El hombre parecía no ser consciente de que lo estaban observando. No hacía otra cosa que estar sentado a la mesa mirándose las manos, parecía como si toda la miseria del mundo estuviera concentrada en una mochila que colgara de sus hombros. Se tomó enseguida su segundo whisky y pidió otro.
El camarero se inclinó hacia él y le dijo algo. El hombre rebuscó con la mano en el bolsillo y sacó unos billetes. El camarero hizo un gesto con las manos como diciendo que no quería decir eso, aunque eso era precisamente lo que había querido decir, y se retiró para servir un nuevo pedido.
No sorprendía que el crédito del hombre se hubiera puesto en duda. Sus ropas estaban arrugadas y manchadas como si hubiera dormido en algún sitio poco cómodo. La corona de pelo sin arreglar alrededor de la calva le caía hasta las orejas. Su rostro aparecía dominado por una nariz bastante grande, roja, y una barbilla saliente. Entre ellas, un par de labios pequeños y abultados que se movían de vez en cuando, como si el hombre hablara consigo mismo. No hizo ni el más mínimo gesto cuando le sirvieron el whisky.
El grupo volvió a la discusión en la que estaban metidos: si Ulf Adelsohn no iba a ser todavía peor de lo que había sido Gösta Bohman. Sólo Lacke, de vez en cuando, miraba de reojo al nuevo. Después de un rato, cuando el hombre ya había tenido tiempo de pedir otro whisky más, dijo:
– ¿No deberíamos… preguntarle si quiere sentarse con nosotros?
Morgan echó una mirada por encima del hombro al forastero, que se había hundido un poco más en la silla.
– No. ¿Por qué? Le ha dejado la mujer, el gato se ha muerto y la vida es un infierno. Eso ya me lo sé yo.
– A lo mejor invita.
– Eso ya es otro cantar. Entonces puede que tenga también cáncer
– Morgan se encogió de hombros-. A mí no me importa.
Lacke miró a Larry y a Jocke. Por señas le dijeron que estaba bien y Lacke se levantó y fue hasta la mesa del hombre.
– Hola.
El hombre levantó los ojos hacia Lacke. Tenía la mirada completamente turbia. El vaso que había en la mesa estaba casi vacío. Lacke, apoyándose en la silla que estaba al otro lado de la mesa, se inclinó hacia él.
– Sólo queríamos preguntarte si quieres… sentarte con nosotros.
El hombre movió la cabeza despacio e hizo un gesto torpe de rechazo con la mano.
– No. Gracias. Pero siéntate.
Lacke sacó la silla y se sentó. El hombre se tomó lo que quedaba en el vaso e hizo una señal al camarero.
– ¿Quieres algo? Te invito.
– Entonces, lo mismo que tú.
Lacke no quería decir la palabra «whisky» porque parecía mal pedirle a alguien que te invite a algo tan caro, pero el hombre asintió, y cuando el camarero se acercó hizo el signo de la V con los dedos señalando a Lacke. Lacke se echó hacia atrás en la silla. ¿Cuánto tiempo hacía que no se tomaba un whisky en un bar? Tres años. Por lo menos.
El hombre no daba señales de querer iniciar una conversación, así que Lacke carraspeó y dijo:
– Vaya frío que hemos tenido.
– Sí.
– Seguro que pronto nieva.
– Mmm.
El whisky llegó a la mesa e hizo superflua la conversación por un momento. Incluso a Lacke le sirvieron uno doble y sintió cómo los ojos de sus compañeros se le clavaban en la espalda. Después de un par de sorbitos levantó el vaso.
– Bueno, salud. Y gracias.
– Salud.
– ¿Vives por aquí?
El hombre miraba fijamente al aire, parecía que consideraba la pregunta como si fuera algo en lo que él mismo nunca se había parado a pensar. Lacke no pudo decidir si el movimiento de cabeza que hacía el otro era una respuesta o si formaba parte de su monólogo interno.
Lacke dio un sorbo más, decidió que si el hombre no contestaba a la próxima pregunta significaba que quería estar tranquilo, no hablar con nadie. En ese caso Lacke cogería su vaso e iría a sentarse con los otros. Habría hecho lo que exige la cortesía cuando a uno lo invitan. Deseaba que el hombre no contestase.
