Peter Tremayne - El Monje Desaparecido

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La abadía de Imleach, al suroeste del reino irlandés de Muman, se está convirtiendo en un serio rival de Armagh como centro de la fe, gracias sobre todo a las reliquias que conserva. Por ello, las sospechas se dirigen sólo en una dirección cuando se producen simultáneamente dos enigmáticas desapariciones que tal vez estén vinculadas: por un lado, el monje más veterano de la abadía parece haber sido raptado, pero, por si fuera poco, las preciadas reliquias, de gran valor simbólico tanto religioso como político, han sido robadas, lo cual puede tener consecuencias muy indeseables.
Se trata sin duda de una investigación muy delicada, pues un error en la identificación de los culpables puede ser desastrosa, y además nadie consigue hallar la más mínima pista. Hasta que llegan a la abadía sor Fidelma y su inseparable Eadulf.
Paso a paso, con cautela, Fidelma va descubriendo una de las más siniestras conspiraciones con la que jamás se ha enfrentado, en la que intervienen hombres que parecen no detenerse ante nada, ni siquiera ante el asesinato más despiadado, para alcanzar sus objetivos. Sin duda, la novela más terrorífica y emocionante (de momento) de una serie espléndida.

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– Mi primo acompaña a Solam.

Eadulf fue a decir algo más, cuando Fidelma se montó al caballo.

– Dadme el relicario -ordenó-. Yo lo llevaré. El hermano Mochta tendrá que montar delante de vos, Eadulf. De este modo le serviréis de apoyo. Podemos seguir hablando de esto cuando nos hayamos alejado de este lugar tan expuesto.

Eadulf no dijo nada más. Le entregó el relicario a Fidelma y ayudó al hermano Mochta a subir a la silla, antes de montar detrás. Eadulf no era precisamente un diestro jinete, y tampoco era elegante su forma de montar al paciente potro. Más bien resultaba desmañado. Se limitó a conducir al joven caballo pendiente abajo, a la zaga de Fidelma, y luego trotar hasta la floresta, por la que pasaba el río. Con esto bastó.

Fidelma no se detuvo al llegar al abrigo de los árboles, sino que prosiguió durante un rato. Recorrido algo más de kilómetro y medio, llegaron a un claro a la vera del río, donde Fidelma bajó del caballo y condujo a la yegua hasta el agua. A continuación ayudó a Eadulf a bajar al hermano Mochta para que descansara un poco.

El monje se tumbó con gusto en la hierba.

– ¿Creéis que el príncipe forma parte de esta conspiración? -preguntó sin aliento a la vez que se friccionaba la pierna.

– Yo no he dicho tal cosa -respondió Fidelma en voz baja-. Sencillamente he dicho que al parecer él y Solam, con algunos de sus hombres, van en busca de vos y las Santas Reliquias. Se disponían a buscar entre las cuevas.

Eadulf hizo una seña de fastidio.

– Pero eso significa que está conchabado con los Uí Fidgente, con Armagh, ¡con los Uí Néill! Vuestro propio primo ha traicionado al rey.

– Eso significa que él y Solam están buscando al hermano Mochta -insistió Fidelma con mordacidad-. No emitáis juicios antes de conocer todos los hechos. ¿Recordáis mis principios?

Eadulf levantó la cabeza con desafío.

– Es normal que no queráis que vuestro primo sea culpable de semejante traición. Sin embargo, ¿de qué otro modo puede interpretarse lo que habéis visto?

– Puede interpretarse de varias maneras, pero no tiene ningún sentido especular al respecto. Es lo peor que podemos hacer, especular antes de tener pleno conocimiento de los hechos. Lo he dicho miles de veces. Especular significa distorsionar esos hechos para hacerlos encajar con la propia interpretación.

Eadulf guardó un silencio insolente.

El hermano Mochta acomodó los miembros doloridos y, mirando con inquietud a Fidelma, preguntó:

– ¿Qué plan tenéis ahora?

Fidelma examinó al hermano Mochta unos instantes antes de decidirse.

– Dado vuestro estado, no creo que hoy podamos ir muy lejos. Veremos si podemos llegar al Pozo de Ara para descansar. El posadero es de confianza. Luego proseguiremos hacia Cashel en cómodas etapas.

* * *

Llegaron a la posada de Aona al caer la noche. Fidelma insistió en no entrar por delante, sino por el acceso posterior del establecimiento. Pese a que aún no era hora de soltar a los perros, se oía ladrar a un par de los que estaban atados. Al acercarse a la puerta trasera de la posada, ésta se abrió y, a voz en grito, alguien preguntó quién se acercaba con semejante sigilo.

Fidelma se tranquilizó al reconocer al posadero.

– Soy Fidelma, Aona.

– ¿Mi señora? -preguntó aquél, asombrado por la respuesta a media voz.

