Jonathan Kellerman - Compañera Silenciosa

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Un día en una fiesta, el psicólogo infantil Alex Delaware se reencuentra con un viejo amor, Sharon Ransom. Ella solicita su ayuda, pero Alex, demasiado embebido en sus propios asuntos sentimentales, no le hace caso. Dos días más tarde, Sharon se suicida. Alex no puede dejar de sentirse responsable de la desesperada decisión de Sharon.
Y en parte por ello, en parte por resolver los enigmas de aquella relación -la mayoría creados por la oscura personalidad de Sharon- el psicólogo se embarca en una investigación en la que el dinero, el azar de los genes y un pasado trágico configuran el escenario de una prolongada orgía de sexo, dominio y manipulación psicológica al servicio de los menos nobles impulsos del ser humano.

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Hope Blalock estaba sentada en un diván de mimbre. A su alcance se hallaba un bar con ruedas que contenía un surtido de botellas de cristal tallado y un mezclador de cristal biselado opaco.

Ella no parecía tan robusta como sus plantas, y vestía un traje de seda negra y zapatos del mismo color, y no usaba maquillaje ni joyas. Se había recogido el cabello hacia atrás en un moño castaño que relucía como madera pulimentada; que se retocaba de un modo inconsciente, mientras permanecía sentada al borde mismo del diván, apenas si descansando su posterior en la tela, como si estuviera desafiando a la fuerza de la gravedad.

Ignoró mi llegada y continuó mirando al exterior, a través de una de las paredes de cristal. Con los tobillos cruzados, una mano sobre el regazo, la otra aferrando una copa de cóctel, medio llena con algo claro en lo que flotaba una oliva.

– Señora -dijo el mayordomo.

– Gracias, Ramey.

Su voz era gutural, teñida de bronce. Hizo un gesto para despedir al mayordomo, otro para ordenarme a mí que me sentase en una silla.

Me senté frente a ella. Mantuvo mi mirada. El color de su piel era el de los espaguetis demasiado cocidos, y por encima de la misma era posible ver una redecilla de finas arrugas. Sus ojos aguamarina podrían haber sido hermosos, si no fuera por las escasas pestañas y las profundas ojeras grises que los hacían sobresalir como gemas montadas en plata sucia. Unas líneas de preocupación tiraban de las comisuras de sus labios. Un halo de vello postmenopáusico rodeaba su rostro no empolvado.

Miré su copa.

– ¿Martini?

– ¿Quiere un poco, doctor?

– Gracias.

Respuesta equivocada. Ella frunció el ceño, puso un dedo sobre el mezclador e hizo una marca en el vaho.

– Son martinis de vodka -me advirtió.

– Me vale, gracias.

La bebida era fuerte y muy seca, e hizo que me doliese la parte de arriba del paladar. Esperó a que yo hubiese tragado, antes de dar ella un sorbo, pero el que dio fue realmente largo.

– Bonito solárium -le dije-. ¿Los tiene en todas sus casas?

– ¿Qué clase de doctor es usted?

– Psicólogo.

Fue como si hubiese dicho brujo hechicero.

– Naturalmente. ¿Y qué puedo hacer por usted?

– Quiero que me confirme algunas teorías que tengo acerca de la historia de su familia.

La piel en torno a sus labios se tornó blanca.

– ¿La historia de mi familia? ¿Y qué le importa eso a usted?

– Acabo de volver de Willow Glen.

Dejó la copa. La inseguridad de su mano la hizo tintinear contra el cristal de la mesa.

– Willow Glen -dijo-. Creo que antes teníamos tierras por allí, pero ya no las tenemos. No logro ver…

– Mientras estaba por allí me topé con Shirlee y Jasper Ransom.

Sus ojos se agrandaron, se cerraron muy apretados y luego se volvieron a abrir. Parpadeó con fuerza, exageradamente, como si con eso esperase hacerme desaparecer.

– Estoy segura de no saber de qué me está hablando.

– Entonces, ¿por qué ha aceptado verme?

– Es el menor de los males. Menciona usted a mi hija, pronuncia vagas amenazas de irse a la prensa. La gente de nuestra alcurnia siempre está sujeta al hostigamiento del populacho. Es bueno, por consiguiente, el conocer qué tipo de rumores sin fundamento se hacen circular.

– ¿Sin fundamento? -inquirí.

– Y vulgares.

Me recosté hacia atrás, crucé las piernas y di un sorbo.

– Debe de haber sido duro para usted -le dije-. Cubriéndola todos estos años. En Palm Beach. En Roma. Aquí.

