John Boyne - La casa del propósito especial

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Mientras acompaña a su esposa Zoya, que agoniza en un hospital de Londres, Georgi Danilovich Yáchmenev rememora la vida que han compartido durante sesenta y cinco años, una vida marcada por un gran secreto que nunca ha salido a la luz. Los recuerdos se agolpan en una sucesión de imágenes imborrables, a partir de aquel lejano día en que Georgi abandonó su mísero pueblo natal para formar parte de la guardia personal de Alexis Romanov, el único hijo varón del zar Nicolás II. Así, la fastuosa vida en el Palacio de Invierno, las intimidades de la familia imperial, los hechos que precedieron a la revolución bolchevique y, finalmente, la reclusión y posterior ejecución de los Romanov se entremezclan con el durísimo exilio en París y Londres en una hermosa historia de un amor improbable, al mismo tiempo un apasionante relato histórico y una conmovedora tragedia íntima. Con un dominio absoluto del ritmo y el suspense, John Boyne mantiene vivo el interés hasta las últimas páginas, en las que un inesperado desenlace dejará, una vez más, una profunda huella en los lectores.

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Salimos a la calle y cerré la tienda, maldiciéndome por haber olvidado los guantes esa mañana, pues el viento soplaba con fuerza y sentía las mejillas coloradas de frío al cabo de sólo unos instantes. Al apresurarnos calle abajo, mis pensamientos estaban con mi querido amigo, encerrado en una celda por un crimen horrible, pero aun así no pude evitar sentir tanto alivio como Zoya porque el caballero buscase a Sophie, no a nosotros.

Habían pasado cuatro años desde que abandonáramos Rusia. Seguía creyendo que, algún día, nos encontrarían.

No nos permitieron visitar a Leo, y ningún gendarme quiso contarnos nada sobre las circunstancias de su arresto. El anciano gendarme de la recepción me miró con desprecio al oír mi acento y pareció renuente a responder mis preguntas, limitándose a gruñir o encogerse de hombros en cada ocasión, como si contestarme lo degradara. Era raro que Zoya o yo encontrásemos hostilidad por motivos raciales en la ciudad -al fin y al cabo, la guerra había llenado París de gente de todas las nacionalidades-, pero de vez en cuando veíamos cierto resentimiento en los franceses de cierta edad, a quienes no agradaba que su capital se hubiese visto invadida por tantos exiliados europeos y rusos.

– No son familiares del detenido -dijo sin apenas levantar la vista del crucigrama que estaba completando-. No puedo decirles nada.

– Pero somos amigos -protesté-. Monsieur Raymer fue testigo en mi boda. Nuestras esposas trabajan juntas. Sin duda podrá…

En ese momento se abrió una puerta a mi izquierda y salió Sophie muy pálida, tratando de contener las lágrimas, seguida por otro gendarme. Pareció sorprendida de vernos esperando, pero también agradecida, e intentó sonreír antes de dirigirse hacia la salida.

– Sophie. -Zoya salió con ella a la oscuridad; había caído la noche y, por suerte, el viento había amainado-. Sophie, ¿qué está pasando? ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde está Leo?

Sophie parecía incapaz de encontrar las palabras para explicar lo sucedido, de forma que la llevamos a una cafetería que había enfrente, donde pedimos café, y finalmente reunió las fuerzas necesarias para contarnos lo que le habían dicho.

– Es absolutamente ridículo. Ha sido un accidente, un accidente estúpido. Pero dicen lo que dicen porque el muerto es un gendarme…

– ¿Y dicen que lo mató Leo? -inquirí, impresionado por la brutalidad de esas palabras y su desagradable sonido-. ¿Leo? ¡Pero eso es imposible! Dime qué ha ocurrido exactamente.

– Esta mañana se fue como de costumbre -comenzó Sophie con un suspiro, como si no pudiera creer que un día que había empezado de forma tan banal pudiese acabar tan dramáticamente-. Salió de casa temprano, confiando en encontrar un buen sitio para su caballete. Con este tiempo tan espantoso, cada vez hay menos oportunidades para los retratistas. La mayoría de la gente no quiere sentarse en una calle ventosa durante treinta minutos mientras la retratan. Leo se dirigió hacia el Sacre Coeur, seguro de que habría turistas. Últimamente vamos un poco cortos de dinero -admitió-. No lo suficiente para preocuparnos sin necesidad, ya me entendéis, pero no podemos permitirnos perder las ganancias de un día. La cosa está difícil.

– Está difícil para todo el mundo -musité-. Pero siempre puedes recurrir a nosotros si necesitas ayuda; lo sabes, ¿verdad?

