La Sala de Colecciones Especiales estaba en el sótano de la Biblioteca de Investigaciones, al fondo de un largo y silencioso pasillo, que desanimaba a los que sólo sintiesen una curiosidad pasajera. Pequeña, fría, con la humedad controlada, amueblada con pequeñas mesas de lectura en roble oscuro que hacían juego con los plafones de las paredes. Le mostré al bibliotecario mi tarjeta de la Facultad y mi impreso de petición. Se puso a buscar y regresó al poco con todo lo que deseaba, me facilitó dos lápices y un bloc de papel rayado, y luego regresó al estudio de su texto de química.
Había otras dos personas con el espinazo doblado en serio estudio: una mujer con un vestido de batik, que estaba examinando un viejo mapa con una lupa, y un hombre gordo con un blasier azul, pantalones grises y pañuelo al cuello, que alternaba su atención trifocal entre un folio de grabados de Audubon y un ordenador portátil.
En comparación, mi propio material de lectura no resultaba nada impresionante: un montoncito de pequeños libros encuadernados en tela azul. Selecciones del Registro Social de L.A. Papel biblia y letra diminuta. Listados, limpiamente ordenados, de clubs de campo, galas de caridad, sociedades genealógicas, pero, sobre todo, un índice de la Gente que Cuenta: dirección, número de teléfono, minucias ancestrales. Autocongratulación para aquellos cuya fascinación con el juego de «yo soy más que tú» no había terminado al acabar la escuela.
Encontré lo que buscaba con bastante rapidez, copié nombres, y fui uniendo los puntos hasta que comenzó a emerger la verdad, o algo jodidamente cercano a ella.
Cada vez más y más cerca. Pero aún era todo pura teoría.
Salí de la sala y busqué un teléfono. Seguía sin tener respuesta de Helen Leidecker. Pero una somnolienta voz masculina me contestó en Port Wallace, Texas.
– Tienda de Brotherton, dígame.
– ¿No es la Oficina de Correos?
– Oficina de Correos, venta de cebos y anzuelos, huevos frescos y cerveza helada. Diga lo que quiere, y nosotros se lo conseguiremos.
– Le habla Baxter, de la Oficina de Estadística del Estado de California, Central de Los Ángeles.
– ¿L.A.? ¿Cómo está la cuestión de los terremotos?
– Un tanto agitada.
Una risa repleta de flemas.
– ¿Qué puedo hacer por usted, California?
– Hemos recibido una solicitud de una cierta persona, para un cierto trabajo estatal… un cargo que requiere una comprobación total de su historial, incluyendo pruebas de ciudadanía y certificado de nacimiento. La persona en cuestión ha perdido su partida de nacimiento, pero afirma que nació en Port Wallace.
– ¿Una comprobación de historial? Suena a algo… secreto.
– Lo siento, señor Brotherton…
– Deeb. Lyle Deeb. Brotherton ha muerto. -Carcajada-. Me pagó una deuda de juego con esta ratonera, tres meses antes de morirse. Fue el último en reírse.
– No estoy autorizado a revelar nada más acerca del cargo, señor Deeb.
– Sin problemas, California, siempre me encanta poder ayudar a un hermano funcionario… sólo que esta vez no puedo, porque en Port Wallace no tenemos Registro de Nacimientos, aquí hay poco más que botes de pescar gambas, moscardones y espaldas mojadas, y los de Inmigración jugando a atrapar mejicanos río arriba, río abajo. Los archivos están en San Antonio; será mejor que busque allí.
– ¿Y qué me dice de los hospitales?
– Sólo hay uno, California. Esto no es Houston. Un sitio pequeñito que lo llevan unos neurópatas baptistas… ni siquiera estoy seguro si son del todo legales. Se ocupan sobre todo de los mexicanos.
– ¿Ya lo hacían en 1953?
– Ajá.
– Entonces, primero probaré ahí. ¿Tiene el número?
– Seguro -me lo dio, y me dijo-: La cierta persona nació aquí, ¿eh? Éste es un club realmente pequeño. ¿Cuál es el nombre de la cierta persona?
– El apellido de la persona es Johnson; el nombre de la madre Eulalee. También podría haberse llamado a sí misma Linda Lanier.
Se echó a reír.
