– ¿Por qué estás ahí sentado?
– ¿Por qué estás ahí de pie?
– Quiero estar tranquila.
– Yo también.
– Entonces vete a casa.
– Vete tú. Yo he vivido aquí más tiempo que tú.
Ahí le dolía a ella. La cara blanca estaba lista y era difícil continuar. Los otros colores no eran más que una masa gris oscuro. Siguió dando vueltas, al tuntún.
Cuando volvió a levantar la vista, la chica estaba en la barandilla y saltó. Oskar lo sintió en el estómago cuando dio contra el suelo; si él hubiera intentado un salto así seguro que se habría hecho daño. Pero la muchacha aterrizó suavemente como un gato, llegó hasta donde él estaba. Él volcó su atención en el cubo. Ella se paró frente a él.
– ¿Qué es eso?
Oskar miró a la chica, al cubo y de nuevo a la chica.
– ¿Esto?
– Sí.
– ¿No lo sabes?
– No.
– El cubo de Rubik.
– ¿Cómo dices?
Oskar pronunció las palabras exageradamente claras.
– El cubo de Rubik.
– ¿Eso qué es?
Oskar se encogió de hombros.
– Un juego.
– ¿Un puzzle?
– Sí.
Oskar le alargó el cubo a la chica.
– ¿Quieres probar?
Ella lo cogió de sus manos, le dio la vuelta, mirando todas las caras. Oskar se echó a reír. La muchacha parecía un mono examinando una fruta.
– ¿No has visto uno de estos antes?
– No. ¿Cómo se hace?
– Así…
Oskar cogió de nuevo el cubo y la chica se sentó junto a él. Él le enseñó cómo se giraba y que la cosa consistía en conseguir que cada cara estuviera entera de un solo color. Ella cogió el cubo y empezó a girar.
– ¿Ves los colores?
– Naturalmente.
Oskar la miraba de reojo mientras ella trabajaba con el cubo. Tenía el mismo jersey de color rosa que el día anterior y no podía comprender que no tuviera frío. Él mismo empezaba a quedarse frío allí sentado, a pesar de la cazadora.
Naturalmente.
Hablaba raro también. Como un adulto. A lo mejor era hasta más mayor que él, aunque estuviera tan flaca. Su cuello blanco y delgado sobresalía del cuello tipo polo del jersey, se transformaba en una marcada mandíbula. Como la de un maniquí.
Una ráfaga de viento sopló en dirección a Oskar, tragó y respiró por la boca. El maniquí apestaba.
¿No se lavará?
Pero el olor era peor que si fuera sudor viejo. Se parecía más al olor de cuando se quita una venda de una herida infectada. Y su pelo…
Cuando se atrevió a mirarla con más detenimiento, mientras estaba ocupada con el cubo, vio que tenía el pelo totalmente pegajoso y lleno de enredos y nudos. Como si tuviera pegamento o… barro en él.
Mientras observaba a la chica respiró inconscientemente por la nariz y sintió una arcada en la garganta. Se levantó, fue hacia los columpios y se sentó. Era imposible estar a su lado. La muchacha parecía no notar nada.
Después de un rato se levantó, fue hacia ella, que seguía sentada y absorta en el cubo.
– Oye: tengo que irme a casa ya.
– Mmm.
– El cubo…
La chica paró. Dudó un momento y después se lo devolvió sin decir nada. Oskar lo cogió, la miró y se lo volvió a dejar. -Te lo dejo prestado. Hasta mañana. Ella no lo cogió.
– No.
– ¿Por qué no?
– A lo mejor no estoy aquí mañana.
– Hasta pasado mañana, entonces. Pero después no te lo presto más.
La chica se quedó pensándolo. Luego cogió el cubo.
– Gracias. Seguro que estoy aquí mañana.
– ¿Aquí?
– Sí.
– De acuerdo. Adiós.
– Adiós.
Cuando se dio la vuelta alejándose oyó de nuevo el ruido del cubo. Ella pensaba seguir allí, con su jersey fino. Su madre y su padre tenían que ser… distintos, si la dejaban salir de casa de esa manera. Se le podía inflamar la vejiga.