No estuvo bien por mi parte decir eso. Lo cierto es que si Leo o Sophie nos hubiesen pedido ayuda, no habríamos estado en posición de ofrecérsela. Insinuar lo contrario era una arrogancia indigna de mí. Zoya lo sabía bien y me miró con leve ceño; yo agaché la cabeza, arrepentido de mi bravata.

– Es muy amable por tu parte, Georgi -repuso Sophie, que seguramente sabía muy bien que nuestra situación económica era casi exacta a la suya-. Pero aún no hemos llegado al punto de depender de la caridad de los amigos.

– Leo -terció Zoya en voz baja, posando una mano sobre la de Sophie, que había empezado a temblar levemente-. Cuéntanos lo de Leo.

– En el Sacré Coeur había más gente de la que esperaba. Unos cuantos artistas habían instalado ya sus caballetes y todos trataban de convencer a algún turista de posar para ellos. Había una anciana sentada en el césped, dando de comer a los pájaros…

– ¿Con este tiempo? -pregunté asombrado-. Se moriría de frío.

– Ya sabes lo fuertes que son esos viejos -repuso encogiéndose de hombros-. En verano o invierno, llueve o truene, se sientan ahí. El tiempo no les importa.

Era cierto. Había observado en más de una ocasión la cantidad de ancianos parisinos que pasaban las mañanas y las tardes sentados en el césped de las laderas, frente a la basílica, arrojando pan duro a los pájaros. Era como si creyesen que, sin su ayuda, el mundo aviario se enfrentaría a la extinción. No hacía ni tres semanas, había visto a un hombre de unos ochenta años, un anciano marchito cuyo rostro era un mapa de arrugas y pliegues, sentado con los brazos extendidos a los lados y con unos cuantos pájaros posados encima. Me quedé mirándolo durante casi una hora, y todo ese tiempo permaneció inmóvil; de no haber tenido los brazos abiertos, lo habría tomado por un cadáver.

– Otro artista -prosiguió Sophie-, alguien nuevo en París, alguien a quien Leo no conocía, llega y decide instalarse exactamente donde está sentada la anciana. Le pide que se mueva y ella se niega. Él le dice que quiere pintar ahí y ella le suelta que se vaya a freír espárragos. Creo que hay unas palabras subidas de tono, y el hombre va y trata de quitar a la anciana de su sitio. La obliga a ponerse en pie sin importarle sus gritos de protesta.

– ¿De dónde era el pintor? -quiso saber Zoya, y me sorprendió su pregunta. Sospeché que esperaba que no procediese de nuestro país.

– Leo cree que de España. O de Portugal, quizá. Sea como fuere, Leo vio semejante tropelía, y ya lo conocéis: no soporta ser testigo de una falta de cortesía así.

Era cierto. Leo era famoso por levantarse el sombrero ante las mujeres mayores en la calle, por conquistarlas con su amplia sonrisa y su simpatía. Les cedía el asiento en los cafés y las ayudaba con las bolsas de la compra cuando iban en la misma dirección que él. Se consideraba un representante de la histórica orden de caballería, uno de los últimos hombres en el París de los años veinte que suscribía los principios de la antigua sociedad.

– Leo se acercó para agarrar al español y reprenderlo por tratar así a la mujer. Hubo bronca, por supuesto, con empujones, insultos y quién sabe cuántas tonterías de crios. Y gritaban mucho. Leo hablaba a voz en cuello, llamando de todo a su oponente, y por lo que me han contado, el español no se quedaba corto. La cosa estaba por llegar más lejos cuando los interrumpió un gendarme para separarlos, lo que enfureció aún más a Leo.

»Acusó al joven policía de ponerse de parte de un extranjero contra un compatriota, y el comentario desató una gran disputa. Y ya sabéis cómo es Leo cuando se ve enfrentado a la autoridad. Sin duda habrá proclamado todas sus opiniones sobre los gardiens de la paix, y antes de que alguien pudiese controlar la situación, le dio un puñetazo al español en la nariz y otro al gendarme en la cara.

– ¡Dios santo! -exclamé, tratando de imaginar a Leo aplastando la nariz de un hombre para luego darle al otro. Era un hombre fuerte; no me habría gustado ser el receptor de ninguno de esos dos golpes.

– Por supuesto, después de eso -añadió Sophie-, al gendarme no le quedaba otra opción que arrestarlo, pero Leo intentó quitárselo de encima dándole un empujón, quizá para luego echar a correr. Por desgracia, el joven resbaló y perdió el equilibrio en la escalera. Unos instantes después rodaba unos quince o veinte peldaños hasta el siguiente rellano, donde cayó pesadamente y se partió el cráneo contra la piedra. Cuando Leo llegó corriendo para ayudarlo, sus ojos miraban fijos al cielo. Estaba muerto.

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