John Lindqvist - Descansa En Paz

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Considerado por la Academia Sueca uno de los autores de mayor talento, aclamado por la crítica como el nuevo Stephen King y considerado por los lectores el sucesor de Stieg Larsson, el maestro escandinavo del terror se imagina en su nueva novela qué pasaría si Estocolmo fuese tomado por los zombies.
Algo muy extraño está ocurriendo en la capital de Suecia: en medio de una inusual ola de calor, la gente se da cuenta de que no puede apagar la luz ni los aparatos eléctricos. De repente, una noticia sacude a la nación: en la morgue los muertos están resucitando. ¿Qué es lo que quieren? Lógicamente, volver a casa…

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– Sí… -Bernt miró la ambulancia, se acercó un poco a Elvy y le susurró al oído-: Sí, claro que lo creo.

– Pues dígalo entonces.

Bernt volvió a su posición anterior. Ahora parecía algo más tranquilo, pero siguió hablando en voz baja.

– Bueno, es que esa opinión no es exactamente comme il faut, por decirlo de alguna manera. No estoy aquí para eso. Se enfadarían conmigo si yo fuera en la ambulancia en una situación como ésta y… empezara a predicar.

Elvy lo comprendió. Le pareció probablemente un poco pusilánime, pero, claro, la mayoría de la gente no querría ni ver a un predicador del juicio final una noche como aquélla.

– Entonces, ¿usted cree… en el regreso de Cristo, y todo eso? ¿En qué va a ser así también?

El sacerdote ya no pudo contenerse más. En su semblante se dibujó una sonrisa amplia, emocionada, y le confió en voz baja:

– ¡Sí! Sí, eso creo.

Elvy le devolvió la sonrisa. Al menos ya había dos creyentes.

Los dos hombres de la ambulancia aparecieron en las escaleras llevando a Tore entre ellos. Había una expresión de repugnancia contenida en el rostro de ambos. Elvy comprendió el motivo cuando se acercaron. Tore tenía la pechera de la camisa mojada y manchada con un líquido amarillento, y todo él desprendía una insoportable pestilencia a alimentos podridos. El muerto había empezado a descongelarse.

– Bueno, bien -empezó Bernt-. Aquí tenemos a…

– Tore -dijo Elvy.

– Tore, bien, bien.

Flora iba detrás. Había estado en el dormitorio para recoger su ropa y su mochila. Se acercó a Bernt, y le miró un momento de arriba abajo. El sacerdote hizo lo mismo; sus ojos se posaron un segundo en la camiseta de Marilyn Manson y Elvy cruzó las manos sobre el pecho tratando de comunicarle mentalmente a su nieta que aquél no era el momento oportuno para una discusión teológica, pero la pregunta de Flora fue de carácter más práctico.

– ¿Qué hacen con ellos? -inquirió la joven.

– Nosotros… de momento los llevamos a Danderyd.

– ¿Y qué piensan hacer después?

Tore ya había sido introducido en la ambulancia, y Elvy le dijo:

– Flora, tienen mucho trabajo…

– ¿No te preocupa? -preguntó Flora, dirigiéndose hacia Elvy-. ¿No quieres saber lo que piensan hacer con el abuelo?

– Bueno, ésa es… -Bernt carraspeó-… una pregunta muy natural, y la verdad es que no lo sabemos. Pero puedo asegurarles que no se va a, digamos, hacer nada con ellos, por decirlo de alguna manera.

– ¿Y eso qué significa? -preguntó Flora.

– Verás… -Bernt arrugó el entrecejo-. Yo no sé a qué te referías, pero supuse que…

– En ese caso, ¿cómo puede estar tan seguro?

Bernt lanzó una mirada a Elvy, «sí, ya ves estos jóvenes», y ésta se la devolvió sin entusiasmo. Uno de los hombres de la ambulancia se había quedado con Tore, el otro se acercó hasta ellos y anunció:

– El equipaje está listo.

El sacerdote esbozó una mueca y el hombre de la ambulancia respondió con una sonrisa burlona, y dijo:

– Venga, ¿nos largamos?

– Sí. -Bernt se volvió hacia Elvy-. ¿Quizá desee usted acompañarle? -Como la anciana negó con la cabeza, él dijo-: ¿No? Pues entonces alguien se pondrá en contacto con usted tan pronto… tan pronto como sepamos algo.

Y le tendió la mano a Elvy para despedirse. Cuando se la ofreció a Flora, ella se la estrechó y dijo:

– Yo voy con ustedes.

