John Lindqvist - Descansa En Paz

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Considerado por la Academia Sueca uno de los autores de mayor talento, aclamado por la crítica como el nuevo Stephen King y considerado por los lectores el sucesor de Stieg Larsson, el maestro escandinavo del terror se imagina en su nueva novela qué pasaría si Estocolmo fuese tomado por los zombies.
Algo muy extraño está ocurriendo en la capital de Suecia: en medio de una inusual ola de calor, la gente se da cuenta de que no puede apagar la luz ni los aparatos eléctricos. De repente, una noticia sacude a la nación: en la morgue los muertos están resucitando. ¿Qué es lo que quieren? Lógicamente, volver a casa…

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– Por lo visto está sucediendo… en varios sitios por toda la zona de Estocolmo.

– ¿Que se despiertan?

– Sí.

Permanecieron un momento en silencio. Mahler vio ante sí cómo se desarrollaba la misma escena en varios lugares. ¿De cuántos muertos estarían hablando? ¿200? ¿500? Se quedó de repente helado, rígido.

– ¿Y en los cementerios? -inquirió.

– ¿Qué?

– Los cementerios. Los enterrados.

– ¡Dios mío…! -musitó Benke con tono casi inaudible, y añadió-: No sé… No sé… No hemos recibido ninguna… -Se interrumpió-. ¿Gustav?

– ¿Sí?

– Esto es una broma, ¿no? Me estás tomando el pelo. Eres tú quien ha…

Mahler orientó el móvil hacia la sala de autopsias, miró con los ojos en blanco durante un par de segundos, después se volvió a poner el teléfono en la oreja. Benke estaba hablando solo.

– … esto es absurdo. ¿Cómo puede suceder…? Aquí, en Suecia…

Mahler lo interrumpió.

– Benke. Tengo que irme.

El redactor de noche se impuso al hombre incrédulo, y Benke preguntó:

– Estarás haciendo fotos, ¿no?

– Sí, sí.

Mahler se guardó el móvil. El corazón le latía desbocado.

«Elias no fue incinerado, Elias fue enterrado, Elias fue enterrado, Elias, Elias yace en el cementerio de Råcksta, Elias…».

Extrajo la cámara de la bolsa y sacó unas fotos a toda prisa. La situación se había estabilizado y parecía bajo control. Aquí. Por el momento. Se fijó en él uno de los celadores que sujetaba a un señor mayor, que no cesaba de mover la cabeza de arriba abajo como si quisiera decir: «¡Sí, sí, estoy vivo, estoy vivo!», y le gritó:

– ¡Oye, tú! ¿Qué haces?

El periodista hizo un gesto evasivo…

«No tengo tiempo».

… y salió retrocediendo de la sala. Se dio la vuelta y echó a correr hacia las escaleras.

Fuera del tanatorio había un hombre viejísimo, delgado como un palillo, hurgando con los dedos en la tirilla de su mortaja. Una de las mangas de quita y pon se le había caído y el tipo estaba boquiabierto; parecía preguntarse cómo se había puesto aquella prenda tan elegante y qué iba a hacer ahora que la había roto.

* * *

Había varios coches de la policía aparcados fuera de la entrada del hospital, y Mahler murmuró:

– ¿Policías? ¿Qué van a hacer? ¿Arrestarlos?

El sudor le chorreaba por todo el cuerpo cuando llegó hasta su vehículo. La cerradura del lado del conductor estaba estropeada y había que empujar con el cuerpo para que se abriera. Cuando lo hizo, la manija se le deslizó entre los dedos y bajo sus pies el asfalto dio un giro de noventa grados, Mahler sintió un golpe en los hombros y en la nuca.

Quedó tendido cuan largo era al lado de su coche, mirando a las estrellas. El estómago subía y bajaba como un fuelle al ritmo de sus profundos resuellos. Oyó el ruido de las sirenas a lo lejos, una buena melodía para un reportero en condiciones normales, pero él ya no podía más.

Las estrellas titilaban encima de él; su respiración se fue sosegando.

Gustav concentró la vista en un punto lejano más allá de las estrellas.

– ¿Dónde estás, mi querido niño? ¿Estás allí… o aquí?

Pasados unos minutos volvió a sentirse con fuerzas. Se levantó, entró en el vehículo, arrancó y se alejó del aparcamiento del hospital, conduciendo en dirección a Råcksta. Le temblaban las manos por el agotamiento. O ante la expectativa.