– ¿Dónde has estado?
– Fuera.
– Estás borracho.
– Sí.
– Dijimos que ibas a acabar con eso.
– Tú lo dijiste. ¿Qué es eso?
– Un puzzle. No está bien que tú…
– ¿De dónde lo has sacado?
– Prestado. Håkan, tienes que…
– ¿Quién te lo ha prestado?
– Håkan, no hagas eso.
– Hazme feliz entonces.
– ¿Qué quieres que haga?
– Déjame tocarte.
– Sí. Con una condición.
– No. No, no. Entonces no.
– Mañana. Debes.
– No. Otra vez no. ¿Cómo que prestado? Tú no coges nunca nada prestado. ¿Qué es?
– Un puzzle.
– ¿No tienes ya bastantes puzzles? Te preocupas más de tus puzzles que de mí. Puzzle. Beso. Puzzle. ¿Quién te lo ha prestado? ¿QUIÉN TE LO HA PRESTADO, pregunto?
– Håkan, déjalo.
– Me siento tan jodidamente desgraciado.
– Ayúdame. Una vez más. Después estaré lo suficientemente fuerte como para valerme por mí misma.
– Sí, precisamente por eso.
– No quieres que me valga por mí misma.
– ¿Qué vas a hacer conmigo entonces?
– Te quiero.
– No me quieres nada.
– Sí. De alguna manera.
– Eso no existe. Uno quiere o no quiere.
– ¿Es eso cierto?
– Sí.
– Entonces no sé.
La mística de la barriada es la falta de misterio.
Johan Eriksson
El sábado por la mañana había tres grandes fardos con propaganda ante la puerta de la casa de Oskar. Su madre le ayudó a doblarlos. Tres papeles distintos en cada paquete, cuatrocientos ochenta paquetes en total. Cada paquete repartido suponía unos catorce céntimos de media. Los peores eran los repartos de una sola hoja, que salían a siete céntimos. Los mejores (y peores, puesto que había que doblar muchos) eran los de cinco papeles, que suponían veinticinco céntimos.
No tenía que andar mucho, puesto que los bloques altos entraban en su distrito. Allí se deshacía de ciento cincuenta paquetes en menos de una hora. El recorrido entero le llevaba cuatro horas aproximadamente, incluyendo volver a casa una vez para reponer material. Cuando iban cinco papeles en cada paquete tenía que hacer dos viajes a casa para reponer.
La propaganda debía estar repartida el martes por la tarde a más tardar, pero él solía repartirlo todo el sábado. Así lo tenía hecho.
Oskar estaba sentado en el suelo de la cocina doblando; su madre, en la mesa. No era un trabajo divertido, pero le gustaba el caos que se creaba. El gran desorden que, poco a poco, acababa ordenado en dos, tres, cuatro bolsas de papel repletas de hojas primorosamente dobladas.
Su madre colocó otro montón de papeles doblados en la bolsa, meneando la cabeza.
– Bueno, la verdad es que esto no me gusta.
– ¿El qué?
– No se te ocurra… si alguien abre la puerta o algo así… no se te ocurra…
– No. ¿Por qué iba a hacerlo?
– Hay tanta gente rara.
– Sí.
Esta conversación se repetía, de una u otra forma, cada sábado. El viernes por la tarde su madre había dicho que no saldría de ninguna de las maneras a repartir propaganda este sábado, por lo del asesino. Pero Oskar le había prometido por activa y por pasiva que gritaría con sólo que alguien le dirigiera la palabra, y su madre había cedido.
No había ocurrido nunca que alguien hubiera intentado invitar a Oskar a su casa o algo por el estilo. Una vez había salido un viejo y le había echado la bronca porque «metía un montón de mierda en el buzón», pero después de aquello había dejado de meter propaganda en el casillero del anciano.
El viejo tendría que sobrevivir sin saber que esa semana podía hacerse un corte de pelo de fiesta, con mechas, por doscientas coronas en la peluquería de señoras.
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