– No -contestó Bernt mirando a Elvy-. Seguramente no es lo más adecuado.

– Sólo hasta la ciudad -insistió Flora-. Me llevan. Ya se lo he preguntado.

Bernt se volvió hacia el conductor de la ambulancia, y éste se lo confirmó con un asentimiento. El sacerdote lanzó un suspiro, y se dirigió a Elvy.

– ¿Le da usted permiso?

– Ella es libre, puede hacer lo que quiera.

– Ya -dijo Bernt-. Me lo imaginaba.

Flora se acercó y le dio un abrazo a Elvy.

– Tengo que ir a la ciudad y hablar con un amigo.

¿Ahora?

– Sí. Si tú te las arreglas sola, claro.

– Yo me arreglo sola.

Elvy se quedó junto a la verja del jardín viendo cómo su nieta se subía en la parte de atrás junto a Bernt. Les dijo adiós con la mano y pensó en el hedor mientras se cerraban las puertas. El motor se puso en marcha, la luz azul se encendió un instante, pero luego se apagó. La ambulancia dio marcha atrás despacio en el aparcamiento de la casa de enfrente, volvió y…

Se le tensaron los dedos de las manos y puso unos ojos como platos cuando una percepción extrasensorial omnipresente le atravesó el cuerpo como una estaca: Tore.

Retrocedió y buscó apoyo en el poste de la verja. Tore estaba allí. Ese mismo rastro distintivo omnipresente en su habitación, que ahora iba desvaneciéndose lentamente, se le había metido en la cabeza con toda su fuerza hasta llenarle el cuerpo y la mente, hasta que Elvy escuchó la voz de su difunto marido.

«¡Madre, ayúdame! Me han apresado… No quiero irme… Quiero quedarme en casa, madre…».

El vehículo salió del aparcamiento.

«Madre… ella viene, ella…».

Y Tore salió otra vez del cuerpo de Elvy como una culebra mudando de piel, pero si la voz del difunto había sonado tan fuerte como si la hubieran amplificado mediante altavoces, ahora pudo discernir en medio de la algarabía otra más débil, la de Flora.

«Abuela… ¿me escuchas? ¿Es a ti a quien él…?».

Elvy sintió físicamente que el campo se debilitaba al tiempo que recuperaba su cuerpo, y sólo alcanzó a contestar…

«Te escucho».

… antes de que desapareciera y ella volviera a ser sólo Elvy, apoyada en el poste de la verja. La ambulancia aceleró conforme avanzaba por la calle y ella la veía sólo como una mancha blanca; luego tuvo que agachar la cabeza, forzada por un zumbido en los oídos, ensordecedor como el de miles de mosquitos, y por el dolor de cabeza, que proyectaba soles rojos sobre los párpados.

Pero ella había visto.

La anciana se agarró al poste para no caer contra el asfalto, incapaz de levantar la cabeza o abrir los ojos para ver mejor. No podía. Eso no estaba permitido.

El dolor le duró sólo unos segundos, después desapareció de repente. Elvy levantó la cabeza, miró hacia el punto donde había estado la ambulancia un momento antes.

La mujer había desaparecido.

Pero Elvy la había visto. Un segundo antes de que la ambulancia desapareciera de su vista, ella había visto por el rabillo del ojo cómo una mujer alta y delgada de cabellos negros salía desde detrás del vehículo y extendía un brazo hacia él. Luego, el dolor la había obligado a apartar la vista.

La anciana miró a lo largo de la calle. La ambulancia desapareció a lo lejos en el cruce con la vía principal. La mujer se había esfumado.

«¿Estará… ahora… dentro de la ambulancia?».

Elvy se apretó la frente con la mano y se concentró todo lo posible.

«¿Flora? ¿Flora?».

No hubo respuesta. No había contacto.

En realidad, ¿qué aspecto tenía esa señora? ¿Cómo iba vestida? Era imposible recordarlo. La imagen se le escurría entre los pliegues de la memoria cuando intentaba recordar el semblante o el cuerpo atisbados durante una fracción de segundo. Era como evocar un recuerdo de la primera infancia; uno podía recordar un detalle concreto, algo que se le había quedado grabado. Todo lo demás permanecía en las sombras.

No se acordaba de su rostro ni de su ropa. Se habían borrado de su memoria. Sólo estaba segura de una cosa: entre los dedos de aquella mujer sobresalía algo que emitía un leve reflejo a la luz de la farola. Algo pesado. Algo de metal.

Elvy entró corriendo en casa para tratar de ponerse en contacto con Flora por el sistema convencional. Marcó su número de móvil.

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