Jonathan Kellerman - Compañera Silenciosa

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Un día en una fiesta, el psicólogo infantil Alex Delaware se reencuentra con un viejo amor, Sharon Ransom. Ella solicita su ayuda, pero Alex, demasiado embebido en sus propios asuntos sentimentales, no le hace caso. Dos días más tarde, Sharon se suicida. Alex no puede dejar de sentirse responsable de la desesperada decisión de Sharon.
Y en parte por ello, en parte por resolver los enigmas de aquella relación -la mayoría creados por la oscura personalidad de Sharon- el psicólogo se embarca en una investigación en la que el dinero, el azar de los genes y un pasado trágico configuran el escenario de una prolongada orgía de sexo, dominio y manipulación psicológica al servicio de los menos nobles impulsos del ser humano.

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– Sería bonito que se hiciese justicia.

– ¿Alguna sugerencia para mejorar la justicia que ya se ha hecho en este caso?

No tuve nada que decir.

– Bueno -insistió-, entonces, ¿hay algo que pueda hacer por usted?

– De hecho, podría hacerme un pequeño favor. Un arreglillo.

Cuando le dije lo que era y cómo quería exactamente que lo hiciese, se echó a reír tan fuerte, que cayó en un ataque de tos que lo dobló en dos. Sacó el pañuelo y se secó la boca, escupió, y se rió un poco más. Cuando apartó el pañuelo, el lino estaba sucio con algo oscuro.

Trató de hablar. No surgió nada. Los hombres de oscuro se miraron el uno al otro.

Finalmente halló de nuevo su voz.

– ¡Excelente, doctor! -me dijo-. ¡Somos grandes mentes, moviéndose en la misma dirección! ¡Y, ahora, juguemos esa mano!

37

Me dejaron en el borde del campus. Tras quitarme el vendaje de los ojos, fui hasta mi casa a pie. Una vez dentro, descubrí que no soportaba estar allí, así que eché algunas cosas dentro de una bolsa, y llamé al servicio del contestador telefónico, para decirles que iba a estar ausente un par de días, que tomasen nota de las llamadas.

– ¿Algún número al que llamarle, doctor?

No teniendo pacientes en activo, ni emergencias pendientes, contesté:

– No, ya llamaré yo.

– Unas auténticas vacaciones, ¿eh?

– Algo así. Buenas noches.

– ¿No quiere que le dé los mensajes que ya tiene en su casillero?

– Realmente no.

– Va-le… pero hay ese tipo que me está volviendo loca. Ya ha llamado tres veces y se puso bastante grosero cuando no le quise dar su número privado.

– ¿Cómo se llama?

– Sanford Moretti. Parece ser un abogado… dice que quiere que trabaje usted en un caso para él, o algo así. Insistió en convencerme, una y otra vez, de que seguro que usted tenía mucho interés en oír lo que le tiene que decir.

Mi respuesta la hizo reír.

– ¡Doctor Delaware! ¡No sabía que emplease usted ese tipo de lenguaje!

Me metí en el coche y me marché, encontrándome en dirección al oeste y acabando en la Ocean Avenue, pasado Pico. No muy lejos del Muelle de Santa Mónica, que estaba cerrado por la noche y oscurecido hasta no ser más que una amontonada masa de techos, sobre un tejadillo de pilares arqueados. No muy lejos del (poco exigente) Pacífico. La brisa del mar había desaparecido y el océano olía a basurero. La calle albergaba bares de los que sirven cerveza y un trago de alcohol, con nombres polinesios y moteles de los de «por días-semanas-meses», que, naturalmente, no estaban recomendados por el Club del Automóvil.

Me registré en un lugar llamado Blue Dreams (Sueños azules): doce puertas marrones, manchadas por la sal, dispuestas en derredor de un aparcamiento que necesitaba urgentemente que le arreglasen la superficie, con los tubos de neón del signo luminoso que indicaba HAY HABITACIONES rotos o agotados de gas. Un tipo de cara pastosa, que se tenía por un ángel del infierno y llevaba un pendiente que era un crucifijo, se hallaba en el mostrador de la entrada, y me hizo el favor de tomar mi dinero, mientras demostraba su enamoramiento por un filete de pescado rebozado y miraba, todo al mismo tiempo, un anuncio de la California Raisins en la tele. En el pequeño vestíbulo, cuyas paredes casi podía tocar uno con los hombros, había una máquina expendedora de dulces y otra de condones, lado por lado; así como otro aparato suministrador de peines de bolsillo, y un póster con las reflexiones contenidas en el Código Penal de California respecto a los robos y los fraudes al propietario de un hotel.

