Hasta que no vio el gran cilindro de la biblioteca, conocido por las fotografías en libros y revistas, no supo que era por eso por lo que se había bajado aquí. Porque era un buen sitio. Alguien del ambiente, probablemente Gert, había contado lo que había que hacer para comprar sexo aquí.
Él no lo había hecho nunca. Lo de comprar sexo.
Una vez Gert, Torgny y Ove habían encontrado un chico cuya madre, una de las conocidas de Ove, había traído de Vietnam. El chico tendría unos doce años y sabía lo que se esperaba de él, le pagaban bien por ello. Sin embargo, Håkan no fue capaz. Había bebido un poco de su Bacardi con cola, disfrutando del cuerpo desnudo del chico dando vueltas por la habitación en la que se habían reunido. Pero luego se acabó.
A los otros, el chico se la había mamado de uno en uno, pero cuando le tocó el turno a Håkan se le hizo un nudo en el estómago. Toda la situación era demasiado asquerosa. La habitación olía a excitación, alcohol y semen. Una gota de esperma de Ove brillaba en la mejilla del chaval. Håkan apartó la cabeza del muchacho cuando se inclinaba sobre su entrepierna.
Los otros lo habían insultado; al final, puras amenazas. Él había sido testigo, tenía que ser cómplice. Lo ridiculizaron por sus escrúpulos, pero ése no era el problema. Sólo que era tan feo, todo. El apartamento de Åke, de una sola habitación, donde él solía pasar las noches; los cuatro sillones desiguales especialmente dispuestos para la ocasión, la música de baile que salía por el estéreo.
Pagó su parte de la juerga y no volvió a ver a los otros. Él tenía sus revistas y fotografías, sus películas. Era suficiente. Era posible que además sintiera escrúpulos, que sólo en aquella ocasión se habían manifestado como una intensa aversión ante la situación.
Entonces, ¿por qué voy a la biblioteca?
Podría coger un libro. El fuego de hacía tres años había devorado toda su vida, y con ella sus libros. Sí. La joya de la Reina de Almqvist, lo podía tomar prestado, antes de hacer su buena obra.
Estaba todo muy tranquilo en la biblioteca a esas horas de la mañana. Señores mayores y estudiantes, la mayoría. Enseguida encontró el libro que buscaba, leyó las primeras palabras.
¡Tintomara! Dos cosas son blancas:
inocencia y arsénico.
Lo volvió a dejar en la estantería. Malas sensaciones. Le recordaba su vida anterior.
Había amado aquel libro, lo había usado en la enseñanza. Leer las primeras palabras le había hecho añorar un sillón de lectura. Y un sillón de lectura tenía que estar en una casa que fuera suya, una casa llena de libros, y tendría que tener un trabajo de nuevo y tendría que… y quería. Pero había encontrado el amor, y él era el que imponía las condiciones ahora. Nada de sillones.
Se frotó las manos como para borrar las huellas del libro que habían sujetado y entró en una sala que había al lado.
Una mesa alargada con personas leyendo. Palabras, palabras, palabras. Al fondo de la sala se sentaba un chico joven con cazadora de cuero columpiándose en la silla mientras hojeaba sin mayor interés un libro con ilustraciones. Håkan se dirigió hacia allí e hizo como que examinaba los libros de geología mirando de reojo al muchacho de vez en cuando. Finalmente, el chico alzó la mirada y ambas se cruzaron; el chaval arqueó las cejas como preguntando:
– ¿Quieres?
No, claro que no quería. El chico tenía unos quince años, con la cara aplanada de los europeos del este, espinillas y los ojos rasgados y profundos. Håkan se encogió de hombros y salió de la sala.
Fuera ya de la entrada principal el muchacho lo alcanzó, hizo un gesto con el dedo y preguntó:
– Fire?
Håkan negó con la cabeza.
– Don't smoke.
– Okey.
El chico sacó un encendedor de plástico, encendió un cigarrillo, le miró con los ojos entornados a través del humo.
– What you like?
– No, I…
– Young? You like young?
Se apartó del muchacho, alejándose de la entrada principal donde cualquiera podía verle. Necesitaba pensar. No había imaginado que esto fuera tan sencillo. Había sido una especie de juego, comprobar si era cierto lo que había dicho Gert.
El chico lo siguió, se puso a su lado junto al muro de piedra.
– How? Eight, nine? Is difficult, but…
– ¡NO!
Parecía tan endiabladamente perverso. Un pensamiento tonto. Ni Ove ni Torgny habían tenido un aspecto… especial, en lo más mínimo. Hombres normales con trabajos normales. El único, Gert, que vivía de la inmensa herencia que le había dejado su padre y podía permitirse cualquier cosa , y después de sus muchos viajes al extranjero había empezado a tener un aspecto francamente repulsivo. Una flacidez alrededor de la boca, una película en los ojos.
El chico se calló cuando Håkan alzó la voz, observándolo a través de aquellas hendiduras que tenía por ojos. Dio otra calada al cigarrillo, lo tiró al suelo y lo pisó, extendió los brazos.
– What?
– No, I just…
El muchacho se le acercó un poco.
– What?
– maybe… twelve?
– Twelve? You like twelve?
– I… . yes.
– Boy.
– Yes.
– Okey. You wait. Number two.
– Excuse me?
– Number two. Toilet.
– Oh. Yes.
– Ten minutes.
El chico se subió la cremallera de la cazadora y desapareció escaleras abajo.
Doce años. Cabina dos. Diez minutos.
Aquello era tonto, tonto de verdad. ¿Y si llegaba un policía? Tenían que estar al corriente de lo que pasaba allí después de tantos años. Entonces se jodió. Lo iban a relacionar con el trabajo que había realizado dos días antes y sería el fin de todo. No podía hacer aquello.
Voy hasta los servicios, sólo a ver qué tal resulta.
En los servicios no había nadie. Un urinario y tres cabinas. El número dos, lógicamente, sería el del medio. Puso una corona en la cerradura, abrió y entró, cerró la puerta y se sentó en el retrete.
Las paredes de la cabina estaban llenas de pintadas. Nada que uno esperara encontrarse en una biblioteca pública. Alguna que otra cita literaria:
HARRY ME, MARRY ME, BURY ME, BITE ME.
Pero lo que más, dibujos obscenos y chistes:
«Mejor un pollo frito en la mano que una polla fría en el ano».
«No es lo mismo tubérculo que ver tu culo».
Y una cantidad increíblemente grande de números de teléfono a los que uno podía llamar si tenía algún deseo especial. Un par de ellos llevaban dibujos y seguramente eran auténticos. No sólo de alguien que quería tomar el pelo a otro.
Bueno. Ya había visto cómo era aquello. Ahora debería marcharse de allí. No podía estar seguro de qué se le ocurriría al de la cazadora de cuero. Se levantó, orinó, se sentó de nuevo. ¿Por qué había orinado? No había sido porque tuviera especialmente ganas. Él sabía por qué lo había hecho.
En caso de que…
La puerta de fuera se abrió. Contuvo la respiración. Algo dentro de él confiaba en que fuera un policía. Un hombre policía grandote que abriera la puerta de su cabina de una patada y lo maltratara con la porra antes de arrestarlo.
Voces bajas, pasos quedos, un golpe suave en la puerta.
– ¿Sí?
Otro golpecito. Tragó un embarazoso nudo de saliva y abrió.
Fuera había un chico de once, doce años. Rubio, la cara con forma de cebolla. Labios delgados, ojos azules inexpresivos. Anorak rojo, algo grande para él. Justo detrás estaba el chaval más mayor con la cazadora de cuero. Enseñó cinco dedos.
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