– No. No me dan ningún regalo. Nunca.
Oskar asintió paralizado. El mundo que tenía a su alrededor había dejado de existir. Sólo aquellos dos agujeros negros a un palmo de distancia. El vaho de sus bocas se mezclaba, ascendía, se dispersaba.
– ¿Te gustaría hacerme un regalo?
– Sí.
Su voz sonó menos que un susurro. Sólo un suspiro. La cara de la chica estaba cerca y sus mejillas, suaves como el cuchillo de untar la mantequilla, atrajeron la mirada de Oskar.
Eso le impidió ver cómo le cambiaban los ojos, se le achinaban, tenían otra expresión. Cómo el labio superior se levantaba dejando al descubierto un par de colmillos amarillentos. Él no vio más que sus mejillas y, mientras los dientes de ella se acercaban a su cuello, él le acarició la mejilla con la mano.
La chica se detuvo, paralizada por un instante, luego se apartó. Sus ojos recuperaron su aspecto anterior, la luz de la ciudad volvió a encenderse.
– ¿Qué has hecho?
– Perdón… yo…
– ¿Qué? ¿Qué hiciste?
– Yo…
Oskar se miró la mano en la que tenía el cubo, aflojó un poco. Lo había apretado tan fuerte que los bordes le habían dejado señales oscuras en la mano. Puso el cubo delante de la chica.
– ¿Lo quieres? Te lo doy.
La chica negó moviendo despacio la cabeza.
– No. Es tuyo.
– ¿Cómo… te llamas?
– Eli.
– Yo me llamo Oskar. ¿Cómo has dicho? ¿Eli?
– … Sí.
La muchacha parecía de pronto inquieta. Con la mirada perdida como si buscara algo en la memoria, algo que no podía encontrar.
– Yo… me tengo que ir ahora.
Oskar asintió. La chica le miró directamente a los ojos durante un par de segundos, luego se volvió para irse. Llegó hasta el borde superior del tobogán y dudó un poco. Se sentó y bajó deslizándose, y se dirigió a su portal.
Oskar apretó el cubo con la mano.
– ¿Vas a venir mañana?
La chica se detuvo y dijo en voz baja:
– Sí. -Y sin volverse, continuó andando. Oskar la siguió con la mirada. No entró en su portal, sino que fue hacia el arco que conducía fuera del patio. Desapareció.
Oskar miró el cubo que tenía en la mano. Increíble.
Giró un poco una sección, para que no estuviera completo. Lo volvió a poner en su sitio. Iba a guardarlo así. Durante un tiempo.
Jocke Bengtsson iba riéndose para sí de vuelta a casa tras el cine. Joder, qué película más divertida, Sällskapsresan. Especialmente los dos tíos dando vueltas todo el rato buscando la Bodega de Pepe, y cuando uno de ellos llevaba a su compañero borracho perdido en la silla de ruedas por la aduana: «inválido». Joder, qué divertido.
Tal vez habría que coger y marcharse a uno de esos viajes con alguno de los colegas. ¿Pero con quién se podía ir?
Karlsson era tan aburrido que paraba los relojes, cualquiera se volvería loco después de dos días. Morgan podía ponerse muy desagradable si bebía demasiado, y fijo que lo haría si realmente aquello era tan barato. Larry era majete, pero tan decrépito que al final tendría que llevarlo en una silla de ruedas. «Inválido».
No, tenía que ser Lacke.
Podrían pasarlo realmente bien los dos juntos una semana allá abajo. Claro, que por otro lado, Lacke era pobre como una rata de sacristía, no tenía nunca dinero. Lo suyo era estar gorroneando cerveza y cigarrillos todas las noches. Nada que decir con respecto a Jocke, pero para un viaje a Canarias no tenía dinero.
No cabía más que rendirse a los hechos: ninguno de los colegas del chino valía gran cosa como compañero de viaje.
¿Y si viajaba solo?
Bueno, Stig Helmer lo había hecho en la película. Aunque estaba como una puta cabra. Luego conoció a Ole. Se enrolló con una donna y todo. No estaría mal. Hacía ya ocho años que María se había largado llevándose al perro y desde entonces no había conocido a nadie en sentido bíblico ni siquiera una vez.
