Asentí con la cabeza.
– Parece como si hubieras estado recapacitando sobre muchas cosas -me dijo.
– Simplemente, afinando el piano… Milo, aprecio el que te preocupes por mí, aprecio todas las cosas que has hecho por mí. Pero en este momento me iría muy bien el estar a solas.
– Ajá, claro -dijo él.
– Nos vemos.
Se fue sin más palabras.
Robin vino a casa al día siguiente, llevando un vestido que no había visto antes.
– No estás contento de verme -me dijo.
– Lo estoy, pero es que me has cogido por sorpresa.
Llevé su maleta a la sala de estar.
– De todos modos pensaba volver por aquí. -Pasó su brazo por dentro del mío-. Te he echado a faltar y la noche pasada sentía verdaderas ganas de hablar contigo, así que te llamé. La operadora del servicio me dijo que te habías marchado sin decirle a nadie a dónde ibas o por cuánto tiempo. Me dijo que sonabas diferente, cansado e irritado… «soltando tacos como un camionero». Así que me sentí preocupada.
– Es tu obra de caridad -le dije, dando un paso atrás.
Me miró como si fuera la primera vez.
– Lo siento -le dije-, pero justo en este momento no voy a ser el hombre que tú deseas.
– Lo he llevado demasiado lejos -dijo ella.
– No. Es simplemente que he tenido que pensar mucho. Eso era algo que hace tiempo que debería haber hecho.
Parpadeó con fuerza, sus ojos se humedecieron, y se apartó de mí.
– ¡Mierda!
– Parte de ello tiene que ver contigo; mucho de ello no. Sé que quieres ocuparte de mí…, sé que eso es importante para ti. Pero en este momento no estoy dispuesto para esto, no lo puedo aceptar en un modo en que vaya a darte lo que tú deseas.
Se derrumbó, quedándose sentada en el sofá.
Me senté frente a ella y le dije:
– No te está hablando la ira; bueno, puede que una parte sí lo sea, pero las cosas no son así de simples. Hay algunas cosas que debo resolver yo solo. Tiempo que debo tomarme.
Parpadeó un poco más, esbozó una sonrisa que se veía tan dolorida, que podría haberle sido cortada en su piel.
– ¿Y quién soy yo para poder quejarme de esto?
– No -le dije-, esto no va de venganzas. No hay nada de que vengarse: en definitiva, me hiciste un favor.
– Me alegra serte de servicio -dijo. Las lágrimas comenzaron a correr, pero las reprimió-. No, no voy a hacer esto… tú te mereces algo mejor. No cometas el crimen si no puedes aceptar el castigo, ¿correcto?
Extendí mi mano. Ella agitó la cabeza y se mordió el labio.
– Hubo otro hombre -me dijo-. Nada serio… era un viejo ligue de cuando estudiábamos juntos. Corté con él en seco, pero estuvo tan a punto… Aun así, sentí que te había traicionado.
– También yo te he traicionado a ti.
Lanzó un débil gemido y cerró los ojos.
– ¿Quién?
– Un viejo ligue de la Universidad.
– Ella… Estáis aún…
– No, no es nada así. Nunca fue nada así. Ella capturó mi cabeza, no mi polla. Ahora, ha desaparecido para siempre. Pero me cambió.
Caminó hasta el extremo de la habitación, cruzó los brazos sobre sus pechos y permaneció callada un rato. Y, luego:
– ¿Qué es lo que va a pasar con nosotros, Alex?
– No lo sé. Sería bonito un final feliz, pero tengo mucho camino que recorrer antes de que vaya a poder serte de mucha utilidad… o serlo para nadie.
– Me gusta del modo en que eres.
– También me gustas tú -lo dije de un modo tan automático, que nos hizo reír a los dos.
Me miró a la cara. Yo extendí la mano. Volvió hacia mí, me miró hacia arriba. Nos tocamos, nos unimos, comenzamos a desnudarnos el uno al otro sin decir palabra, caíamos hacia atrás, al sofá, e hicimos allí mismo el amor. Sexo. Hecho competentemente: una unión sin costuras, nacida de la práctica y el ritual, tan sin costuras que bordeaba lo incestuoso.
Cuando hubo acabado, ella se sentó y me dijo:
– No va a ser tan sencillo, ¿verdad?
