«Y si fuera así».
Cuando Flora volvió del teléfono y le comunicó lo que le habían dicho, la anciana se imaginó un ejército silencioso de resucitados, cientos, miles, avanzando solemnemente por las calles como una señal sublime de lo que estaba por llegar. A pesar de lo que ella había visto ya, se volvió y fue hasta la puerta del dormitorio. Allí había papeles revueltos, pies desnudos con las uñas sin cortar, manos frías, hedor, pero ni rastro de un coro de ángeles en las alturas, sólo cuerpos de carne y hueso que se metían en todas partes y causaban problemas.
«Pero los caminos del Señor…».
… son inescrutables, sí. No sabemos nada. Elvy meneó la cabeza y lo dijo en voz alta:
– No sabemos nada. -Ahí lo dejó, y salió a la terraza en busca de su nieta.
La oscuridad de agosto era profunda y no corría brisa entre las hojas. «Es de noche y hay tanta calma que la luz de la vela arde sin flamear». Cuando los ojos se le acostumbraron a la oscuridad, Elvy distinguió la oscura silueta de su nieta reclinada sobre el tronco del manzano. Elvy bajó las escaleras y fue hacia ella.
– ¿Estás aquí sentada? -le preguntó.
La chica no contestó a la pregunta que no era tal, sino que dijo:
– He estado pensando. -Y se levantó, cogió del árbol una manzana medio madura y se puso a jugar con ella entre las manos.
– ¿Y qué has pensado?
La manzana voló por los aires, captó la luz de la sala de estar por un instante y cayó en las manos de la joven con un golpe.
– ¿Qué demonios van a hacer? -dijo Flora, echándose a reír-. Todo va a cambiar ahora. Nada encaja. ¿Comprendes? Todo en lo que han basado toda esa mierda… ¡Paf! ¡Se acabó! La muerte, la vida. Nada encaja.
– No -reconoció Elvy-. Es verdad.
Flora descubrió las piernas y dio unos pasos de baile sobre el césped. De repente, lanzó la manzana alto, lejos. Elvy la vio volar sobre el seto describiendo un arco amplio y la oyó caer con un golpe sordo en el tejado del vecino, para luego rodar sobre las tejas.
– No hagas eso -la reprendió.
– ¿Y? ¿Y qué? -Flora extendió los brazos como si quisiera abrazar la noche, el mundo-. ¿Qué van a hacer? ¿Llamar a los antidisturbios? ¿Arrestar a alguien? ¿Avisar a Bush y pedirle que venga a bombardear? Quiero verlo… de verdad, quiero ver cómo solucionan esto.
La joven cogió otra manzana y la tiró en otra dirección. Esta vez no acertó en ningún tejado.
– Flora…
Elvy intentó poner la mano en el brazo de su nieta, pero ésta se zafó.
– No lo entiendo -admitió Flora-. Tú crees que esto es Armagedón, ¿no? Yo no me sé la historia, pero los muertos despiertan, los sellos se rompen y todo el programa y esto se acaba, ¿no?
La anciana sintió un profundo rechazo a ver reducidas sus creencias a esa descripción, pero contestó:
– Sí.
– De acuerdo. Yo no lo creo. Pero si uno cree eso, ¿qué demonios importa una fruta en el tejado del vecino?
– Hay que mostrar consideración. Flora, por favor, tranquilízate un poco.
La chica soltó una carcajada, pero sin malicia. Abrazó a Elvy, la meció hacia delante y hacia atrás como si fuera una niña pequeña que no entendía nada. Elvy supo encajarlo. Se dejó acunar.
– Abuela, abuela -le dijo Flora en voz baja-. Tú crees que el mundo se va a hundir y me dices a mí que me tranquilice.
La anciana sonrió. Resultaba algo gracioso, la verdad. Flora la soltó, dio un paso atrás, apretó las palmas de las manos y movió la cabeza como en un gesto de saludo hindú.
– Como dijiste antes: no comparto tus creencias, pero, abuela, yo creo que se va a montar un lío de los gordos. Tendrías que haber oído la voz de la telefonista en la Central de Emergencias. Era como si tuviera a los zombis resollándole en la nuca. Va a ser el caos, esto va a cambiar, y ¡joder!, cómo me alegro.
