John Lindqvist - Déjame entrar

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Oskar, un niño solitario y triste que vive en los suburbios de Estocolmo, tiene una curiosa afición: le gusta coleccionar recortes de prensa sobre asesinatos violentos. No tiene amigos y sus compañeros de clase se mofan de él y le maltratan.
Una noche conoce a Eli, su nueva vecina, una misteriosa niña que nunca tiene frío, despide un olor extraño y suele ir acompañada de un hombre de aspecto siniestro. Oskar se siente fascinado por Eli y se hacen inseparables. Al mismo tiempo, una serie de crímenes y sucesos extraños hace sospechar a la policía local de la presencia de un asesino en serie. Nada más lejos de la realidad.

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Le gustaba aquel sitio por la tarde. A su alrededor un gran cuadrado con cientos de ventanas iluminadas, y él sentado en la oscuridad. Seguro y solo al mismo tiempo. Sacó el cuchillo de la funda. La hoja era tan reluciente que podía ver las ventanas reflejadas en ella. La luna.

Una luna sangrienta…

Oskar se levantó del columpio, avanzó con sigilo hasta estar frente a uno de los árboles, le habló:

– ¿Qué miras, idiota? ¿Quieres morir o qué?

El árbol no contestó y Oskar le clavó el cuchillo, con cuidado. No quería estropear el brillante filo.

– Eso es lo que pasa si alguien se queda mirándome.

Giró el cuchillo de forma que una pequeña astilla se desprendió del árbol. Un trozo de carne. Dijo en voz baja:

– Chilla como un cerdo, vamos.

Se quedó quieto. Le pareció haber oído algo. Echó una ojeada a su alrededor con el cuchillo pegado a la cadera. Lo levantó a la altura de los ojos, lo miró. La punta estaba tan reluciente como antes. Utilizando la hoja como espejo la orientó hacia la escalera del tobogán. Allí había alguien. Alguien que no estaba allí antes. Una figura borrosa contra el acero limpio. Bajó el cuchillo mirando directamente a lo alto del tobogán. Sí. Pero no era el asesino de Vällingby. Era un niño.

La luz era suficiente como para precisar que era una chica a la que no había visto nunca en el patio. Oskar dio un paso en dirección a la escalera. La chica no se movió. Se quedó allí arriba mirándole.

Dio otro paso y de pronto sintió miedo. ¿De qué? De sí mismo. Con el cuchillo fuertemente agarrado avanzaba hacia la chica para clavárselo.

Bueno, no era así, claro. Pero parecía así, por un momento. Y ella sin asustarse.

Oskar se detuvo, metió el cuchillo en la funda y lo guardó dentro de la cazadora.

– Hola.

La chica no contestó. Oskar estaba ya tan cerca de ella que podía ver que tenía el pelo oscuro, la cara pequeña, los ojos grandes. Unos ojos abiertos de par en par que lo miraban tranquilos. Sus manos descansaban blancas en una barra de la escalera.

– He dicho hola.

– Lo he oído.

– ¿Y entonces por qué no has contestado?

La chica se encogió de hombros. Su voz no era tan clara como él había pensado que sería. Sonaba como alguien de su misma edad.

Parecía rara. Media melena negra. Cara redonda, nariz pequeña. Como una de esas muñecas recortables que salen en las páginas infantiles de la revista Hemmets Journal. Muy… bonita. Pero había algo. No tenía gorro ni cazadora. Sólo un fino jersey de color rosa, con el frío que hacía.

La chica señaló con la cabeza el árbol en el que Oskar había clavado el cuchillo.

– ¿Qué haces?

Oskar se sonrojó, pero en la oscuridad no se notaría.

– Estoy practicando.

– ¿Para qué?

– Por si viniera el asesino.

– ¿Qué asesino?

– El de Vällingby. El que acuchilló a ese chico. La chica lanzó un suspiro y miró a la luna. Luego se inclinó hacia delante.

– ¿Tienes miedo?

– No, pero un asesino, claro está, es… es, bueno, si uno puede… defenderse. ¿Vives aquí?

– Sí.

– ¿Dónde?

– Allí -la chica señalaba el portal que estaba al lado del de Oskar-. Al lado del tuyo.

– ¿Y tú cómo sabes dónde vivo yo?

– Te vi antes, por la ventana.

A Oskar se le encendieron las mejillas. Mientras trataba de encontrar algo que decir, la chica saltó de la escalera y aterrizó delante de él. Un salto de más de dos metros.

Seguro que hace gimnasia o algo así.

