De pronto clavó los ojos en un almacén al otro lado de la plaza del mercado. Fidelma parpadeó. El almacén de Samradán.
– El almacén de Samradán -dijo Fidelma, reflexionando en voz alta-. Creo que allí encontraremos parte de la respuesta.
– No sé si os he entendido bien -se excusó Eadulf, mirando asimismo al edificio.
– No importa. Esta noche, cuando haya oscurecido, haremos una visita al almacén de Samradán. Allí comenzó este misterio, y tengo la corazonada de que allí se resolverá.
Eadulf siguió a Fidelma obedientemente en su pesquisa nocturna. Salieron de los umbríos muros del palacio por una puertecilla lateral, apartada de las muchas puertas principales, a fin de rehuir la mirada escrutadora de los centinelas. Las tinieblas se habían extendido cual sudario sobre la ciudad de Cashel. Las nubes que cruzaban las colinas ensombrecían la luna.
Sin embargo, de vez en cuando, el blanco orbe asomaba a través de súbitos claros de nubes, bañando momentáneamente la escena con una luz etérea, casi tan diáfana como la del día. Además de ver las luces en los edificios, les llegaba el olor acre del humo de tantas chimeneas, indicio de los primeros propósitos de combatir el frío otoñal. No parecía haber mucha actividad en la ciudad. La mayoría de los visitantes que ocupaban las calles hacía unas horas se habían refugiado en posadas y tabernas, aunque de fondo se oía débilmente la algazara. Oyeron ladrar a algún perro aquí y allá, y una o dos veces les llegó el maullido de gatos furiosos disputándose un territorio.
Fidelma y Eadulf llegaron a la plaza del mercado sin que nadie pudiera verles por la oscuridad.
– Ahí está el almacén de Samradán.
Fidelma lo señaló innecesariamente, pues Eadulf recordaba con nitidez las circunstancias del intento de asesinato. El almacén se encontraba justo al otro lado de la plaza, completamente a oscuras. Parecía estar desierto.
Cruzaron la plaza con premura. Fidelma fue derecha a una puerta lateral del edificio, que ya había visto antes. Estaba cerrada.
– ¿Está atrancada por dentro? -preguntó Eadulf mientras ella intentaba abrirla en vano.
– No, creo que sólo está cerrada con llave.
Empleó la palabra glas. Los cerrajeros irlandeses eran diestros fabricantes de cerrojos, llaves, y hasta de cadenas, para proteger edificios y habitaciones. Algunos eran muy intrincados. Sin embargo, cuando estudiaba en Tuaim Brecain, Eadulf había aprendido el arte de abrir cerrojos por medio de la inserción de un alambre en el poll-eochrach o cerradura. Rebuscó en su bolsa, extrajo la pequeña madeja de alambre que solía llevar siempre consigo y sonrió con malicia en la oscuridad.
– Apartaos. Os hace falta un experto -anunció, mientras se inclinaba a la altura del cerrojo.
Le llevó más tiempo del que esperaba y Fidelma empezó a impacientarse. Cuando ya parecía arrepentirse de su jactancia, oyó el chasquido que reveló el éxito de su propósito.
Giró el pomo, y la puerta se abrió hacia dentro. Eadulf se puso erguido.
Fidelma entró sin decir palabra. Él la siguió y cerró la puerta al pasar.
El almacén estaba a oscuras y no veían nada.
– Traigo piedra de lumbre y yesca, y el cabo de una vela en mi bolsa -susurró Eadulf.
– No conviene encender la vela, ya que podrían vernos desde fuera -objetó Fidelma en medio del silencio nocturno-. Aguardad un momento y la vista se os acostumbrará a la falta de luz.
En ese instante volvió a asomar la luna entre las nubes, y el claro fue lo bastante grande para que la luz entrara por las ventanas más elevadas del almacén. El edificio era una estructura sencilla. No tenía planta superior; encima sólo había la azotea donde se habían puesto a cubierto los asesinos frustrados. Al fondo sólo aparecían unas balas de paja amontonadas hasta alcanzar una gran altura, y los compartimentos donde Samradán sin duda guardaría los caballos de tiro. Ocupando buena parte del almacén estaban los dos sólidos carros. La última vez que los habían visto había sido en el patio de la posada de Aona.
