El hermano Mochta se apoyó en él para llegar hasta la casa, siguiendo a Fidelma. La puerta se abrió y, juntos, ayudaron al hermano convaleciente a entrar. Antes de cerrar la puerta, Fidelma echó una rápida mirada para asegurarse de que nadie les había visto.
Dentro había una mujer de baja estatura. Tenía más de cuarenta años, aunque la madurez no había deslucido la frescura de sus rasgos, ni su abundante cabellera dorada. Llevaba un vestido ligero que acentuaba una bella figura con caderas que no se habían ensanchado y miembros bien proporcionados.
– Os presento a mi amiga Della -anunció Fidelma-. Os presento al hermano Mochta, que se quedará con vos, y al hermano Eadulf.
Eadulf sonrió sin disimular su agrado ante aquella atractiva mujer.
– ¿A qué se debe que nunca haya visto a esta amiga de Fidelma en la corte de Colgú? -preguntó a modo de saludo, pero enseguida vio que había dicho algo inapropiado.
– No suelo aventurarme a salir de casa, hermano -respondió Della, que pese a lo solemne de su voz, algo tenía de atrayente-. Vivo recluida. La gente de Cashel así lo respeta.
Fidelma añadió casi con brusquedad, como si quisiera subsanar una falta de cortesía:
– Por ese motivo el hermano Mochta estará seguro aquí hasta el día de la vista.
– ¿Vivís recluida? -preguntó Eadulf, confuso-. No debe de ser fácil vivir así en esta ciudad.
– Es posible aislarse en medio de una multitud -respondió Della con serenidad.
– Vos cuidaréis del hermano Mochta, ¿verdad, Della? -solicitó Fidelma, lanzando una mirada a Eadulf como indirecta de que ya había hablado más de la cuenta.
Della sonrió a su amiga.
– Os doy mi palabra, Fidelma.
Della ya estaba ayudando al monje herido a tomar asiento. Al ver el relicario de san Ailbe, el hermano Mochta se tranquilizó visiblemente.
Fidelma tomó a Eadulf del brazo, que se había quedado allí de buen grado hablando de los principios de la soledad, y lo instó a ir hacia la puerta.
– Volveremos a tiempo para la vista, hermano Mochta. Cuidaos esas heridas.
Alzó una mano para despedirse del monje y dedicó a su amiga una sonrisa de agradecimiento.
Una vez fuera, mientras montaban en los caballos, Eadulf comentó:
– Tenéis una amiga peculiar, Fidelma.
– ¿Della? No, no es peculiar. Simplemente es una mujer triste.
– No veo ningún motivo por el que estarlo. Aún es atractiva y no parece que le falte de nada.
– Os contaré algo para que nunca más volváis a mencionar nada al respecto. Della era una mujer de secretos.
Fidelma empleó la palabra bé-táide.
– ¿Una mujer de secretos? -preguntó Eadulf, frunciendo el ceño sin alcanzar a entender el eufemismo.
Al comprender lo que Fidelma le estaba diciendo, se le iluminó el semblante.
– ¿Queréis decir que era prostituta? -preguntó al recordar la palabra echlach.
Fidelma asintió con sequedad.
– Por eso quería impediros pronunciar una palabra más ahí dentro. Es un tema delicado.
Desde una calle lateral accedieron a la calle principal de Cashel. Pasaron por delante de una taberna que había en una esquina. Frente a ésta, en la penumbra, vieron a un hombre bebiendo de un cuerno, que al verlos se apresuró a entrar. Eadulf fingió no haberlo visto, pero cuando dejaron atrás la taberna dijo a Fidelma:
– Acabo de ver a Nion en la puerta de esa taberna que acabamos de pasar. Es evidente que nos ha visto y que no deseaba ser visto.
Fidelma permaneció impasible.
– Después de pasar esta mañana por la posada de Aona, era de esperar que estuviera en Cashel.
La reacción de Fidelma le decepcionó, pero se volvió a interesar por Della.
– ¿De dónde viene vuestra amistad con Della?
– Fui su abogada cuando la violaron -respondió Fidelma con calma.
