Peter Tremayne - El Monje Desaparecido

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La abadía de Imleach, al suroeste del reino irlandés de Muman, se está convirtiendo en un serio rival de Armagh como centro de la fe, gracias sobre todo a las reliquias que conserva. Por ello, las sospechas se dirigen sólo en una dirección cuando se producen simultáneamente dos enigmáticas desapariciones que tal vez estén vinculadas: por un lado, el monje más veterano de la abadía parece haber sido raptado, pero, por si fuera poco, las preciadas reliquias, de gran valor simbólico tanto religioso como político, han sido robadas, lo cual puede tener consecuencias muy indeseables.
Se trata sin duda de una investigación muy delicada, pues un error en la identificación de los culpables puede ser desastrosa, y además nadie consigue hallar la más mínima pista. Hasta que llegan a la abadía sor Fidelma y su inseparable Eadulf.
Paso a paso, con cautela, Fidelma va descubriendo una de las más siniestras conspiraciones con la que jamás se ha enfrentado, en la que intervienen hombres que parecen no detenerse ante nada, ni siquiera ante el asesinato más despiadado, para alcanzar sus objetivos. Sin duda, la novela más terrorífica y emocionante (de momento) de una serie espléndida.

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– Me encontraré con él en el pueblo -mintió Fidelma sin más, justificándose al recordar el proverbio mínima de malis, «maldades, las menos», pues no tenía más remedio que elegir la alternativa menos deseable; la más deseable era no permitir que el hermano Tomar sospechara de sus intenciones.

Antes de subirse a la yegua y tomar las riendas del potro de Eadulf, prefirió tirar de ella. Se despidió del hermano Tomar, que permaneció de pie, observándola a la puerta de las cuadras. Fidelma condujo a los caballos a través del patio y la entrada de la abadía, agradeciendo que sólo el inquisitivo hermano Tomar estuviera allí para verla partir. Cuando dejó la abadía, cruzó la plaza al galope en dirección al pueblo. Un grupo de vecinos y guerreros de Finguine seguían limpiando los escombros del ataque

Al acercarse al pueblo moderó el trote, hizo pasar a los caballos por la forja del herrero y luego les hizo girar en un callejón lateral, al abrigo de miradas curiosas. Vio a Nion, el bó-aire, y a su ayudante Suibne trabajando entre las ruinas de la forja. Nion levantó la cabeza para seguirla con la vista, pero ella fingió no haber advertido su presencia. No le gustó nada la forma en que la miró. De soslayo vio cómo le decía algo al oído al ayudante y se marchaba a todo correr. Fidelma torció sin dilación a la calle principal en dirección a la asolada estructura de la posada de Cred, antes de entrar en una callejuela lateral, entre los edificios, encaminándose entonces hacia los campos que rodeaban la población. Eligió a conciencia aquella ruta para eludir miradas curiosas.

Primero cabalgó siguiendo una dirección que la alejaba del límite del pueblo, en sentido contrario al de la colina del Hito, donde debía encontrarse con Eadulf y Mochta. De este modo, si alguien la observaba desde el pueblo o la abadía, creerían -o eso pensaba ella- que seguiría aquella ruta. Había pradera de sobra entre el pueblo y el bosque lindante, a través de la cual pretendía cabalgar hasta alcanzar los árboles; una vez allí corregiría el rumbo describiendo un semicírculo, dirigiéndose entonces hacia el lugar de encuentro convenido.

De hecho, cuando llegó al socaire del bosque por el sendero, empujó suavemente al caballo para que volviera al galope, con el potro de Eadulf pacientemente a la zaga. No estaba segura de si alguien la había visto. Tardó unos diez minutos en reducir el paso. Sólo entonces osó mirar atrás. Entre los árboles y arbustos aún se veía el límite del pueblo. Desde aquella distancia, el pueblo, y la abadía al fondo, parecían desiertos. No había signo alguno de actividad. Fidelma dejó escapar un suspiro de alivio. A partir de allí, el camino habría de ser fácil.

Siguió adelante por la senda y cambió el rumbo, haciendo un giro para proseguir en el semicírculo que tenía en mente y que la llevaría hasta la colina del Hito. El bosque era frío y húmedo. Se preguntó si los lobos tendrían allí sus guaridas y sintió un leve escalofrío. Prefería no recordar el peligro que afrontaron aquella noche.

Notaba la permanente actividad que bullía entre la espesura. Era el constante ajetreo de sus moradores, desde el sigiloso paso de los pequeños mamíferos al chasquido de ramas que indicaba la presencia de un ciervo. A esto se sumaba la algarabía de las aves ponederas en la parte más alta de las copas.

