Peter Tremayne - El Monje Desaparecido

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La abadía de Imleach, al suroeste del reino irlandés de Muman, se está convirtiendo en un serio rival de Armagh como centro de la fe, gracias sobre todo a las reliquias que conserva. Por ello, las sospechas se dirigen sólo en una dirección cuando se producen simultáneamente dos enigmáticas desapariciones que tal vez estén vinculadas: por un lado, el monje más veterano de la abadía parece haber sido raptado, pero, por si fuera poco, las preciadas reliquias, de gran valor simbólico tanto religioso como político, han sido robadas, lo cual puede tener consecuencias muy indeseables.
Se trata sin duda de una investigación muy delicada, pues un error en la identificación de los culpables puede ser desastrosa, y además nadie consigue hallar la más mínima pista. Hasta que llegan a la abadía sor Fidelma y su inseparable Eadulf.
Paso a paso, con cautela, Fidelma va descubriendo una de las más siniestras conspiraciones con la que jamás se ha enfrentado, en la que intervienen hombres que parecen no detenerse ante nada, ni siquiera ante el asesinato más despiadado, para alcanzar sus objetivos. Sin duda, la novela más terrorífica y emocionante (de momento) de una serie espléndida.

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– Exacto. Sé que existe actividad minera algo más al sur de aquí, pero no sabía que hubiera un filón de plata en estas colinas, hasta que lo descubrimos. Y sea propiedad de quien sea, esa mina no es de Samradán. Está extrayendo plata ilegalmente, de acuerdo con lo que dicta el Senchus Mór.

El hermano Mochta soltó un leve silbido.

– ¿Tiene algo que ver Samradán con el resto de este rompecabezas? -preguntó.

– Eso no lo sé -confesó Fidelma-. Sea como fuere, ahora nuestra prioridad es comer algo, y luego ya veremos qué hacer. Espero que Aona no tarde en traer algo de comida.

* * *

Justo después del amanecer, una mano sacudiéndole el hombro despertó a Fidelma. Se despertó con pocas ganas, parpadeando, ante el rostro entusiasta del joven Adag.

– ¿Qué pasa? -murmuró.

– Los ladrones -susurró el niño-. Se han ido.

Fidelma aún no había espabilado.

– ¿Qué ladrones?

El niño se impacientaba.

– Los hombres de los carros.

Fidelma se despejó de sopetón.

– Oh. ¿Cuándo se han ido?

– Hace unos diez minutos. Me he despertado al oír los carros contra las piedras del camino.

Fidelma miró al otro lado de la habitación, donde los otros dos dormían a pierna suelta.

– Al menos vos estabais atento, Adag -lo congratuló con una sonrisa-. Nosotros no hemos oído nada de nada. ¿Hacia dónde han ido?

– Se han marchado por el camino de Cashel.

– Bien. Habéis hecho muy bien, Adag, y…

Interrumpió lo que estaba diciendo al oír ruido de cascos en el patio.

– ¿Podrían haber vuelto? -preguntó el niño.

Eadulf refunfuñó en sueños y se giró al otro lado sin despertarse, y en ese preciso instante Fidelma advirtió que el ruido no era de animales de carga ni de carros tirados. Era el ruido propio de cascos herrados de caballos montados por guerreros.

Se levantó de un salto del catre y se acercó a la ventana y, procurando mantener cierta distancia, apartó un poco la tela.

En el patio se distinguían las sombras de siete jinetes. La luz de la posada, que había ardido la noche entera, emitía un resplandor tenue e irregular. Aun así, contuvo la respiración al distinguir el aspecto delgado y rapaz de Solam, junto a su primo Finguine. Los acompañaban cuatro guerreros. No alcanzaba a reconocer al séptimo hombre. La última vez que había visto a Finguine eran seis.

– Adag -susurró al niño-. Más vale que bajéis a ver qué quieren. Sed sinceros con ellos, sin decirles que estamos aquí. Juradlo por vuestra vida.

El niño asintió y bajó a hacer lo que le había dicho.

Fidelma volvió a la ventana a escudriñar a través de la abertura de la cortina de saco. Desde allí oyó decir a su primo Finguine:

– Está claro que no están aquí, Solam. No merece la pena despertar al posadero.

– Más vale asegurarse que dar por sentada una suposición que podría ser errónea -arguyó el abogado Uí Fidgente.

– Muy bien -accedió el príncipe, y se dirigió hacia sus hombres-. Despertad al posadero y… no, aguardad. Alguien viene.

Adag salió de las cuadras, y Fidelma lo vio acercarse a los guerreros.

– ¿En qué puedo ayudarles, señores? -les preguntó en un tono elevado y ufano.

– ¿Quién sois, muchacho? -oyó preguntar a Solam.