El posadero fue hasta ellos y sujetó la brida de la yegua para que desmontara. Luego volvió la cabeza para hacer callar a los perros con un grito. Éstos reaccionaron con gemidos.

– Aona, ¿se hospeda alguien más en la posada esta noche? -preguntó Fidelma nada más bajar.

– Sí, un mercader y sus carreros. Están cenando -contestó, y luego, entornando los ojos en la oscuridad, miró hacia donde estaban Eadulf y el hermano Mochta; preguntó-: ¿Es ése el hermano sajón?

– Escuchad, Aona, precisamos aposento para esta noche. Pero nadie debe saber que estamos aquí. ¿Comprendéis?

– Sí, señora. Será como pedís.

– ¿Nos han oído llegar los otros huéspedes?

– No creo, con el jaleo que están armando. Le han dado fuerte a la cerveza.

– Bien. ¿Hay algún modo de acceder a las habitaciones sin que nos vean los mercaderes ni otras personas? -preguntó Fidelma.

Aona no dijo nada, pero luego asintió:

– Venid conmigo, derechos a las cuadras. Justo encima hay una habitación libre, que sólo utilizamos en casos de necesidad, si la posada está completa… que nunca lo está. Sólo tiene el mobiliario preciso… pero si buscáis un lugar apartado, aquí no os encontraréis con nadie.

– Excelente -dijo Fidelma con aprobación.

Aona reparó en que el hermano Mochta estaba herido al ver que Eadulf le ayudaba a bajar del caballo. Se acercó a ayudarle. Al hacerlo, Fidelma le puso una mano en el brazo para advertirle:

– No hagáis preguntas, Aona. Es imprescindible para proteger al rey de Muman. Con esta información os basta. Que nadie sepa que estamos aquí.

Lo más importante es que no alojéis a más visitantes por ahora.

– Podéis confiar en mí, señora. Traed a los caballos a las cuadras. Seguidme.

Ayudó a Eadulf a llevar al hermano Mochta a las cuadras, mientras Fidelma tiraba de los caballos. En el patio frente a éstos, había dos grandes carros. Al estar entre penumbras, tuvieron que esperar a que Aona encendiera una lámpara. Luego les hizo una seña para entrar. Fidelma colocó a cada caballo en una cuadra.

– Enseguida los atenderé -dijo Aona-. Antes, permitid que os acompañe a la habitación.

Ayudó al hermano Mochta a ascender un estrecho vuelo de escaleras que daba a un desván. Era un cuarto sencillo con cuatro catres y jergones de paja. Había algunas sillas, una mesa y poco más. El polvo inundaba el lugar.

– Como he dicho -dijo para excusarse al tiempo que tapaba las ventanas con telas de saco-, no se suele utilizar.

– Bastará por ahora -le aseguró Fidelma.

– ¿Está malherido vuestro compañero? -preguntó Aona, señalando al hermano Mochta-. ¿Queréis que busque a un médico discreto?

– No será necesario, Aona -respondió Fidelma-. Mi amigo ha estudiado en las escuelas de medicina.

De repente, Aona levantó la lámpara para ver mejor el rostro de Mochta y abrió bien los ojos.

– Yo a vos os conozco -dijo-. Sí, sois el mismo hombre por el que sor Fidelma me preguntó. Pero… -dudó y, de pronto, puso gesto de perplejidad- no llevabais esa tonsura cuando pasasteis por aquí la semana pasada. Lo juraría.

El hermano Mochta reprimió un gruñido.

– Porque no estuve aquí la semana pasada, posadero.

– Pero yo juraría que…

Fidelma lo interrumpió con una sonrisa para darle confianza.

– Es una larga historia, Aona.

El posadero volvió a excusarse.

– Nada de preguntas, señora. Lo tengo en cuenta.

Abrió un armario y sacó mantas.

– Como decía, esta habitación sólo se utiliza cuando la posada está llena, lo cual no pasa a menudo. Cuenta con lo básico.

– Es mucho mejor que dormir entre arbustos -respondió Eadulf.

Fidelma se llevó al posadero aparte para darle instrucciones.

– Después de ocuparos de los caballos, nos gustaría comer y beber algo. ¿Podéis prepararlo sin que nadie se dé cuenta?

– Yo me encargaré de que así sea. Pero debería decírselo a Adag, mi nieto. Es un buen chico y no os traicionará. Es mi mano derecha en la posada. No tengo esposa. Se la llevó la peste amarilla el mismo año que a mi nuera, y mi hijo pereció en la guerra contra los Uí Fidgente. Así que ahora sólo quedamos él y yo para sacar adelante el establecimiento.

– Me acuerdo del pequeño Adag -le aseguró Fidelma-. Ponedle al corriente, desde luego. ¿Quién más habéis dicho que está alojado ahora? ¿Unos mercaderes?

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