¿Pero habría alguien que le quisiera? Quizá. No tenía tan mal aspecto como Larry, de todas formas. Claro que la bebida se notaba en la cara y en el cuerpo, aunque él la tuviera bajo un cierto control. Hoy, por ejemplo, no había bebido ni una gota, aunque ya eran casi las nueve. De todas formas ahora iba a ir a casa y se iba a tomar un par de gin tonics antes de bajar al chino.
Lo del viaje habría que pensarlo más despacio. Ocurriría como con todas las demás cosas que había pensado hacer durante los últimos años: nada de nada. Pero soñar era gratis.
Fue por el camino del parque, entre la calle Holbergsgatan y Blackebergsskolan. Estaba bastante oscuro, la distancia entre las farolas era de unos treinta metros y el restaurante chino lucía como un faro arriba, en lo alto, a la izquierda.
¿Y si iba y se daba un capricho aquella noche? Yendo directamente al chino y… pero no. Saldría demasiado caro. Los otros creerían que había acertado a las quinielas o algo así, pensarían que era un jodido tacaño si no pagaba una ronda. Mejor ir a casa y tomarse las primeras.
Pasó por debajo de la lavandería; su chimenea con aquel único ojo rojo y el rumor sordo de su interior.
Una noche, cuando volvía a casa bien cargado, tuvo una especie de alucinación y vio cómo la chimenea, desprendiéndose del edificio principal, empezaba a deslizarse cuesta abajo hacia él, gruñendo y chillando.
Se había acurrucado en el camino del parque con las manos en la cabeza esperando el golpe. Cuando por fin bajó los brazos la chimenea estaba donde siempre, magnífica e inmóvil.
La farola más próxima al puente, la de la calle Björnsson, estaba rota, y el camino bajo el puente, un túnel totalmente oscuro. Si hubiera estado borracho ahora habría subido por las escaleras que había al lado del puente y habría continuado por arriba, por la calle Björnsson, aunque se daba un rodeo. Joder, es que veía unas cosas tan raras en la oscuridad cuando estaba bebido. Por eso dormía con la lámpara encendida. Pero ahora iba sobrio.
Aunque, qué coño, tenía ganas de subir por las escaleras igualmente. Las alucinaciones habían empezado a mezclarse con su visión del mundo aun cuando no hubiera bebido. Se quedó parado en medio del camino diciéndose a sí mismo claramente cuál era la situación:
– Estoy empezando a volverme paranoico.
Pero ahora esto es así, ¿entiendes, Jocke? Si no te sobrepones y recorres ese pequeño trecho bajo el puente, tampoco llegarás nunca a las Canarias.
– ¿Por qué?
Pues porque siempre te echas atrás en cuanto surge el más mínimo problema. El menor contratiempo, en todas las situaciones. ¿Crees que vas a ser capaz de llamar a una agencia de viajes, renovar el pasaporte, comprar las cosas para el viaje y, sobre todo, cómo vas a atreverte a dar un paso hacia lo desconocido si no eres capaz de andar este trecho tan pequeño?
Esto será un punto a tu favor. ¿Entonces, qué? ¿Si paso ahora por debajo del puente querrá decir que voy a viajar a las Canarias, que esto tiene arreglo?
Casi creo que llamarás mañana para reservar el billete. Tenerife, Jocke. Tenerife.
Echó a andar de nuevo con la cabeza llena de playas soleadas y copas con las sombrillitas dentro. Joder, claro que iría. No iba a ir al chino esa noche, nada. Se quedaría en casa y miraría los anuncios. Ocho años. Joder, ya era hora de empezar a ponerse las pilas.
Justo cuando empezaba a pensar en las palmeras, en si habría o no palmeras en las Canarias, en si había visto alguna en la película, oyó el ruido. Una voz. Se paró justo en medio del túnel, escuchando. Se oía un gemido que venía de la pared del puente.
– Ayuda.
Sus ojos empezaban a acostumbrarse a la oscuridad, pero sólo podía distinguir un montón de hojas arremolinadas por el viento bajo el puente. Sonaba como si fuera la voz de un niño.
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