llevado hasta las lágrimas. Luché por hallar un modo en que comunicarme sin hacerla pedazos. Compuse y descarté mentalmente diversas peroratas antes de lograr, finalmente, un monólogo que me parecía mínimamente dañino.
Elegí soltárselo mientras yacíamos derrengados en la parte trasera del Rambler, aún conectados, con mi cabeza en su pecho cubierto por el suéter, sus manos acariciándome el cabello. Ella no dejó de acariciarme mientras me escuchaba, luego me besó y me dijo:
– No te preocupes por mí, Alex. Estoy bien.
– Quiero que tú también lo disfrutes.
– Oh, lo hago, Alex. ¡Me encanta!
Comenzó a mover sus caderas, haciéndomela poner tiesa, luego enlazándome con sus brazos, mientras yo seguía creciendo dentro de ella. Forzó mi cabeza hacia abajo, tapó mi boca con la suya, apretando la presión de su pelvis y sus brazos, haciéndose cargo de la situación, aprisionándome. Arqueándose y tragando, girando y soltando, aumentando el ritmo, hasta que me exprimió el placer en largas y convulsas oleadas. Grité, gloriosamente inerme, notando cómo mi espina dorsal se hacía pedazos, cómo se me descoyuntaban las articulaciones. Cuando me quedé quieto, de nuevo empezó a acariciarme el cabello.
Aún seguía erecto y empecé a moverme de nuevo. Ella se escapó de debajo, se alisó la falda, sacó un estuche de maquillaje y empezó a arreglarse la cara.
– Sharon…
Colocó un dedo sobre mis labios.
– Eres tan bueno conmigo -me dijo-. ¡Maravilloso!
Cerré los ojos, me dejé flotar por unos instantes. Cuando los volví a abrir, ella estaba mirando a la lejanía, como si yo no estuviese allí.
Desde esa noche, yo abandoné la idea de un amor perfecto y me dediqué, avaramente, a recibir sin dar. Ella recompensó mi aceptación con devoción y sometimiento, a pesar de que era yo el que estaba siendo moldeado.
El terapeuta que había en mí sabía que yo estaba equivocado. Pero empleé la racionalización de ese terapeuta para acallar mis dudas.
No servía de nada empujarla, ella cambiaría cuando estuviese preparada para el cambio.
Llegó el verano y se acabó mi empleo. Sharon había completado su primer año con las mejores notas en todos los exámenes. Yo había pasado mi examen de licenciatura y tenía una oferta de trabajo en la Western Pediatric, para cuando llegase el otoño. Era hora de celebraciones, pero no iba a tener sueldo alguno hasta el otoño. El tono empleado en las cartas de mis acreedores se había tornado amenazador. De modo que, cuando me llegó la oportunidad de ganar algo de dinero, me agarré a ella como a un clavo ardiendo: una actuación de ocho semanas en una banda de baile, allá en San Francisco, tocando en tres actuaciones por noche, seis noches por semana en el Mark Hopkins. Cuatro de los grandes, más comida y alojamiento en un Motel de la Lombard Street.
Le pedí que se viniera al norte conmigo, le describí visiones de desayunos en Sausalito, buenas funciones de teatro, el Palacio de las Bellas Artes, una excursión a pie al Monte Tamalpais.
– Me encantaría -me contestó ella-, pero tengo cosas de las que ocuparme.
– ¿Qué tipo de cosas?
– Asuntos familiares.
– ¿Problemas en casa?
Me contestó muy rápidamente:
– ¡Oh, no! Lo habitual…
– Eso no me explica nada -le dije-. No sé lo que es lo habitual, porque nunca me hablas de tu familia.
Un suave beso, un encogerse de hombros.
– Es una familia como cualquier otra.
– Déjame imaginarlo: quieren devolverte a la civilización, para poder arreglar tu boda con uno de los buenos partidos locales.
Ella se echó a reír, me volvió a besar.
– ¿Con un buen partido? Lo dudo.
