John Lindqvist - Descansa En Paz

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Considerado por la Academia Sueca uno de los autores de mayor talento, aclamado por la crítica como el nuevo Stephen King y considerado por los lectores el sucesor de Stieg Larsson, el maestro escandinavo del terror se imagina en su nueva novela qué pasaría si Estocolmo fuese tomado por los zombies.
Algo muy extraño está ocurriendo en la capital de Suecia: en medio de una inusual ola de calor, la gente se da cuenta de que no puede apagar la luz ni los aparatos eléctricos. De repente, una noticia sacude a la nación: en la morgue los muertos están resucitando. ¿Qué es lo que quieren? Lógicamente, volver a casa…

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– ¿No querías ir allí?

– No.

– ¿Por qué?

– Porque… -Flora se encogió de hombros, miró fijamente al suelo como si se avergonzara-. Es que no me transmitía buenas vibraciones, nada más.

– Oye… -repuso la abuela, poniéndole la mano en la barbilla y levantándole la cara-, a mí me ha pasado lo mismo.

La muchacha la miró con ojos escrutadores.

– ¿En serio?

– Sí -respondió Elvy-. Allí ha pasado algo. Algo malo. Yo creo… que se ha ahogado alguien.

– Mm -murmuró la chica-. Alguien iba a saltar del barco…

– … y se ha dado un golpe en la cabeza contra el borde del muelle -siguió Elvy.

– Sí.

No habían hablado con nadie que les confirmara que estaban en lo cierto, pero sabían que así era. Habían pasado el resto de la tarde contándose sus experiencias y realizando comparaciones. La percepción extrasensorial había entrado en la vida de ambas en la preadolescencia, y el sufrimiento de Flora tenía el mismo origen que el de Elvy a su edad: conocía demasiado bien a la gente. Su percepción le decía cuál era la situación real de las personas que tenía a su alrededor, y ella no podía aceptar mentiras.

– Hija mía -le dijo entonces Elvy-, todos mienten de una u otra manera. Ésa es una premisa para que la sociedad pueda funcionar. Que mintamos un poco. Hay que verlo como una forma de consideración. La verdad es, en cierto modo, muy egoísta.

– Lo sé, abuela. Claro que lo sé, pero es tan jodidamente… asqueroso. Es como si… apestaran, ¿sabes?

– Sí -suspiró Elvy-. Claro que lo sé.

– Pero seguramente tú no estás en mitad de todo eso. Tú sólo te relacionas con el abuelo y las mujeres de la iglesia, pero en la escuela habrá mil personas y todas, casi todas, se sienten mal. Algunas ni siquiera lo saben, pero yo lo noto y me duele. Me duele todo el tiempo. Cuando alguno de los profesores me llama aparte para hablar en serio y contarme cuál es mi problema… sólo me dan ganas de vomitarle encima; mientras habla, siento como si de él rebosara solamente un montón de mierda. Angustia y aburrimiento, noto que me tiene miedo, que su vida apesta, y él va a decirme a lo que yo debería hacer.

– Flora -repuso Elvy-, sé que no es un consuelo, pero uno se acostumbra. Cuando se lleva un rato sentado en el retrete, ya no se nota el mal olor. -Flora se rió de la ocurrencia, y la anciana continuó-: Y en cuanto a las mujeres de la iglesia, te diré que a veces a mí también me gustaría tener una pinza de la ropa.

– ¿Una pinza de la ropa?

– Para ponérmela en la nariz. Y en cuanto al abuelo… de eso ya hablaremos en otra ocasión. Pero no hay manera de evitarlo. Eso debes saberlo. Si te pasa lo mismo que a mí, no hay pinza de la ropa que valga. Hay que acostumbrarse. Es un infierno, lo sé. Pero, para sobrevivir, hay que acostumbrarse.

Aquella conversación trajo consigo una cosa buena: Flora dejó de autolesionarse y empezó a visitar a Elvy cada vez más. En ocasiones, entre semana cogía el autobús para ir hasta Täby Kyrkby, y volvía a la escuela al día siguiente por la mañana. Incluso se ofreció a ayudar para cuidar al abuelo, pero no había mucho que hacer. Elvy le permitió que le diera la papilla algunas veces, para que pusiera su granito de arena ahora que quería ayudar.

