John Lindqvist - Descansa En Paz

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Considerado por la Academia Sueca uno de los autores de mayor talento, aclamado por la crítica como el nuevo Stephen King y considerado por los lectores el sucesor de Stieg Larsson, el maestro escandinavo del terror se imagina en su nueva novela qué pasaría si Estocolmo fuese tomado por los zombies.
Algo muy extraño está ocurriendo en la capital de Suecia: en medio de una inusual ola de calor, la gente se da cuenta de que no puede apagar la luz ni los aparatos eléctricos. De repente, una noticia sacude a la nación: en la morgue los muertos están resucitando. ¿Qué es lo que quieren? Lógicamente, volver a casa…

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Se apretó la cabeza con las manos. Parecía que iba a estallarle de un momento a otro si el dolor seguía aumentando de esa manera.

* * *

Eran poco más de las once cuando Mahler comprendió que, pese a todo, quería vivir.

Había sufrido el primer ataque al corazón ocho años antes, cuando fue a entrevistar a un pescador que había recogido un cadáver en las redes de arrastre. Al bajar del barco la intensidad de la luz disminuyó de repente, se redujo a un punto y no recordaba nada de lo acaecido después hasta que se despertó acostado sobre un montón de redes. Si no hubiera intervenido el marinero, que era un socorrista experto en temas de corazón y pulmón, el problema de Mahler habría terminado allí.

Un cardiólogo constató su miocarditis y la necesidad de llevar un marcapasos para asegurar los latidos de su corazón. Mahler pasó entonces un periodo tan depresivo que sopesó la idea de tentar a la suerte y dejar que la muerte siguiera su curso, sin embargo, se sometió a aquella operación.

Después nació Elias y Mahler tuvo, por primera vez en muchos años, una razón por la que valía la pena tener un corazón. El marcapasos había funcionado fielmente y le había permitido ejercer de abuelo tanto como quiso.

Pero ahora…

En la frente, se le perló de sudor la línea del cabello y se llevó la mano al corazón; latía cuando menos el doble de rápido de lo normal. No sabía cómo era posible, pero el pulso se avivaba por su cuenta e ignoraba el ritmo regular del marcapasos. Mahler sintió bajo su mano que el corazón se le aceleraba cada vez más.

Se puso los dedos en la muñeca, miró el despertador y contó los segundos. Su corazón latía ciento veinte veces por minuto, pero no estaba seguro de que fuera cierto. Hasta el segundero del reloj parecía moverse más deprisa de lo habitual.

«Tranquilo, tranquilo… Ya se pasará…».

Sabía que tales paroxismos cardiacos no eran peligrosos mientras no llegaran a niveles extremos. Eran la inquietud y la angustia las que perjudicaban a los pacientes. Intentó respirar tranquilo mientras el corazón le latía cada vez más deprisa.

Tuvo una ocurrencia y colocó los dedos encima del marcapasos, la caja metálica que llevaba justo debajo de la piel y que protegía su vida. Era imposible determinar si trabajaba más deprisa de lo normal, pero él sospechó que eso era lo que sucedía: lo mismo que con el reloj.

Se acurrucó en el sofá en posición fetal. La jaqueca amenazaba con reventarle la cabeza, el corazón latía desbocado y para su propio asombro comprobó que no quería morirse. No. Al menos no porque una máquina golpeara su corazón hasta machacarlo. Se sentó y entornó los ojos contra la luz procedente de la pantalla del ordenador. También había aumentado y todos los iconos se veían borrosos en medio de aquel resplandor blanco.

«¿Qué hago?».

Nada. No iba a hacer nada que pudiera angustiar su corazón aún más. Se volvió a tumbar en el sofá con la mano en el pecho. El corazón le latía entonces con tal fuerza que era imposible sentir cada palpitación aislada, aquello era un redoble de tambor del reino de los muertos cuyo tempo iba en aumento. Mahler cerró los ojos esperando el crescendo.

Todo acabó cuando ya creía que la piel del tambor iba a estallar y que su campo de visión se iba a reducir como aquella vez.

La fibrilación cardiaca cesó y volvió a su viejo ritmo absorbente. Él permaneció inmóvil con los ojos cerrados, luego respiró profundamente y se palpó el rostro como para comprobar que aún seguía allí. El semblante estaba en su sitio, bañado en sudor. Las ardientes gotas se deslizaban lentamente a través del pliegue del estómago, produciéndole un cosquilleo.