Se desplazó lo más deprisa que permitían las ramas, cruzando un arroyuelo aquí y allá, antes de llegar a la estrecha franja de un prado. Estaba a punto de alcanzar aquel sitio y salir del bosque, cuando oyó un ruido que se superponía a los de la floresta. Era ruido de cascos. De cascos herrados. Y eran veloces. Sin perder tiempo desvió a los caballos del sendero boscaje adentro, buscando una zona frondosa para ocultarse. Cerca había una espesura de matorrales que le serviría, de modo que desmontó, tomó a los dos caballos por las riendas y los dejó bien amarrados junto a una rama. Acto seguido, se acercó al sendero agachándose.

Por un lado del bosque apareció una media docena de jinetes, que se detuvo cerca del acceso al sendero.

Al reconocer a los jinetes que iban en cabeza, no dio crédito a sus ojos.

Uno era el dálaigh de los Uí Fidgente, Solam, y el otro era su primo, Finguine, el príncipe de Cnoc Ame. Sin asomo de duda, los otros cuatro eran guerreros de Finguine.

– ¿Y bien? -oyó decir a Solam en un tono agudo y quejumbroso-. ¿Les hemos perdido la pista o no?

Entonces oyó la voz de su primo, también tensa e irascible.

– No os preocupéis. Yo conozco bien esta región. No hay muchos sitios donde puedan esconderse. Los encontraremos.

Fidelma empezaba a tener frío.

¿A quién se referían? ¿Qué hacía Finguine con Solam, cuando decía sospechar de él, cuando acusaba a los Uí Fidgente de atacar Imleach? Si Finguine hubiera ido solo con sus hombres, Fidelma habría salido a contarle cuanto ahora sabía del hermano Mochta. Pero, ¿por qué iba con Solam?

– Bueno, cuanto antes encontremos a ese monje… ¿cómo se llama… Mochta?… antes resolveremos este asunto -espetó Solam-. La clave reside en las Santas Reliquias, no me cabe ninguna duda.

Fidelma aguzó los ojos al oír decir a su primo:

– Primero miraremos en las cuevas que hay al sur. Luego, en la cueva del Hito, al norte.

Alzó la mano e hizo una seña al cuerpo de jinetes para seguir adelante.

Fidelma esperó un momento donde estaba, tratando de dar sentido a lo que había oído. Entonces se levantó y corrió por los caballos. Cualquiera que fuera el motivo, su primo, el príncipe de Cnoc Áine, estaba buscando al hermano Mochta. Esperaba que Eadulf ya hubiera empezado a bajar al hermano Mochta por la ladera para quedar a cubierto en el bosque, a orillas del río Ara. Tenía que evitar que Finguine y Solam llegaran antes que ella a la cueva de la colina del Hito. Por suerte, Finguine había sugerido pasar antes por las cuevas del sur, dondequiera que estuvieran, lo cual daba tiempo a Fidelma para llegar hasta Mochta y Eadulf antes que ellos.

Espoleando al caballo, Fidelma avivó el paso a medio galope a través del prado, bordeando el bosque hacia la colina. Pensaba en Finguine, y en el hermano Mochta y la traición de su hermano. ¿Qué había dicho exactamente? La sangre no fortalece la unión. Rodeó el extenso pie de la colina y salió por la cara este, donde arrancaba una prolongación del bosque a lo largo del valle que desembocaba en el Pozo de Ara.

Al pasar al otro lado de la falda de la colina, vio las pequeñas figuras de Eadulf y Mochta en lo alto. Aquél llevaba el relicario bajo un brazo, mientras que ayudaba con el otro al monje. A su vez, éste, apoyado en él con un brazo sobre los hombros, se mantenía en pie como buenamente podía.

Fidelma gritó para captar su atención. La pareja se detuvo y, al reconocerla, reanudaron la torpe marcha ladera abajo.

Fidelma apremió a los caballos hacia arriba, hasta donde le permitió la escarpada pendiente; luego, mientras esperaba a que Eadulf y Mochta llegaran, descabalgó y aguantó a los caballos. Les costó un poco descender el tramo de colina que quedaba.

– ¡Uf! -resolló Eadulf al acercarse-. No iría mal un descanso.

Se disponía a acomodar al hermano Mochta, cuando Fidelma movió la cabeza, diciendo:

– Aquí no. Tenemos que bajar y guarecernos en el bosque cuanto antes.

– ¿Por qué? -quiso saber Eadulf, desconcertado por la sequedad de sus palabras.

– Porque se acercan jinetes en busca del hermano Mochta y las Santas Reliquias.

– ¿Uí Fidgente? -preguntó Mochta con un sobresalto.

– Uno de ellos, sí -informó Fidelma-. Solam.

Eadulf frunció la boca al captar la inflexión de su voz.

– ¿Y quiénes son los otros jinetes? -preguntó Eadulf.

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