Era casi exactamente igual de alta que él pero mucho más delgada. El jersey de color rosa se ceñía sobre su cuerpo delgado, sin asomo de pechos. Sus ojos eran negros, enormes, en aquella cara pequeña y pálida. Levantó una mano delante de él, como si estuviera parando algo que se acercaba. Tenía los dedos largos, finos como ramitas.

– No puedo hacerme amiga tuya. Para que lo sepas.

Oskar se cruzó de brazos. Sintió los bordes de la funda del cuchillo bajo la mano a través de la cazadora.

– ¿Y eso por qué?

Una de las comisuras de los labios de la muchacha se contrajo en una especie de sonrisa.

– ¿Hace falta alguna razón ? Te digo las cosas como son. Para que lo sepas.

– Sí, sí.

La chica se dio media vuelta y, alejándose de Oskar, caminó hacia su portal. Cuando había dado ya algunos pasos, Oskar dijo:

– ¿Y crees que yo quiero ser amigo tuyo? Eres tonta de remate.

La chica se paró. Permaneció quieta un instante. Se dio media vuelta y fue otra vez donde estaba Oskar, se detuvo frente a él. Entrelazó los dedos y dejó caer los brazos.

– ¿Qué has dicho?

Oskar cruzó los brazos aún más fuerte sobre el pecho, apretó la mano contra la empuñadura del cuchillo y miró al suelo.

– Que eres tonta… si dices eso.

– ¿De verdad?

– Sí.

– Perdona entonces. Pero es así.

Permanecieron quietos, a medio metro el uno del otro. Oskar continuó mirando al suelo. Le llegó un olor extraño que venía de la chica.

Hacía un año que Bobby, su perro, había tenido una infección en las patas y al final tuvieron que sacrificarlo. El último día Oskar no había ido a la escuela, se había quedado en casa echado durante varias horas al lado del perro enfermo, despidiéndose de él. Bobby le había olido entonces como la chica ahora. Oskar arrugó la nariz.

– ¿Eres tú la que huele tan raro?

– Puede ser.

Oskar levantó la vista del suelo. Se arrepentía de lo que había dicho. Parecía tan… frágil con ese jersey tan fino. Quitó los brazos del pecho e hizo un gesto hacia ella.

– ¿No tienes frío?

– No.

– ¿Por qué no?

La muchacha alzó las cejas, arrugó la cara y pareció por un momento mucho, mucho más mayor de lo que era. Como una mujer vieja a punto de echarse a llorar.

– Habré olvidado cómo se hace.

La chica se dio rápidamente la vuelta y fue hacia su portal. Oskar se quedó allí mirándola. Cuando llegó delante de la pesada puerta, Oskar pensó que tendría que empujar con las dos manos para poder abrirla. Pero ocurrió lo contrario: cogió el picaporte con una mano y la abrió con tanta fuerza que golpeó contra el tope que había en el suelo, rebotó y se cerró tras ella.

Oskar se metió las manos en los bolsillos y se puso triste. Pensaba en Bobby. En el aspecto que tenía en la caja que su padre le había construido. En la cruz que él había hecho en la clase de trabajos manuales y que se rompió cuando la iban a clavar en el suelo helado.

Debería hacer una nueva.

Viernes 23 de octubre

Håkan estaba sentado en el metro otra vez, en dirección al centro. Con diez billetes de mil coronas enrollados y atados con una goma en el bolsillo del pantalón. Con ellos iba a hacer algo bueno. Salvaría una vida.

Diez mil coronas era mucho dinero, y teniendo en cuenta las campañas de Save the Children que decían que «Mil coronas pueden dar comida a una familia entera durante un año» y otras por el estilo, debería de ser posible con diez mil coronas salvar una vida también en Suecia.

¿Pero la de quién? ¿Dónde?

Uno no podía ir alegremente dando el dinero al primer drogadicto que se encontrase y esperar que… no. Y tendría que ser una persona joven. Sabía que era una tontería, pero lo ideal sería uno de esos niños con lágrimas en los ojos como en los cuadros. Un niño que con lágrimas en los ojos cogiera el dinero y… ¿Y qué?

Se bajó en la estación de Odenplan sin saber por qué; caminó hacia la biblioteca pública. Mientras vivía en Karlstad, cuando trabajaba como profesor de sueco en los cursos superiores de la enseñanza obligatoria y todavía tenía una casa donde vivir, era de sobra conocido en el ambiente que la biblioteca pública de Estocolmo era un… buen sitio.

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