Sus labios formaron una O. Comenzó a decir algo, agitó la cabeza, me favoreció con otro gesto de la mano, y me lanzó una mirada que indicaba que yo era algo que la criada se había olvidado de barrer.

– Psicólogos. Los conservadores de secretos. -Una risa teñida de bronce-. ¿Cuánto quiere usted, doctor?

– No estoy interesado en su dinero.

Una risa aún más fuerte.

– ¡Oh, todos están interesados en mi dinero! Soy como una bolsa de sangre incrustada de sanguijuelas. Lo único que está en cuestión es cuánta sangre se lleva cada una de ellas.

– Resulta difícil pensar en Shirlee y Jasper como sanguijuelas -dije-. Aunque supongo que, con el paso del tiempo, ha conseguido usted darle la vuelta a las cosas y verse a sí misma como la víctima.

Me puse en pie, e inspeccioné una de las bromeliáceas. Hojas a rayas grises y verdes. Flores rosas. Toqué un pétalo. Seda. Me di cuenta de que todas las plantas eran artificiales.

– En realidad -dije-, a los dos les ha ido suficientemente bien. Mucho mejor de lo que usted jamás esperó. ¿Cuánto se creyó que iban a durar, viviendo allá en ese descampado?

No me contestó.

– Dinero contante y sonante en un sobre para gente que no sabe el valor del dinero. Un terreno baldío, dos chabolas… ¿y esperemos que todo vaya bien? Muy generosa. También demostró serlo con el otro regalo que les hizo. Aunque, me imagino que en aquel momento, no pensaba en ello como en un regalo. Sino más bien como algo de lo que hay que deshacerse…, como la ropa vieja que le entrega a su obra de caridad favorita.

Saltó en pie, me amenazó con un puño que temblaba tan violentamente que tuvo que aguantárselo con la otra mano.

– ¿Quién infiernos es usted? ¿Y qué es lo que quiere?

– Soy un viejo amigo de Sharon Ransom. También conocida como Jewel Rae Johnson, o Sharon Jean Blalock. Elija el nombre que desee.

Se volvió a sentar.

– ¡Oh, Dios!

– Un amigo íntimo -proseguí-. Lo bastante como para sentir interés, para querer saber el cómo y el porqué.

Ella dejó colgar la cabeza.

– Esto no puede estar sucediendo. No otra vez.

– No lo está. Yo no soy Kruse. No estoy interesado en aprovecharme de sus problemas, señora Blalock. Lo único que quiero es la verdad… desde el principio.

Una sacudida de la brillante cabeza.

– No. Yo… es imposible. No tiene derecho a hacer esto.

Me levanté, tomé el mezclador y serví su vaso.

– Yo empezaré -dije-. Y usted me llena los vacíos.

– Por favor -me dijo, convertida de repente en nada más que una pálida anciana-. Se acabó. Está terminado. Es obvio que sabe lo bastante como para comprender lo que he sufrido.

– No tiene usted la exclusiva del sufrimiento. Incluso Kruse sufrió.

– ¡No me venga con ésas! ¡Alguna gente cosecha lo que siembra!

Un espasmo de odio pasó por su cara, luego se quedó fijado en la misma, cambiándola, deformándola, como si fuera una parálisis del espíritu.

– ¿Y qué hay de Lourdes Escobar, señora Blalock? ¿Qué fue lo que ella cosechó?

– No conozco a nadie de ese nombre.

– No esperaba que la conociese. Era la criada de los Kruse. De veintidós años de edad. Lo único que ella hizo fue estar en el lugar equivocado en el momento equivocado…, y acabó con aspecto de carne para perro.

– ¡Eso es repugnante! ¡Yo no tengo nada que ver con la muerte de nadie!

– Usted echó a rodar la bola, tratando de solucionar su pequeño problema. Ahora, ya está definitivamente solucionado. Treinta años demasiado tarde.

– ¡Basta! -Jadeaba, apretándose el pecho con las manos.

Miré en otra dirección, palpando una hoja de palmera en seda. Ella respiró teatralmente un rato, vio que no le servía de nada, y pasó a una silenciosa hostilidad.

– No tiene usted derecho -me dijo-. No soy fuerte.

– La verdad -le repliqué.

– ¡La verdad! La verdad… y luego, ¿qué?

– Y luego nada. Me habré ido.

– Oh, sí -ironizó-. Oh, sí. Naturalmente, igual que el otro, el que lo… amaestró. Se irá con los bolsillos vacíos. Ahora cuénteme otro cuento de hadas.

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