Le puse el brazo alrededor de la cintura, le di un beso.
– Oh, sí… ya puedo verlo: dentro de unas semanas cogeré el periódico y veré tu foto en las páginas de sociedad, y dirá que te has comprometido con uno de esos tipos que tienen apellidos compuestos y hacen carrera como banqueros inversionistas.
Eso la hizo lanzar una risita.
– No creo que pase eso, cariño.
– ¿Y por qué no?
– Porque mi corazón te pertenece.
Tomé su rostro en mis manos, la miré a los ojos.
– ¿De veras, Sharon?
– Naturalmente, Alex. ¿Qué crees?
– Creo que, después de todo este tiempo, no te conozco muy bien.
– Me conoces mejor que nadie.
– Y eso sigue siendo poco.
Ella se tironeó la oreja.
– Realmente, eres lo que más me interesa, Alex.
– Entonces, vente a vivir conmigo cuando regresemos -le dije-. Me haré con un sitio mejor, mayor.
Ella me besó, tan intensamente, que me creí que aceptaba. Luego se apartó y me dijo:
– No es tan simple.
– ¿Por qué no?
– Porque las cosas son… más complicadas. Por favor, no hablemos de esto ahora.
– De acuerdo -le dije-. Pero considéralo.
Ella me lamió la parte de debajo de la barbilla, y añadió:
– Ñam. Considera tú esto.
Empezamos a morrearnos. La apreté contra mí, me hundí en su cabello, en su carne. Era como bucear en una tina de nata dulce.
Le desabroché la blusa, y le dije:
– De veras que voy a echarte en falta. Ya te echo ahora mismo.
– ¡Qué bonito es lo que dices! -afirmó-. Nos lo pasaremos bien en septiembre.
Entonces, comenzó a bajarme la cremallera de la bragueta.
A las diez cuarenta, fui en busca de la vendedora de fincas. El suave verano había empezado, finalmente, a marchitarse, dejando paso a temperaturas más altas y a un aire que olía como salido de un horno. Pero Nichols Canyon aún tenía un aspecto fresco: bañado por el sol, lleno de sonidos campestres. Era difícil pensar que Hollywood, con los sempiternos buscadores de dinero y los cazadores de famosos, se hallase a pocos metros de distancia.
Cuando llegué a la casa, la puerta de malla metálica estaba abierta. Subiendo con el Seville hasta la casa, lo aparqué junto a un gran Fleetwood Brougham, color borgoña, con tapacubos de alambres, una antena de teléfono en la parte de atrás y una matrícula que indicaba SELHOUS, una contracción de «vendo casas».
Una morena alta salió del coche. A mediados de los cuarenta, con el cuerpo firme por la práctica del aeróbic, y de buen tipo en sus tejanos descoloridos con ácido, botas de tacón alto, y una especie de blusa de escote cuadrado, en ante negro, decorada con lentejuelas. Llevaba un bolso de piel de serpiente y se adornaba con bisutería de diseño: piezas grandes de cristal y ónice y unas gafas de sol hexagonales, de cristales teñidos en azul.
– ¿Doctor? Soy Mickey -una amplia sonrisa se extendió automáticamente bajo las gafas de sol.
– Alex Delaware.
– ¿Doctor Delaware?
– Sí.
Se subió las gafas hasta la frente, estudió la capa de suciedad que cubría mi Seville, luego mis ropas…, pana vieja, camisa de trabajo desteñida, sandalias.
Estaba haciéndome mentalmente un informe a lo Dun and Bradstreet: Dice que es un doctor, pero esta ciudad está llena de artistas del timo. Conduce un Caddy, pero de hace ocho años. ¿Otro que quiere vivir mejor de lo que puede? ¿O alguien que tuvo y no retuvo?
– Hermoso día -dijo, con una mano en la manija de la puerta, aún escrutándome, aún desconfiada. El encontrarse con desconocidos en lo alto de las colinas debía ser algo intranquilizante para una mujer.
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