Abrió los ojos. Los iconos del ordenador brillaban como siempre contra el fondo azul oscuro, y después se apagó la pantalla. El perro del patio había dejado de ladrar.

«¿Qué ha pasado?».

El reloj marcaba los segundos a un ritmo normal, y en el mundo se había hecho un gran silencio. Sólo entonces fue consciente de la cacofonía de gritos y sonidos previos a esta gran calma, ahora, cuando ya no se oían. Se pasó la lengua por los labios con sabor a sal, se acurrucó y se quedó con la vista fija en el reloj.

«Segundos, minutos… En un segundo nacemos, en otro morimos».

Llevaba así unos veinte minutos cuando sonó el teléfono. Se deslizó del sofá y se arrastró hasta el escritorio. Tal vez las piernas aguantaran su peso, pero tuvo la impresión de que sería más seguro ir a gatas. Se sentó en la silla del escritorio y levantó el auricular.

– Sí, soy Mahler.

– Hola, soy Ludde. Desde Danderyd.

– Sí… Hola.

– Oye, tengo algo para ti.

Ludde había sido uno de sus innumerables contactos, le pasaba información cuando Mahler trabajaba en el periódico. Como celador del hospital de Danderyd, a veces oía o veía cosas que podían ser «de interés general», en palabras del propio Ludde.

– Yo ya no estoy en activo -le contestó Mahler-, tendrás que llamar a Benke… Bengt Jannsson, el redactor de noche en…

– Escucha esto: los muertos se han despertado.

– ¿Qué estás diciendo?

– Los cadáveres. Los muertos del depósito de cadáveres se han despertado de nuevo.

– No.

– Lo que yo te diga. Los patólogos acaban de llamar aquí totalmente histéricos, querían que bajara más personal para ayudar.

Mahler vio cómo su mano se movía de forma instintiva por el escritorio en busca del bloc de notas, pero la retiró meneando la cabeza.

– Ludde, tranquilízate un poco. ¿Sabes lo que estás…?

– Sí, lo sé. Lo sé. Pero es verdad. La gente corre por aquí dando vueltas… allí abajo el caos es total. Se han despertado. Todos.

La verdad es que Mahler podía oír de fondo voces de personas que hablaban alteradas, pero no podía entender lo que decían. Algo estaba pasando, pero…

– Ludde. Cuéntamelo otra vez desde el principio.

Su interlocutor lanzó un suspiró. Al fondo se oyó gritar a alguien:

– ¡Llama a urgencias!

Cuando Ludde volvió a hablar con la boca cerca y la mano delante del auricular, su voz resultaba casi erótica.

– Al principio esto ha sido un caos total por lo de la corriente. Todo estaba en marcha y nada funcionaba. ¿Lo sabes, no? Lo de la corriente.

– Sí, claro, lo sé.

– Bien. Luego, hace cinco minutos… los médicos forenses han llamado a recepción diciendo que querían un par de chicos de seguridad porque había un grupo de muertos a punto de… escaparse. Bien. Los vigilantes se echan a reír, menuda broma y tal, pero bajan de todos modos. Bien. Dos minutos después llaman los vigilantes diciendo que necesitan refuerzos porque ahora se han despertado todos. Más cachondeo. Bajan algunos más, tal vez haya alguna fiesta en marcha allá abajo. Bien. Luego ha llamado un médico diciendo lo mismo… y ahora han llamado hasta a los cirujanos de urgencias.

– Pero -preguntó Mahler- ¿cuántos muertos tenéis ahí?

– No sé. Cien. Por lo menos. ¿Vas a venir o qué?

El periodista miró el reloj: eran las 23:25.

– Sí, sí, voy para allá.

– Estupendo. ¿Traerás…?

– Sí, sí.

Se vistió, cogió la grabadora, el teléfono y la cámara digital que nunca se había decidido a devolver al periódico, por si acaso, y también un par de billetes de mil para Ludde. Luego, bajó las escaleras todo lo deprisa que se atrevió.

El corazón aún seguía acelerado cuando se apretujó en el interior de su Ford Fiesta, arrancó y se dirigió hacia el este. Al salir de la glorieta de Blackeberg telefoneó a Benke, le contó que sí, que lo había dejado, pero que acababa de recibir un soplo sobre un asunto en Danderyd y que iba a ver lo que había. Benke se alegró de su vuelta.

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