La ambulancia llegó como un ladrón en mitad de la noche. Nada de sirenas, ni siquiera estaban encendidas las luces de emergencia. Se acercó despacio hasta llegar delante de la casa; se abrieron las puertas delanteras y se apearon dos hombres vestidos con batas de color azul claro. Elvy y Flora fueron a su encuentro.
Era la 1:30 y los hombres parecían agotados. Probablemente les habían sacado de la cama para hacer frente a la situación. El conductor saludó a Elvy con una inclinación de cabeza y señaló hacia la casa.
– ¿Está ahí dentro?
– Sí -contestó Elvy-. Yo… lo encerré en el dormitorio.
– No es la única, créame.
Se pusieron unos guantes de goma y subieron las escaleras. Elvy no sabía qué era lo que debía hacer. ¿Debería entrar con ellos y echarles una mano, o sería sólo un estorbo?
No acababa de decidirse, y entonces se abrió la puerta posterior de la ambulancia y salió otro hombre. No se parecía nada al personal sanitario; era mayor, más gordo y vestía una camisa negra. Permaneció un instante parado junto a la ambulancia, observando el lugar. O, mejor dicho, disfrutando de él. Tal vez llevaba mucho tiempo encerrado ahí dentro.
Cuando él se volvió hacia la casa, Elvy vio el rectángulo blanco que llevaba en el cuello de la camisa y se secó las manos en la bata dispuesta a saludarlo. Flora silbó, pero Elvy no le prestó atención. Se trataba de un asunto serio.
El hombre avanzó enseguida hacia el edificio con pasos sorprendentemente ágiles para aquel cuerpo tan orondo, y le tendió la mano.
– Buenas noches. O buenos días, quizá. Me llamo Bernt Janson.
Elvy le estrechó la mano, cálida y firme, se inclinó levemente y dijo:
– Elvy Lundberg.
Bernt saludó también a Flora, y les explicó:
– Bueno, soy el sacerdote del hospital de Huddinge, donde trabajo habitualmente, pero esta noche he salido con el personal de las ambulancias. -Su rostro se volvió más serio-. ¿Qué tal lo llevan aquí?
– Bueno -repuso Elvy-. Bien, estamos bien.
Bernt asintió y permaneció en silencio un instante para dejar que Elvy continuara, pero como no lo hizo, entonces prosiguió él:
– Bueno, ésta es una historia extraña. Muchas personas la están viviendo como algo espantoso.
La dueña de la casa no tenía nada que añadir. La verdad era que sólo tenía una duda y aprovechó para expresarla en voz alta:
– ¿Cómo puede ocurrir algo así?
– Ya -repuso Bernt-. Eso es lo que se preguntan todos, como es lógico. Y, lamentándolo mucho, lo único que puedo decir es: no lo sabemos.
– ¡Pero ustedes deben saberlo!
Elvy levantó el tono de voz y Bernt se quedó algo desconcertado; sacudió la cabeza.
– ¿Qué quiere decir?
Elvy miró a Flora, olvidándose de que su nieta no era precisamente la persona adecuada en la que buscar apoyo. Eso la irritó aún más. Dio un golpe con el pie en el empedrado y dijo en voz alta:
– ¿Está usted aquí delante de mí, un sacerdote de la Iglesia sueca, diciéndome que no sabe lo que esto significa? ¿Lleva usted la Biblia? ¿Necesita que le busque las citas?
Bernt levantó la mano en un gesto defensivo.
– Ah, bueno, usted se refiere…
Flora los dejó y entró en la casa, pero Elvy no reparó en ello.
– Sí, a eso me refiero. ¿No irá usted a decirme que lo que está ocurriendo sólo es una cosa extraña, como… como si empezara a nevar en junio? ¿Eh? En el último día, los muertos saldrán de sus tumbas…
Bernt juntó las manos haciendo un gesto conciliador.
– Bueno, quizá sea un poco prematuro pronunciarse sobre… esas cosas -repuso; echó una ojeada a la calle, se rascó la oreja y dijo en voz más baja-: Pero es evidente que puede tener un significado más profundo.
Elvy no se conformó.
– ¿No es eso lo que usted cree?
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