Michael Crichton - Latitudes Piratas

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Jamaica, en el año 1665, es una pequeña colonia británica rodeada de territorios españoles y franceses. El Caribe es el gran escenario de las batallas y las luchas entre estos colonizadores. Entre ellos, los corsarios atacan, roban, raptan y matan para hacerse con los tesoros ajenos. Por lo tanto, cuando el gobernador inglés de la isla se entera de la proximidad de un galeón español cargado de riquezas, encarga al corsario Charles Hunter y a sus bucaneros que asalten el barco. Será una difícil y temeraria aventura, pues el comandante de El Trinidad es el sanguinario comandante Cazalla, el favorito del rey español Felipe IV. Esta novela es una espléndida recreación de la vida de la época en Port Royal, aquella ciudad peligrosa, capital de Jamaica, poblada de burdeles, tabernas y de hombres sin ley. En una demostración de su gran talento, Michael Crichton narra la acción trepidante en tierra y mar: raptos y traiciones, huracanes y sorprendentes abordajes.

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Enders empezó enseguida a gritar que amainaran otras velas. Hunter sabía que eso solo podía significar una cosa: estaban muy cerca del paso en el arrecife. Entornó los ojos hacia el brillo, pero siguió sin ver nada.

– ¡Sondeadores! ¡A babor y a estribor! -gritó Enders. Poco después, dos hombres a cada lado del casco empezaron a gritar alternativamente. El primero de ellos ya puso nervioso a Hunter.

– ¡Cinco justos!

Cinco brazos de profundidad, poco menos de diez metros; ya era agua baja. El Trinidad tenía un fondeo de tres brazos, así que no sobraba demasiado. En aguas poco profundas, las colonias coralinas podían fácilmente alzarse hasta cuatro metros por encima del fondo marino, en formas y posiciones irregulares. Y el duro coral rasgaría el casco de madera como si fuera papel.

– Cinq et demi -fue el siguiente grito. Un poco mejor. Hunter esperó.

– ¡Seis largos!

Hunter respiró mejor. Debían de haber pasado el arrecife exterior; la mayor parte de las islas tenían dos, un arrecife interior poco profundo y otro más profundo en el exterior. Tendrían un breve espacio de aguas seguras, antes de llegar al peligroso arrecife interior.

– Moins six! -llegó un grito.

La profundidad ya estaba disminuyendo. Hunter se volvió a mirar a Lazue, en lo alto del palo mayor. Tenía el cuerpo inclinado hacia fuera, estaba relajada, casi indiferente. No podía ver su expresión.

El cuerpo de Lazue estaba, en efecto, relajado; estaba tan flojo que corría el peligro de caer del palo alto. Sus brazos se aferraban a la barandilla de la cofa con ligereza, inclinándose hacia delante; tenía los hombros caídos; todos los músculos sueltos.

Pero su rostro estaba tenso y arrugado, la boca contraída en una mueca agarrotada y los dientes apretados mientras miraba hacia el brillo con los ojos entornados. Tenía los ojos prácticamente cerrados; llevaba tanto rato así que parpadeaba involuntariamente de la tensión. Podría haber sido una fuente de distracción, pero Lazue ni siquiera era consciente de ello, porque ya hacía un buen rato que había caído en una especie de trance.

Su mundo únicamente consistía en dos formas negras: la isla que tenía delante y el casco del barco que tenía debajo. Entre ambos solo había una extensión plana de agua temblorosa y torturadoramente brillante iluminada por el sol, que revoloteaba y burbujeaba de forma hipnótica. Apenas podía ver ningún detalle en aquella superficie.

De vez en cuando distinguía un coral a flor de agua. Aparecían como breves manchas negras en el cegador brillo blanco.

Otras veces, durante los momentos de calma entre las ráfagas de viento, tenía una imagen momentánea de remolinos y corrientes, que hacían girar la pauta uniforme de destellos.

En otros momentos, en cambio, el agua se volvía opaca, de un plateado cegador. Lazue guió el barco a través de la superficie centelleante totalmente de memoria; había grabado en su cabeza la posición del agua poco profunda, las cabezas de coral y los bancos de arena hacía más de media hora, cuando el barco estaba más lejos de la costa y el agua frente a ella era transparente. Se había trazado una imagen mental detallada utilizando puntos de referencia en la costa y en el agua.