– Adag, hijo del posadero.

Eadulf volvió a refunfuñar en el jergón, y Fidelma se volvió hacia él al ver que se incorporaba.

– ¿Qué está…? -empezó a decir.

Fidelma se llevó un dedo a los labios.

Aquel movimiento la distrajo de la conversación que discurría abajo. Volvió a mirar por la ventana y vio al niño señalando en dirección a Cashel.

– Habéis sido de gran ayuda, muchacho -estaba diciendo Finguine-. ¡Tomad!

Lanzó una moneda que centelleó en el aire.

Finguine espoleó al caballo, y el grupo entero salió del patio a galope tendido, rumbo hacia Cashel. Entonces fue cuando Fidelma reconoció los rasgos del séptimo jinete al pasar un instante bajo la luz del hostal. Era Nion, el bó-aire de Imleach.

Fidelma descorrió la cortina y suspiró.

– ¿Qué está pasando? -quiso saber Eadulf.

Ella miró hacia donde el hermano Mochta seguía durmiendo y luego hacia las escaleras, pues Adag subía dando fuertes pisadas y con una sonrisa en la cara.

– Se han ido hacia Cashel, hermana -dijo sin aliento.

– ¿Qué querían?

– Querían saber si alguien había pasado la noche en la posada. Les he dicho que sí, que unos hombres que traían carros se han dirigido hacia Cashel. Pero no les he dicho nada de vos ni de vuestros amigos. Los jinetes me han dado las gracias y se han ido rumbo a Cashel. Parecían muy interesados en los carros.

Eadulf miraba ora al niño, ora a Fidelma con desconcierto. Fidelma le explicó pausadamente:

– Los jinetes eran Finguine y Solam, y los acompañaba Nion.

CAPÍTULO XX

Durante el trayecto de vuelta a Cashel desde el Pozo de Ara no sufrieron ningún contratiempo. Para su sorpresa, ningún guerrero vigilaba el puente que cruzaba el río Suir a la altura de la pequeña bifurcación de Gabhailín, por donde les habían prohibido pasar hacía unos días. No obstante, al considerarlo mejor, Fidelma se percató de que era lógico que Gionga hubiera retirado a sus guerreros al saber que había conseguido llegar a Imleach. Eadulf expresó con palabras el problema al que Fidelma había estado dándole vueltas desde que salieran de la posada de Aona.

– ¿Es prudente llevar al hermano Mochta hasta la propia ciudad de Cashel? -preguntó-. Podría correr serio peligro, y aún faltan días para la vista ante los brehons.

El hermano Mochta se sentía algo mejor tras la noche de descanso, y las heridas le dolían menos.

– Estoy seguro de que estaré a buen recaudo entre los religiosos de Cashel, ¿verdad? -preguntó Mochta.

– Preferiría que en Cashel nadie supiera de vuestra presencia ni de la del relicario hasta el último momento -anunció Fidelma-. Hay un camino secundario poco transitado que bordea la ciudad y queda cerca de la casa de una amiga. Mochta puede quedarse con ella hasta el día de la vista.

– ¿En la propia ciudad? ¿Es prudente? -insistió Eadulf.

Se refería a que en las ciudades casi nadie atrancaba nunca las puertas y entraba y salía a sus anchas de las casas vecinas. Por lo general, las ciudades estaban formadas por viviendas que pertenecían a clanes familiares que habían ido creciendo con el tiempo, de manera que no había temor a los desconocidos.

– No os preocupéis -contestó Fidelma-, mi amiga no suele recibir visitas.

– Creo que os estáis tomando demasiadas molestias innecesarias -sugirió el hermano Mochta-. ¿Quién iba a hacerme daño en el palacio real de Cashel?

Fidelma frunció un momento los labios.

– Eso es precisamente lo que debemos descubrir -aclaró en voz baja-. Mi hermano me planteó la misma pregunta.

Algo más tarde llegaron a Cashel a través del camino secundario, guiados por ella. Al llegar al límite de la ciudad, Fidelma dejó a Eadulf y al hermano Mochta al abrigo de unos arbustos, tras explicarles que se adelantaría para preparar el terreno.

Regresó a los pocos minutos. El hermano Mochta se mostró preocupado al ver que Fidelma no llevaba consigo el relicario que había custodiado desde que salieran de Imleach. Fidelma, por su parte, se dio cuenta de la inquietud en su mirada y le aseguró que aquél estaba a salvo con su amiga. Los llevó a una casa de las afueras, un poco apartada de las demás. Se trataba de una estructura de tamaño medio con excusado exterior y granero propios. Fidelma los dirigió de inmediato al granero, que hacía las veces de cuadra. Eadulf ayudó al hermano Mochta a desmontar del potro, mientras Fidelma amarraba los caballos.

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