John Lindqvist - Descansa En Paz

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Considerado por la Academia Sueca uno de los autores de mayor talento, aclamado por la crítica como el nuevo Stephen King y considerado por los lectores el sucesor de Stieg Larsson, el maestro escandinavo del terror se imagina en su nueva novela qué pasaría si Estocolmo fuese tomado por los zombies.
Algo muy extraño está ocurriendo en la capital de Suecia: en medio de una inusual ola de calor, la gente se da cuenta de que no puede apagar la luz ni los aparatos eléctricos. De repente, una noticia sacude a la nación: en la morgue los muertos están resucitando. ¿Qué es lo que quieren? Lógicamente, volver a casa…

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– Parece que… no lo necesita -respondió la mujer sin apartar los ojos de la paciente, que, sentada, estiraba las gomas.

Tuvieron que esperar un buen rato a Lasse. Cuando al fin llegó, el hecho de que Eva se hubiera despertado ya no era ninguna novedad.

Hospital de Danderyd, 23:46

Mahler estacionó el coche en el aparcamiento de tiempo limitado más próximo al hospital y se bajó del vehículo con dificultad. El Fiesta no estaba hecho para su metro noventa de estatura y sus ciento cuarenta kilos de peso. Sacó primero las piernas y luego el cuerpo. Se quedó al lado del automóvil y se dio un poco de aire en el pecho con la camisa, donde ya habían empezado a aparecer círculos oscuros en las axilas.

El edificio del enorme hospital se alzaba ante él expectante. La única señal de actividad era la suave succión del aire acondicionado, la respiración asistida del inmueble, su manera de decir:

– Estoy vivo, aunque no lo parezca.

Se echó la bolsa al hombro y fue hacia la entrada. Miró el reloj. Las 23:45.

El espejo de agua poco profundo, situado cerca de la puerta giratoria, reflejaba el cielo nocturno, convirtiéndolo en un mapa de estrellas, y junto a él, como si fuera su vigilante, estaba Ludde fumando. Cuando vio a Mahler, levantó la mano a modo de saludo y tiró la colilla al agua, donde entró con un silbido.

– Hola, Gustav. ¿Qué tal?

– Bueno… Sudando.

Ludde tenía cuarenta años, pero parecía algo más joven, de una manera enfermiza. Cualquiera le habría tomado por un paciente de no ser por la camisa azul con la tarjeta identificativa, que dejaba claro que se llamaba Ludvig. Tenía los labios finos y pálidos, la piel tirante de una forma poco natural, como si se hubiera sometido a una operación de cirugía plástica o hubiera estado en un túnel de viento, y los ojos inquietos.

Entraron por la puerta normal, ya que la giratoria estaba cerrada por la noche. Ludde miraba todo el tiempo a su alrededor, pero su cautela era innecesaria: el edificio parecía desierto.

Cuando cruzaron la entrada y se adentraron por los pasillos, Ludde se relajó y le preguntó:

– ¿Has traído…?

El recién llegado metió la mano en el bolsillo del pantalón, y la dejó allí.

– Ludde, tendrás que disculparme, pero todo eso parece…

El aludido se paró y le miró ofendido.

– ¿Te he engañado alguna vez? ¿Eh? ¿Te he dicho alguna vez que tenía algo y luego no era nada? ¿Eh?

– Sí.

– Te refieres a lo de Björn Borg. Sí. Sí. Pero tenía un parecido de la hostia, reconócelo. De acuerdo, de acuerdo. Pero esto… bueno, bueno. Quédate con la pasta entonces, cascarrabias de los cojones.

Ludde, cabreado, echó a andar por el pasillo, y a Mahler le costó seguirle el paso. En silencio tomaron un ascensor de bajada y luego recorrieron un pasillo largo y ligeramente empinado con una puerta de hierro al fondo. El confidente ocultó aposta el teclado cuando pasó su tarjeta y marcó la clave. Se oyó el chasquido de la puerta.

Mahler sacó el pañuelo y se secó la frente. Allí abajo hacía más fresco, pero la caminata le había dejado agotado. Se apoyó contra la pared de cemento pintada de verde y agradablemente fresca bajo su mano.

Ludde abrió la puerta de hierro. El periodista pudo oír a lo lejos, a través de las paredes, gritos y ruidos de metales. La primera y única vez que había estado allí antes todo estaba silencioso como… una tumba. Ludde lo miró con una sonrisa burlona que venía a decir «qué te dije». Mahler asintió, le entregó los billetes arrugados y Ludde se ablandó, le hizo un gesto invitándole a que cruzara la puerta abierta.