– Bueno. ¿A qué te dedicas?
– Yo…
El hombre arqueó las cejas y las comisuras de los labios se elevaron de forma convulsiva en un esbozo de sonrisa que se desvaneció.
– … ayudo un poco.
– Ah. ¿Con qué?
Una especie de prudencia cruzó sus ojos cuando su mirada se encontró con la de Lacke. Éste sintió un ligero estremecimiento en la parte baja de la espalda. Como si una hormiga negra le hubiera picado encima de la rabadilla.
El hombre se frotó los ojos y pescó algunos billetes de cien en el bolsillo del pantalón, los dejó sobre la mesa y se levantó.
– Disculpa. Tengo que…
– Vale. Gracias por el whisky.
Lacke alzó su vaso hacia el hombre, pero éste ya iba camino del perchero, descolgó a tientas su abrigo y salió. Lacke siguió sentado de espaldas al grupo mirando el pequeño montón de billetes. Cinco de cien. Un whisky doble costaba sesenta coronas, y se habrían bebido cinco, posiblemente seis.
Lacke miró de soslayo. El camarero estaba ocupado cobrando a una pareja de viejos, los únicos clientes que habían cenado. Mientras se levantaba, Lacke cogió un billete y lo arrebujó rápidamente en la mano hasta convertirlo en una bola, se metió la mano en el bolsillo y volvió con sus colegas.
A mitad de camino se dio cuenta, se volvió a la mesa y volcó lo que había quedado en el vaso del otro en su propio vaso, se lo llevó.
La típica noche con suerte.
– Pero si esta noche echan Notknäckarna.
– Sí, pero vengo.
– Empieza en… media hora.
– Lo sé.
– ¿Qué tienes tú que hacer por ahí a estas horas?
– Sólo voy a dar una vuelta.
– Bueno, no tienes que ver Notknäckarna si no quieres. Puedo verlo sola, si tienes que salir.
– Ya, ya, yo… vengo más tarde.
– Sí, sí. Entonces espero para calentar las crêpes.
– No, puedes… vengo más tarde.
Oskar se fue. Notknäckarna era su programa favorito y el de su madre. Su madre había preparado crêpes rellenos con gambas para comerlos delante de la tele. Sabía que se entristecería si él se iba, en lugar de quedarse… esperando con ella.
Pero había estado mirando por la ventana desde que se había hecho de noche y acababa de ver a la chica saliendo del portal de al lado y yendo hacia el parque. Se había retirado inmediatamente de la ventana. No fuera ella a creer que él…
Luego había esperado cinco minutos antes de ponerse la ropa y salir. No cogió gorro.
No se veía a la muchacha en el parque; seguramente estaría sentada, acurrucada en la escalera del tobogán, como ayer. Las persianas de su ventana estaban todavía bajadas, pero había luz en el piso. Menos en el cuarto de baño. Un cristal oscuro.
Oskar se sentó en el borde de la arena, aguardando. Como si se tratara de un animal que fuera a salir de su madriguera. Pensaba esperar sólo un poco. Si la chica no aparecía se volvería a casa, como si nada.
Sacó su cubo de Rubik, lo movió un poco por hacer algo. Se había cansado de tener que pensar todo el tiempo en aquella dichosa esquina y mezcló todo el cubo para empezar desde el principio.
El ruido del cubo aumentaba en el aire frío, sonaba como una pequeña máquina. Por el rabillo del ojo Oskar vio cómo la chica se levantaba de la escalera. Él siguió dando vueltas para empezar a hacer de nuevo una cara de un color. La muchacha estaba quieta. Notó una ligera inquietud en el estómago, pero hizo como si no la hubiera visto.
– ¿Estás aquí de nuevo?
Oskar levantó la cabeza, hizo como si se sorprendiera, dejó pasar unos segundos y luego dijo:
– ¿Estás aquí otra vez?
La chica no dijo nada y Oskar siguió dando vueltas. Tenía los dedos rígidos. Era difícil distinguir los colores en la oscuridad, por lo que trabajaba sólo con la cara blanca, que era la más fácil de ver.
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