John Lindqvist - Descansa En Paz

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Considerado por la Academia Sueca uno de los autores de mayor talento, aclamado por la crítica como el nuevo Stephen King y considerado por los lectores el sucesor de Stieg Larsson, el maestro escandinavo del terror se imagina en su nueva novela qué pasaría si Estocolmo fuese tomado por los zombies.
Algo muy extraño está ocurriendo en la capital de Suecia: en medio de una inusual ola de calor, la gente se da cuenta de que no puede apagar la luz ni los aparatos eléctricos. De repente, una noticia sacude a la nación: en la morgue los muertos están resucitando. ¿Qué es lo que quieren? Lógicamente, volver a casa…

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El periodista se levantó, hizo un gesto al cámara para que grabara a David mientras, hecho un ovillo, seguía salmodiando su letanía en aquella sala vacía.

– … y yo le dije a Kimpa: «Vamos a por ellos», y él sólo asintió tal que así, y yo pensé en ese gesto que había hecho cuando él me tiró ese pase largo y yo se la pasé a Henke…

Se retiraron alejando la cámara. La imagen quedó bien.

* * *

David Zetterberg se calló en cuanto escuchó que se cerraba la puerta, pero siguió en la misma posición. Jamás volvería a ser persona. Así se veían las cosas desde el lado oscuro. Los desastres provocados por el hambre, las víctimas de torturas, las ejecuciones en masa. La otra cara del mundo, aquella que las personas afortunadas lamentaban, por la que tenían mala conciencia y a la que no tenían acceso. Esa oscuridad con la que él había coqueteado a veces en sus textos. En teoría, sin experiencia.

El reportero se encontraba en el lado iluminado del mundo, y por lo tanto era absurdo hablar con él. No había palabras. David se apretó los ojos con las palmas de las manos hasta ver estrellas rojas. Lo terrible era que Magnus aún estaba en el mundo de las luces. Dormía en casa de la abuela y no sabía nada. Dentro de unas horas, David tendría que ir allí y dejar entrar las sombras.

«Eva, ¿qué voy a hacer?».

Ojalá pudiera pedirle consejo a ella, aunque sólo fuera en este asunto: ¿cómo debía decírselo a Magnus?

Pero ahora eran otros quienes le formulaban preguntas a ella. Sobre otras cosas.

Después de que se aplacara el caos inicial en el hospital, los médicos se mostraron tremendamente interesados por el hecho de que Eva pudiera hablar. Evidentemente era uno de los pocos resucitados capaces de hacerlo. Aquello podía tener relación con que ella había fallecido poco antes de que despertaran, o con otra cosa. Nadie lo sabía.

Él no se había sentido especialmente sorprendido al enterarse de lo que pasaba en el depósito de cadáveres. Le pareció tan absurdo, imposible y consecuente como todo lo demás. Aquella noche el mundo había sido arrojado a las tinieblas, entonces ¿por qué no iban a poder despertarse los muertos también?

Después de un espacio de tiempo imposible de calcular se levantó, salió al pasillo y dobló la esquina; se dirigía a la habitación de Eva, pero se detuvo. Había un montón de gente congregada delante de la puerta cerrada; pudo distinguir un par de cámaras de televisión, y micrófonos.

«Querida mía…».

Cada vez que había visto caer una estrella, cada vez que había jugado a algún juego en el que hubiera que formular un deseo en silencio, él había deseado:

«Haz que siempre ame a Eva, no dejes que mi amor por ella se debilite nunca».

Para él era ella quien llenaba el cielo y hacía del mundo un lugar habitable. Para las personas reunidas en el pasillo ella era un objeto, una noticia, una fuente de información. Pero los médicos eran ahora los dueños de Eva. Si se acercaba, se abalanzarían sobre él.

Encontró una sala de espera al fondo del pasillo, donde se sentó y se quedó mirando fijamente una lámina de Miró hasta que las figuras empezaron a deslizarse, a moverse fuera del marco del cuadro. Entonces fue a preguntar a un médico que no sabía nada ni podía dar ninguna información, pero no, no se permitían visitas.

David volvió junto al Miró. Cuanto más observaba las figuras, más hostiles le parecían. Dejó de mirarlas y se puso a contemplar la pared.

Täby Kyrkby, 00:52

Cuando Flora volvió de llamar por teléfono, parecía como si hubiera visto un fantasma por segunda vez aquella noche. Se dirigió a la puerta del dormitorio y estuvo escuchando.

– ¿Qué? -le preguntó su abuela-. ¿Te han creído?

– Sí -contestó la nieta-. Sí, claro.