– Adelante. La primicia te está esperando. -Echó una rápida ojeada a la parte baja del pasillo-. Los otros entran por el otro lado, así que puedes estar tranquilo.

El reportero se guardó el pañuelo en un bolsillo.

– ¿No vienes conmigo?

El confidente sonrió con malicia.

– ¿Tú sabes la cantidad de trabajo que me va a caer encima si bajo? -Le indicó por señas que debía doblar la esquina-. Basta con descender un piso en el ascensor.

* * *

Mahler sintió un profundo malestar cuando la puerta se cerró tras él. Se dirigió al ascensor y dudó antes de pulsar el botón para llamarlo. Se había vuelto miedoso con los años. Aún se oían gritos y ruido de metales allá abajo, y se quedó quieto, intentando que su corazón se tranquilizara.

Le inquietaba menos la perspectiva de ver a los muertos dando vueltas por ahí que el hecho de no tener derecho alguno a estar allí. Cuando era joven pasaba de esas cosas. «Hay que informar de lo que está pasando», habría pensado entonces, y se habría lanzado al combate.

Pero ahora…

«¿Y tú quién eres? ¿Qué haces aquí?».

Estaba oxidado y demasiado inseguro para poder aparentar la autoridad necesaria en tales situaciones. No obstante, apretó el botón.

«Debo ver lo que pasa».

El ascensor se puso en movimiento con un ruido sordo, él se mordió el labio y se apartó de la puerta. Lo cierto era que tenía miedo. Había visto demasiadas películas donde llegaba el ascensor y dentro había alguien. Pero llegó, y a través del estrecho cristal de la puerta pudo comprobar que estaba vacío. Entró y pulsó el botón del último piso del sótano.

Cuando el ascensor empezó a bajar, él intentó no pensar en nada, sólo registrar los hechos como una cámara cuya película se revelara luego con palabras.

El ascensor arranca con una sacudida. Oigo gritos a través de las gruesas paredes de cemento. La planta del depósito de cadáveres aparece a través del cristal que hay en la puerta.

Nada.

Un tramo del pasillo, una pared y nada más. Empujó la puerta del ascensor.

Notó el frío. La temperatura de ese corredor estaba varios grados por debajo de la del resto del edificio. El sudor que le cubría el cuerpo se convirtió en una película helada, sintió un escalofrío. La puerta se cerró a sus espaldas.

Justo a la derecha estaba abierta la puerta de acceso a una de las salas del depósito y fuera, en el suelo, había dos personas sentadas, abrazándose cabizbajas.

«¿Qué hacen?».

El estrépito de una plancha metálica en la sala de autopsias que había a la derecha hizo que una de ellas levantara la cabeza, y Mahler comprobó entonces que se trataba de una enfermera joven. Tenía el rostro desencajado.

Sujetaba entre sus brazos a una mujer muy vieja; tenía cuatro canas como una nube alrededor de la cabeza, el cuerpo como un tonel y las piernas como palillos, que se agitaban en el suelo tratando de encontrar apoyo para levantarse. Estaba desnuda, salvo la sábana anudada alrededor del cuello que le cubría un lado del cuerpo. Debía de ser la madre o la abuela de alguien, quizá la bisabuela.

Su rostro se reducía a dos pómulos prominentes bajo una piel pálida, y los ojos eran dos ventanas abiertas al vacío infinito. Eran de un azul transparente, como cubiertos por una película de mucosidad, blanca y de consistencia gelatinosa, y no expresaban el más mínimo sentimiento.

De sus labios hundidos, privada la boca de su dentadura, salía sólo un tono lastimero:

– Aaaasssaaaa… aassaaa…

Y Mahler supo, con intuición inmediata, cuál era su deseo. Lo mismo que todos.

«Quiere ir a casa».

La enfermera se percató de la presencia de Mahler.

– ¿Puede hacerse cargo de ella? -le pidió con una súplica en la mirada, e hizo un gesto con la cabeza señalando a la mujer. Al ver que Mahler no contestaba, añadió-: Estoy congelada…

Él se agachó y puso la mano en el pie de la anciana. Estaba congelado, entumecido, era como poner la mano en una naranja recién sacada del congelador. El roce hizo que el lamento de la mujer cobrara intensidad…

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