Täby Kyrkby, 23:20

Elvy preparó la cama a su nieta en la habitación de Tore. El persistente olor a hospital causado por los antisépticos se mezclaba desde hacía tres semanas con el de los productos de limpieza. No quedaba ni rastro del propio Tore. Ya al día siguiente de su muerte, Elvy había tirado a la basura el colchón, las almohadas y toda la ropa de cama, y había comprado un juego nuevo.

Cuando Flora la visitó al día siguiente, a la abuela le había sorprendido que la chica no tuviera ningún reparo en pasar la noche en el dormitorio donde acababa de morir su abuelo, sobre todo pensando en su sensibilidad.

– Yo lo conocía. Él no me da miedo -se limitó a decir Flora, y el tema quedó zanjado.

La chica entró y se sentó en el borde de la cama. Elvy se quedó mirándole la camiseta de Marylin Manson, que le llegaba por las rodillas, y le preguntó:

– ¿Tienes otra ropa para mañana?

Flora sonrió.

– Claro. Yo también tengo mis límites.

– No es que a mí me importe, pero… -dijo Elvy mientras ahuecaba las almohadas.

– Las viejas -la interrumpió Flora.

– Sí. Las viejas. -Elvy frunció el entrecejo-. Bueno, la verdad es que a mí también me parece que…

Flora puso su mano sobre las de la anciana y la interrumpió.

– Abuela, ya te lo he dicho. Yo también pienso que debe asistirse bien vestido a un entierro. -Hizo una mueca-. A las bodas en cambio…

Elvy se echó a reír.

– El día menos pensado estarás tú ante al altar -le dijo, y añadió-: Puede que sí, o puede que no.

– Seguramente, nunca -replicó la chica, y se dejó caer hacia atrás en la cama con los brazos extendidos. Se quedó mirando al techo, abriendo y cerrando las manos como si estuviera cogiendo pelotas invisibles que cayeran del cielo. Cuando había cogido diez, le preguntó:

– ¿Qué pasa cuando uno muere? ¿Qué pasa cuando uno muere?

Elvy no sabía si la pregunta iba dirigida a ella, pero de todos modos la respondió:

– Uno llega a algún otro sitio.

– ¿A algún sitio? ¿Adónde? ¿Al cielo?

La anciana se sentó en la cama al lado de su nieta; alisó la sábana que ya estaba estirada.

– No lo sé -reconoció-. El cielo sólo es un nombre que le hemos dado a eso que nos resulta totalmente desconocido. No es más que… algún otro sitio.

Flora no respondió, siguió recogiendo unas cuantas pelotas más. De repente se sentó, y pegándose casi a Elvy, le preguntó:

– ¿Qué ha sido lo de antes? ¿Lo que pasó en el jardín?

Elvy permaneció un rato en silencio. Cuando empezó a hablar, lo hizo en voz baja e insegura.

– Sé que no compartes mis creencias -dijo ella-, pero intenta verlo de esta manera: vamos a olvidarnos de Dios, de la Biblia y de todo eso, y vamos a concentrarnos en el alma, en que la persona tiene un alma. Estarás de acuerdo conmigo, ¿no?

– No sé -dijo Flora-. Yo creo que nos morimos y nos queman, y que entonces ya no queda nada.

La mujer asintió.

– Sí, claro, pero yo lo he razonado de esta manera. Una persona vive una vida, acumula pensamientos, experiencias, afectos, y cuando llega a los ochenta años y aún tiene agilidad intelectual, el cuerpo empieza poco a poco a desmoronarse. Esa persona interiormente sigue siendo la misma persona, sigue viviendo y pensando plenamente mientras su cuerpo se debilita, se consume,,y la persona permanece allí dentro hasta el último momento, gritando: «No, no, no…», y luego se acaba todo.

– Sí -concedió Flora-. Así es.

La anciana se acaloró, tomó la mano de Flora, se la llevó a los labios y la besó suavemente.

– Pero a mí -prosiguió ella-, a mí eso me parece completamente absurdo. Siempre me lo ha parecido. Para mí… -Elvy se levantó de la cama agitando las manos-… es absolutamente indiscutible que las personas tenemos un alma. Tenemos que tenerla. Que todo lo que somos, que nuestra conciencia, que puede abarcar en un segundo todo el universo, dependa de una cosa así… -Elvy hizo con la mano un movimiento envolvente alrededor de su cuerpo-… de un montón de carne como éste para existir… No, no, no. ¡No puedo estar de acuerdo con eso!

– ¿Abuela? ¿Abuela?

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