Apartaron las cubiertas de lona, y dentro Fidelma sólo vio el montón de herramientas.
– Al parecer, Samradán se ha llevado la bolsa de plata y la de mena -murmuró Fidelma, mirando aquí y allá.
– Era de esperar. Seguramente se lo ha llevado a alguien dedicado a extraer la plata de la mena.
Fidelma soltó un fuerte gemido.
– ¿Estáis bien? -preguntó Eadulf, alarmado.
– Bien estúpida, eso es lo que soy -se reprobó-. Había olvidado el proceso. Para extraer la plata del mineral, antes hay que fundirlo en la forja de un herrero.
– Claro.
– Anoche, cuando examiné el carro y encontré el saco de mena, ¡ya habían extraído parte de la plata! Samradán tuvo que requerir los servicios de un buen herrero antes de partir de Imleach rumbo a Cashel.
– Al salir de Imleach, debió de acudir a algún herrero con el mineral -sugirió Eadulf, coincidiendo con la hipótesis de Fidelma-. Cuando dijo que se dirigía hacia el norte, lo hizo para despistarnos.
– Eso parece. Pero, ¿por qué no extrajo el herrero toda la plata?
Una nube tapó la luna, volviendo a sumir el almacén en la más completa negrura.
Fidelma se quedó quieta. Eadulf le había hecho ver un aspecto clave. Sonrió en la oscuridad. Reparó en que ya tenía la respuesta. La luz de la luna volvió a bañar el almacén al filtrarse por las altas ventanas.
– ¿Habéis visto bastante? -preguntó Eadulf.
– Esperad un momento -le pidió Fidelma.
Fidelma fue por todo el almacén, examinando alguna que otra caja hasta llegar, por último, a la zona de la cuadra. Se detuvo junto a los fardos de paja, apoyó una rodilla en el suelo, se inclinó hacia delante y tiró de algo.
– Eadulf, ayudadme. Creo que es una trampilla que da a un sótano. Ayudadme a descorrer el cerrojo.
Eadulf acudió en su ayuda. Era evidente que se trataba de una trampilla de madera, cerrada con cerrojos de hierro. Los descorrió con cuidado y levantó la puertecilla. A sus pies sólo había oscuridad. Ni la pálida luz de la luna penetraba en aquella oscuridad.
Eadulf se disponía a decir algo, pero Fidelma extendió una mano para evitarlo.
Algo se movía allí abajo.
– ¿Hay alguien ahí? -preguntó Fidelma sin levantar la voz.
En medio del silencio oyeron un crujido, pero nadie contestó.
– Podemos probar a encender una vela, pero mantenedla cubierta hasta averiguar qué hay en este sótano -le ordenó Fidelma.
Eadulf hurgó en su bolsa de cuero, encontró el cabo que traía e hizo varios intentos de encenderla con la piedra y la yesca. Pasaron unos momentos, antes de que una chispa prendiera en la madera para encender la vela.
Sosteniendo la vela con cuidado, se adelantó para inclinarse en el borde de la trampilla.
Unos escalones descendían a una sala con paredes de piedra, no mucho más alta que un hombre alto. Era de unos dos metros y medio de ancho y de largo. En una esquina había un jergón y poco más, salvo… una persona amordazada y atada de pies y manos, que los miraba con los ojos muy abiertos. Reconocieron la inconfundible figura del hermano Bardán.
Con una exclamación de sorpresa, Eadulf bajó por la escalera seguido de Fidelma.
Mientras Eadulf sostenía la vela, Fidelma extrajo una navaja del marsupium, cortó las ataduras de las muñecas del monje y le quitó la mordaza. Mientras boqueaba para coger aire, Fidelma le cortó las cuerdas de los tobillos.
– Bueno, hermano Bardán, ¿qué estáis haciendo aquí? -saludó casi con jovialidad.
El hermano Bardán intentaba acostumbrarse a respirar sin la mordaza. Tosió y respiró hondo, hasta que al fin recuperó la voz.
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