– ¿La violaron siendo prostituta? -preguntó Eadulf con incredulidad.
Fidelma enfureció de súbito.
– ¿Acaso porque una mujer sea prostituta está permitido que la violen? Al menos hay una ley que admite indemnizar a una mujer en tal circunstancia, aun en el caso de una bé-táide. Se le paga la mitad del precio de su honor.
La vehemencia del tono incomodó a Eadulf, que luego dijo para disculparse:
– Sólo creía que una prostituta no tenía derecho a tal compensación, como tampoco sabía que lo tuviera para adquirir una propiedad.
Fidelma se ablandó un poco.
– Puede heredar una propiedad de sus padres, pero en general no puede adquirirla ni por medio de matrimonio ni cohabitación y, si durante esta unión ha obtenido algún beneficio de su trabajo, no tiene ningún derecho a reclamar una parte del mismo.
Eadulf sonrió con satisfacción.
– Entonces tenía razón, ¿no?
– Salvo en que olvidaste que una prostituta puede renunciar a la vida que llevaba y, si así lo hace, puede ser readmitida en sociedad.
– ¿Eso le ha ocurrido a Della?
Fidelma hizo un gesto afirmativo.
– Hasta cierto punto. Renunció a su vida previa tras la violación. Concluido el caso en que la representé, se retiró a la casa que fuera de su padre. Ya hace algunos años de eso. Por desgracia, mucha gente aún la trata con desprecio y su forma de protegerse no ha sido otra que la de recluirse.
– Ésa no es la solución -respondió Eadulf-. En soledad, uno se encuentra con lo que ha llevado dentro.
Fidelma lo miró un momento. De vez en cuando Eadulf hacía comentarios tan pertinentes, que veía con claridad por qué había llegado a gustarle y por qué casi siempre confiaba en él. Otras veces era torpe y parecía exento de sensibilidad hacia las personas o los acontecimientos. Era un hombre paradójico; brillante e intuitivo por una parte, lento e irreflexivo por otra. Era irregular en su forma de ser, y dispar con respecto a la naturaleza lúcida, analítica y cáustica de ella.
En silencio, siguieron adentrándose en Cashel. Muchos la reconocían y algunos la recibían con una sonrisa, mientras otros formaban grupos, observando y susurrando sin disimular su curiosidad. Avanzaron hasta las puertas del grandioso palacio real.
Capa, el capitán de la guardia, se hallaba en la puerta.
– Bienvenida de nuevo, señora -la saludó al entrar-. El príncipe de Cnoc Áine ha llegado esta mañana, así que esperábamos vuestro regreso de un momento a otro.
Fidelma intercambió una mirada con Eadulf.
Antes de que pudiera decir nada, desde un edificio próximo apareció corriendo su primo Donndubháin, presunto heredero de Colgú, para recibirles con una sonrisa.
– ¡Fidelma! -exclamó con alegría-. Gracias a Dios que estáis sana y salva. Han llegado a nuestros oídos las nuevas del asalto a Imleach. Cómo no, el príncipe Donennach niega cualquier implicación de los Uí Fidgente. Pero eso ya cabía esperarlo, ¿verdad?
Fidelma desmontó, y su primo la abrazó. Se volvió para desatar la alforja de la silla, y lo mismo hizo Eadulf.
– Tendréis mucho que contarnos sobre el asalto a la abadía -exclamó Donndubháin, que parecía emocionado-. Cuando lo supimos… bueno, me costó mucho evitar que vuestro hermano fuera a Imleach al mando de una guardia. Pero… -dijo, y calló, mirando a su alrededor como si temiera que le oyera algún conspirador- de haberlo hecho, Cashel habría quedado desprotegida. Y no hay que olvidar la presencia de Gionga y su escuadrón de Uí Fidgente.
Fidelma se volvió hacia Capa para pedirle que se llevaran los caballos a los establos y los atendieran. Luego preguntó a su primo:
– ¿Ha ocurrido algo de lo que debáis informarme?
Donndubháin movió la cabeza indicando que no había ocurrido nada.
– Esperábamos que vos llegarais con alguna noticia que esclareciera el misterio.
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