Tomé una habitación en el lado sur, pagando una semana por adelantado. Tres por tres metros, olor a insecticida (allí no habría tábanos), una única y estrecha ventana de cristales cubiertos por una película de suciedad, que mostraba un trozo de pared de ladrillos que tenían un color malva por la luz reflejada de la calle, mobiliario desparejo de madera barata, una estrecha cama bajo un cobertor que ya estaba totalmente descolorido por tantas lavadas, y una televisión de monedas atornillada al suelo. Un cuarto de dólar metido en la ranura de pago me ofreció una hora de sonido siseante y colores de piel amarillentos. Había tres monedas de cuarto en mi bolsillo, de modo que tiré dos por la ventana.

Yací en la cama, dejé que la tele se apagase por sí sola y escuché los sonidos: resonancias de los bajos que salían del tocadiscos del bar del edificio vecino, tan fuertes que parecía como si estuvieran tirando algo contra la pared al ritmo de dos por cuatro, irritadas risas y truncadas charlas callejeras en inglés, español y una docena de idiomas no identificables, risas enlatadas de la televisión de la habitación de al lado, vaciados de la cisterna del retrete, siseos de grifos de lavabo, crujidos de movimientos del edificio, portazos de puertas, bocinas de coches, un grupo de secos estallidos que podían haber sido disparos de arma de fuego o petardeo de un tubo de escape o incluso un par de manos aplaudiendo. Y, como fondo de todo, el zumbido Doppler de la autopista.

Una sinfonía ciudadana. Al cabo de unos momentos de oírla era como si me hubiesen quitado doce años.

La habitación era una sauna. Me quedé dentro de ella durante tres días, subsistiendo a base de pizzas y colas de un lugar que prometía servirlas respectivamente calientes y frías, y que mentía en ambos casos. Y, sobre todo, estuve haciendo lo que había evitado hacer desde hacía tanto tiempo. Lo que había dejado de lado, a base de buscar las inadecuaciones de los demás, lanzando abrigos sobre las manchas de barro. Introspección. Una palabra tan prístina para el rebuscar con una cuchara en las profundidades de la fuente del alma. Con una cuchara de bordes muy afilados y mellados.

Durante tres días pasé por todo ello: ira, lágrimas, una tensión tan visceral que me castañeteaban los dientes y mis músculos amenazaban con entrar en tetania. Una soledad que, de muy buena gana, hubiera anestesiado con dolor.

Al cuarto día me noté desfondado y plácido, y estuve orgulloso de no confundir eso con una curación. Aquella tarde abandoné el motel para acudir a mi cita: una carrera, calle abajo hasta la máquina vendedora de periódicos situada en la acera. El cuarto de dólar que me quedaba cayó por la ranura y la edición vespertina fue mía; me la llevé agarrada muy fuerte bajo el brazo, como si fuera pornografía.

Estaba en la parte de abajo de la página uno, fotografía incluida.

DIMITE CAPITÁN DE LA POLICÍA,

ACUSADO DE ABUSOS SEXUALES

por Maura Bannon,

Periodista de redacción

Un Capitán del Departamento de Policía de Los Ángeles, acusado de tener relaciones sexuales con varias Scouts de la Policía, menores de edad, dimitió hoy, después de que un Tribunal Disciplinario de la Policía recomendase su expulsión del Cuerpo.

Los tres miembros del Tribunal. Disciplinario tomaron la decisión de que Cyril Leon Trapp, de cuarenta y cinco años de edad, fuera apartado de inmediato del servicio y recomendaron la pérdida automática de todos los privilegios, prebendas y pensiones otorgadas al citado Capitán por el D.P.L.A. Amparándose en lo que, tanto el abogado de Trapp como un portavoz del Departamento, calificaron como un acuerdo negociado, Trapp aceptó ser fichado como agresor sexual, declinar cualquier apelación a la decisión del Tribunal, firmar un documento comprometiéndose a nunca más trabajar en el mantenimiento de la Ley, y pagar «una compensación financiera considerable, incluyendo las minutas totales de tratamiento médico y psiquiátrico» a sus víctimas, que se sospecha rondan por la docena. A cambio de esto, no se presentarán cargos criminales contra él, una alternativa que, teóricamente, podría haber incluido acusaciones por violación, uso de narcóticos, abusos sexuales de menores y múltiples cargos de menor cuantía.

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