– ¿Van a mandar una ambulancia?

– Sí, pero… -La chica se sentó al lado de Elvy en el sofá, haciendo sonar la cucharilla contra la taza-… podría tardar un poco. Tenían mucho trabajo… en estos momentos.

Elvy le cogió la mano con delicadeza para que dejara de hacer tintinear la cucharilla.

– ¿Y eso? ¿Qué te han dicho?

Flora sacudió la cabeza e hizo girar la cucharilla entre los dedos.

– Está pasando por todas partes. Se han despertado varios cientos. Tal vez miles.

– No.

– Sí. Me han dicho que ahora están fuera todas las ambulancias… para recogerlos. Que nosotras no debíamos intentar hacer nada, que no debíamos… tocarlo y eso.

– ¿Y eso por qué?

– Porque podría producirse algún tipo de contagio o algo. No lo sabían.

– ¿Qué tipo de contagio?

– Que no tenía ni la menor idea, eso es lo que me ha dicho.

Elvy volvió a hundirse en el sofá, se quedó contemplando el jarrón de cristal que Margareta y Göran les habían regalado a Tore y a ella cuando celebraron sus cuarenta años de casados. Orrefors. Horroroso. Probablemente, carísimo. Unas flores mustias llegadas con algún mensaje de pésame colgaban a media asta de los bordes.

Empezó como un cosquilleo en las comisuras de los labios, un temblor en los labios. Luego, las comisuras, movidas por un impulso irresistible, se contrajeron hacia arriba poco a poco, hasta que una amplia sonrisa invadió el rostro de Elvy.

– ¿Abuela? ¿De qué te ríes?

Elvy quería reírse a carcajadas. No. Más. Quería saltar del sofá, dar un par de pasos de baile y reír. Pero Flora echó la cabeza hacia atrás un par de centímetros, como suele hacerse ante un fenómeno extraño, y Elvy se llevó la mano derecha a la cara para borrarse mecánicamente la sonrisa. Las comisuras de los labios querían volver a alzarse, pero haciendo un esfuerzo consiguió ponerlas en su sitio. Nada de asustar.

– Es la resurrección de la carne -comentó con hilaridad contenida-. ¿No lo entiendes? Es la resurrección. La resurrección de la carne. No puede ser otra cosa.

Flora ladeó la cabeza.

– ¿Ah, sí?

No había palabras. Elvy no podía explicarlo. Su alegría y sus expectativas eran demasiado grandes para poder expresarlas con palabras, por eso dijo:

– Flora, no quiero hablar de eso ahora. No tengo ganas de discutir. Sólo quiero estar un momento a solas.

– ¿Qué? ¿Por qué?

– Quiero estar tranquila. Es un momento. ¿Me dejas?

– Sí, sí. Claro.

Flora se dirigió a la ventana y se puso a mirar alternativamente las copas apenas visibles de los árboles frutales, y la imagen de Elvy reflejada en el cristal. Ésta se entregó en silencio a su religiosidad. Después de un rato, Flora dio un golpecito al espanta-espíritus de tubos metálicos colgado en la ventana, abrió la puerta del balcón y salió a la terraza. El ruido de sus pisadas se confundía con el tintineo del espanta-espíritus, pero aquéllas enmudecieron al cabo unos segundos.

«El reino de los cielos al final de los tiempos».

Euforia. No había palabra mejor para describir lo que se agitaba en el pecho de Elvy.

Como si fuese la víspera de un largo viaje, por la

[noche:

ya tienes el billete en el bolsillo y hechas al fin las

[maletas.

Y puedes sentarte y percibir la cercanía de lo

[lejano… [5]

Sí. Así se sentía. La anciana trató de ver ante sí el país lejano al que pronto iba a viajar, adonde pronto iban a viajar todos, pero aquí no había folletos turísticos en los que apoyarse, todo dependía de ella y ella no era capaz de imaginárselo, era indescriptible y superaba su imaginación.

Pero estaba allí sentada y sentía que pronto… pronto…

Pasaron unos minutos, tras los cuales algunas gotas de mala conciencia se mezclaron en el cáliz de su regocijo. Flora estaba en su casa. Aquí. Ahora. ¿Qué había sido de su nieta? Cuando se levantó del sofá para ir a buscarla, vio el sillón delante de la puerta del dormitorio y llegó a pensar: «¿Por qué está ahí el sillón?», antes de que recordara el motivo. Precisamente porque Tore estaba allí dentro, sentado junto al escritorio, revolviendo los papeles como cuando estaba vivo. Elvy se detuvo de repente porque la asaltó una duda sombría.

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