Observando el agua transparente en las proximidades de la zona mediana del barco y confrontando sus observaciones con la imagen mental, Lazue podía determinar la posición de El Trinidad. En profundidad, en el lado de babor, vio desfilar la cabeza redonda de un coral cerebro, parecido a una gigantesca coliflor. Sabía que en aquel punto debían apuntar al norte, así que sacó el brazo derecho y miró cómo viraba el morro de proa, hasta que se alineó con el tronco de una palmera muerta que se encontraba en la playa. En ese momento dejó caer la mano y Enders siguió el nuevo rumbo.

Lazue entornó los ojos. Vio el coral a flor de agua, marcando los lados del canal. Apuntaban directamente al pasaje. Recordaba que, justo antes de entrar, debían virar ligeramente a estribor para esquivar otra cabeza de coral. Extendió la mano derecha y Enders efectuó la corrección.

Lazue miró directamente abajo. La segunda cabeza de coral pasó, peligrosamente cerca del casco; el barco se estremeció al rozar el afloramiento, pero volvió a calmarse.

Extendió el brazo izquierdo y Enders cambió el curso otra vez. Volvió a alinearse con la palmera muerta y esperó.

Enders se había quedado paralizado tras oír el sonido de la cabeza de coral en el casco; sus nervios, tan tensos que escucharon con toda precisión aquel sonido terrorífico, estaban a flor de piel; se sobresaltó ante el timón, pero mientras el frotamiento continuaba, una ligera vibración de proa a popa le indicó que solo rozarían el coral. Soltó un profundo suspiro.

A popa, sintió la vibración que se acercaba a él por toda la longitud del barco. En el último momento, soltó el timón, sabiendo que la quilla era la parte más vulnerable del barco bajo el agua. Un afloramiento tan grande, capaz apenas de rascar los percebes del casco, podía romper la quilla si el timón estaba tenso; y por esto aflojó. Después, cogió el timón de nuevo y siguió las instrucciones de Lazue.

– Esta mujer podría partirle la espalda a una serpiente -murmuró, mientras El Trinidad se retorcía y viraba hacia la bahía del Mono.

– ¡Menos de cuatro! -gritó el sondeador.

Hunter, a proa, con los sondeadores a cada lado, observaba el agua brillante frente a ellos. No veía absolutamente nada delante; mirando a un lado, vio formaciones coralinas aterradora- mente cercanas a la superficie, pero por suerte El Trinidad las esquivó.

– Trois et demi!

Apretó los dientes. Seis o siete metros de profundidad. Estaban prácticamente al límite. Mientras formulaba este pensamiento, el barco esquivó otra colonia de corales, esta vez con un ruido seco y breve, y después nada.

– ¡Tres y uno!

Habían perdido profundidad. El barco siguió avanzando por aquel mar reluciente.

– Merde! -gritó el segundo sondeador, y empezó a correr hacia popa. Hunter sabía qué había sucedido; su sonda se había enredado en el coral, y él intentaba liberarla.

– ¡Tres completos!

Hunter frunció el ceño; ya deberían estar embarrancados, según lo que les habían contado los prisioneros españoles. Habían jurado que El Trinidad tenía tres brazos de calado. Evidentemente se equivocaban; ya que el barco seguía avanzando suavemente hacia la isla. Maldijo en silencio a los marineros españoles.

De todos modos sabía que el calado del barco no podía ser muy inferior a tres brazos; un barco de ese tamaño debía tener un calado de ese calibre.

– ¡Tres completos!

Seguían moviéndose. Y entonces, de forma repentina y aterradora, vio el hueco en el arrecife, un paso angustiosamente estrecho con coral a flor de agua en ambos lados. El Trinidad estaba justo en el centro del paso y debían considerarse muy afortunados porque no había más de cinco metros de margen a cada lado.

Miró a popa, hacia Enders, que también había visto el coral. Enders estaba haciendo la señal de la cruz.

– ¡Cinco completos! -gritó el sondeador ásperamente.

La tripulación soltó un grito de júbilo. Estaban dentro del arrecife, en aguas más profundas y avanzaban hacia el norte, hacia la cala protegida entre la costa de la isla y el dedo curvo de tierra montañosa que rodeaba el lado de la cala más cercano a mar abierto.

Ahora, Hunter podía ver toda la extensión de la bahía del Mono. A primera vista no parecía un puerto ideal para sus barcos. El agua era profunda en la boca de la bahía, pero se volvía rápidamente menos honda en áreas más protegidas. Tendría que fondear el galeón en unas aguas que estaban expuestas al océano y, por varias razones, esta perspectiva no le hacía muy feliz.

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