Elvy intentó varias veces y con mucho tacto hablar de Dios, pero Flora era atea. Flora intentó que Elvy escuchara a Marilyn Manson, pero el resultado fue en vano. Su amistad tenía ciertos límites. Elvy podía tolerar las películas de terror, en pequeñas dosis.

El volumen de la tele había aumentado cuando volvieron al cuarto de estar. La joven intentó de nuevo apagarla, pero no pasaba nada.

La GameCube había sido el regalo de Elvy a Flora cuando cumplió quince años. Aquello había dado lugar a discusiones acaloradas con Margareta, que sostenía que las videoconsolas hacían que los jóvenes se aislaran del mundo circundante, que se desconectaran. Elvy creía que su hija tenía razón, y ése fue precisamente el motivo de que comprase el juego. Ella tenía quince años cuando empezó a beber alcohol para desconectar y apaciguar las antenas. Y desde su experiencia, le parecía que el videojuego era mejor.

– Vamos a salir un poco afuera -propuso Elvy.

En el jardín no se oía la tele, pero no se movía una brisa y el calor era agobiante. Todas las casas del vecindario tenían las luces encendidas, los perros no dejaban de ladrar y sobre ellas se cernió un gran presentimiento.

Se dirigieron hacia el manzano, el árbol protector, tan antiguo como la casa. Cientos de manzanas sin madurar destacaban entre el follaje de color verde oscuro y las ramas nuevas, que no se habían podado durante los años que duró la enfermedad de Tore, sobresalían por arriba.

«Cojo la escopeta, subo arriba y mato a los perros».

– ¿Has dicho algo? -preguntó Elvy.

– No.

La anciana escudriñó el cielo. Las estrellas parecían alfileres contra aquel fondo azul oscuro infinitamente lejano. Las vio desprenderse y convertirse en auténticas agujas que caían y se clavaban en su cerebro, donde pinchaban y dolían.

– Como una doncella de hierro -observó Flora.

Elvy la miró. La muchacha también estaba mirando el cielo.

– Flora -le preguntó-. ¿Pensaste tú hace un momento en una escopeta y… en los perros?

Su nieta alzó las cejas y se echó a reír.

– Sí -respondió-. En cómo lo voy a hacer en el juego. ¿Cómo…?

Se miraron la una a la otra. Esto, no obstante, era algo nuevo. La migraña era cada vez más fuerte, las agujas se clavaban cada vez más adentro y, como una repentina ráfaga de viento, algo las envolvió.

No se movía ni una hoja, no se mecía ni una brizna de hierba, pero las dos se tambalearon cuando una fuerza grande cruzó el jardín y durante un segundo la tuvieron encima, alrededor, pasó a través de ellas.

«Es… tra… me… ser… fr… ts… za… cl… pro».

La mente se les llenó de sonidos como si fuera un buscador de emisoras de radio que alguien hubiera pasado a toda velocidad por cientos de frecuencias a ritmo de staccato, comiéndose la mitad de las sílabas; no obstante, las dos advirtieron que las voces pertenecían a personas aterradas. Pasaron por los cerebros de ambas y desaparecieron. A Elvy se le doblaron las piernas, cayó de rodillas en el césped y balbució:

– Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. El pan nuestro de cada día dánosle hoy, y perdónanos nuestras deudas así…

– ¿Abuela?

– … como nosotros perdonamos a nuestros deudores, no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal.

– ¡Abuela!

A Flora le temblaba la voz y Elvy, haciendo un esfuerzo, abandonó los rezos y observó a su alrededor. Flora, sentada en el césped con los ojos muy abiertos, la miraba fijamente. La anciana sintió en la cabeza una descarga de dolor tan fuerte que temió que fuera una hemorragia cerebral.

– ¿Sí…? -respondió en voz baja.

– ¿Qué ha sido eso?

Elvy hizo una mueca. Le dolía todo. Le dolía mover la cabeza, le dolía abrir la boca. Trató de dar forma a las palabras en su mente sin conseguirlo y, de pronto, desapareció el tormento. Cerró los ojos y respiró. El suplicio desapareció, el mundo recuperó su lugar y sus colores. Pudo leer su propio alivio en el semblante de su nieta.

Respiró profundamente. Sí. Había desaparecido. Había desaparecido. Estiró la mano, agarró la de Flora.

– No sabes cómo me alegro -dijo Elvy- de que estés aquí y no haber pasado por esto yo sola.

Flora se frotó los ojos.

– Pero ¿qué ha sido eso?

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