Negué con la cabeza.
– Nada que valga la pena es sencillo.
Se despegó de mí, se alzó, se quedó en pie ante el gran ventanal. Iluminada por detrás, desnuda, con sus rizos cayéndole por la espalda como un racimo de uvas.
– La tienda debe estar hecha todo un lío -me dijo-. Mensajes pasados por debajo de la puerta, todos esos pedidos retrasados.
– Adelante -le dije-. Haz lo que debas hacer.
Se volvió, corrió de vuelta hacia el sofá, se tendió encima de mí, me lloró en el pecho. Nos quedamos juntos, mejilla contra mejilla, antes de que la inquietud se apoderase de nosotros, antes de que siguiésemos nuestros caminos separados.
Sharon, Kruse, el Ratonero, incluso Larry. Bastantes problemas entre ambos como para llenar un libro.
Solo de nuevo, pensé en los míos, en todo el trabajo inacabado. Me enfrenté a ello tomando el camino más fácil: hallé un número en mi archivo y lo marqué.
Al cuarto timbrazo: -¿Aló?
– ¿La señora Burkhalter? ¿Denise? Soy el doctor Delaware.
– ¡Oh! Hola.
– Si es un mal momento…
– No, no, es… estoy… es curioso, justamente estaba pensando en usted. Darren aún está, esto… llorando mucho.
– Cabía esperarlo.
– En realidad -prosiguió-, está llorando más. Muchísimo. Desde aquella última vez que usted lo visitó. Y ni duerme ni come como debiera.
– ¿Ha cambiado algo desde la última vez que le vi?
– Sólo el dinero… Aunque aún no puedo apreciarlo. Quiero decir que el señor Worthy dice que puede tardar meses en llegar. Mientras, aún seguimos recibiendo cartas del banco, y la compañía de seguros de mi marido todavía sigue sin mover su maldito… Pero, ¿por qué le cuento esto? No es esto lo que usted quiere oír.
– Quiero oír cualquier cosa que usted quiera contarme.
Pausa.
– Lo siento mucho. La manera en que le hablé la última vez.
– No se preocupe, había pasado usted por demasiadas cosas…
– ¡Y que lo diga! Desde el primer día… -su voz se quebró-. Hablo y no paro de otras cosas y por lo que realmente estoy rota es por mi niño… que llora y grita y me pega, y no quiere conocerme como antes. Y, mientras, toda esta espera. Nunca hay nadie. No sé qué hacer, no comprendo el porqué está sucediendo todo esto.
Otra pausa, ésta mía. Terapéutica.
Se sorbió las narices durante toda ella.
– Lo siento, Denise -le dije-. Me gustaría poder quitarle todo ese dolor.
– Cójalo, métalo en una bolsa de la basura y tírelo por una cloaca -me pidió-. Coja el dolor de todo el mundo.
– ¿No sería una gran cosa?
– Eso. -Una risita-. ¿Qué debo de hacer, doctor? Con Darren.
– ¿Ha estado jugando… del modo en que jugaba en mi oficina?
– Eso es lo que deseo decirle -me contestó-, que no quiere. Le doy los coches y le digo lo que tiene que hacer, pero se limita a mirarlos y se echa a aullar.
– Si quisiera traérmelo, me encantaría visitarlo -le dije-. O, si es demasiado conducir, podría darle la dirección de alguien más cercano.
– No, no, todo eso era… No es tan lejos. Además, ¿qué otra cosa tengo que hacer durante todo el día? Puedo conducir.
– Entonces, no dude en venir -le dije-. Podría verla mañana, a primera hora.
– Ajá, eso sería maravilloso.
Concertamos una cita.
– Es usted un buen hombre -me dijo-. Realmente sabe cómo ayudar a una persona.
Esto me dio los bastantes ánimos como para hacer la segunda llamada.
Las doce menos cinco, la pausa para comer.
– Doctora Small.
– Hola, Ada, soy Alex. ¿Comiendo en la oficina?
– Queso fresco y frutas -me dijo-, hay que combatir a la tripita. Escucha, me alegra que me hayas llamado. Traté de hablar con Carmen Seeber, pero su número ha sido desconectado y no hay información de otro nuevo.
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