– ¿Eula Johnson? ¿Un nacimiento en 1953? ¿Es broma eso de que ustedes se anden con tantos secretos? Hoy todo eso ya es de conocimiento público. ¡Infiernos, California, para esto no necesitan de archivos oficiales… esto ya es famoso!
– ¿Y por qué?
Se volvió a reír y me lo contó, y luego me dijo:
– La única pregunta es: ¿De qué persona está usted hablando?
– No lo sé -le contesté, y colgué. Pero sabía dónde averiguarlo.
Las mismas paredes de piedra incrustadas de trepadoras y aire mentolado, el mismo largo y sombreado camino, más allá del cartel en la tabla de madera. Esta vez iba en coche, tal cual se requiere que uno se traslade en L.A.; pero el silencio, la soledad y el conocimiento de lo que iba a hacer me hacían sentir como alguien que está donde no debe.
Me detuve ante el portalón, y usé el teléfono en el poste para llamar a la casa. No hubo respuesta. Lo probé de nuevo. Una voz masculina, con un acento situable a mitad del Atlántico, me respondió:
– Residencia Blalock.
– La señora Blalock, por favor.
– ¿Quién debo decir que la solicita, señor?
– El doctor Alex Delaware.
Pausa.
– ¿Lo esperaba a usted, doctor Delaware?
– No, pero seguro que quiere verme, Ramey.
– Lo lamento, señor, pero no…
– Dígale que es algo referente a las hazañas de la Marchesa di Orano.
Silencio.
– ¿Quiere que se lo deletree, Ramey?
No hubo respuesta.
– ¿Sigue usted ahí, Ramey?
– Sí; señor.
– Naturalmente, también podría hablar con la prensa. Siempre les encantan las historias con interés humano. Especialmente las que están cargadas de ironía.
– Eso no será necesario, señor. Un momento, señor.
Segundos más tarde las puertas se abrieron. Volví a subirme al coche y conduje por el sendero de escamas de pescado.
Los techos verdigris de la mansión eran dorados en los vértices, allá donde la luz del sol establecía contacto. Vacío de tiendas de lona, el terreno que la rodeaba aún parecía mayor. Las fuentes lanzaban una fina neblina opalescente de gotitas, que se iba disipando y desapareciendo, mientras trazaba su arco. Las fuentes de abajo eran destellantes elipses de mercurio líquido.
Aparqué frente a los escalones de piedra caliza y subí hasta un enorme descansillo, guardado por leones estatuarios, reclinados pero rugientes. Una de las puertas dobles estaba abierta. Ramey se hallaba en ella, sujetando la hoja, todo él rostro rosado, sarga negra y lino blanco.
– Por aquí, señor. -Ni emoción, ni señales de reconocimiento. Caminé junto a él, hasta el interior.
Larry me había dicho que el vestíbulo de entrada era lo bastante grande como para haber acomodado un campo de hockey: tres pisos de alto de mármol blanco, enriquecidos con molduras, florituras y emblemas, que terminaban, por la parte de atrás, en una doble escalinata de mármol labrado que hubiera hecho avergonzar a la mansión Tara de la película. Un candelabro de los de teatro de ópera colgaba de un techo cubierto de pan de oro. Los suelos también eran de mármol blanco, incrustado con rombos de granito negro y pulimentados hasta adquirir la lisura del cristal. Unos óleos de tipos dispépticos con vestimentas de los antiguos colonos colgaban entre columnas de cortinajes de terciopelo rubí, de precisos pliegues, recogidos con nudos de grueso cordón dorado.
Ramey dobló hacia la derecha, con la suavidad de una limusina con piernas, y me condujo a una larga y poco iluminada galería de retratos, luego abrió otra puerta doble y me introdujo en un luminoso y cálido solárium: una claraboya Tiffany haciendo de techo, una pared de espejos biselados, otras tres de cristales que miraban hacia céspedes infinitos y árboles imposiblemente retorcidos. El suelo era de malaquita y granito, en un dibujo que hubiera dejado meditabundo a Escher. Bromeliáceas y palmeras de aspecto muy saludable se hallaban colocadas en tiestos de porcelana china. El mobiliario era de mimbre color salvia y marrón, con cojines verde oscuro, y mesas con sobre de cristal.
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