Saliendo del refectorio Eadulf no pudo resistir la tentación de tomar un pedazo de pan y otro de carne y metérselos en la boca, con tal deleite, que la boca se le hizo agua al masticar.
A su regreso al oratorio, el día ya era más cálido. Habían vuelto a salir de la abadía por la puerta del huerto y, que ellos supieran, nadie les había visto. A la altura del campo donde se hallaba el minúsculo oratorio, Eadulf ya había devorado casi toda la parte de comida que le correspondía. Fidelma no tenía hambre. Le bastó con beber agua del recipiente que habían traído.
El oratorio seguía estando vacío y en penumbra.
Eadulf encendió una de las velas del altar para facilitar la localización de la losa que cubría la entrada del pozo. No les costó nada dar con ella, ahora que sabían lo que estaban buscando. En la losa había incrustada una anilla de hierro. Eadulf se inclinó para tirar de ella. Casi se cayó de espaldas, ya que la losa estaba sujeta a una suerte de mecanismo giratorio, el cual permitía levantarla sin esfuerzo.
A sus pies apareció un profundo agujero negro.
Eadulf avanzó la vela. De poco sirvió, salvo para iluminar el primer metro.
– Oscuridad absoluta -musitó-. En esa negrura nadie podría esconderse.
– Examinad la vela -le aconsejó Fidelma.
– ¿Que la examine? -preguntó Eadulf sin comprenderla-. ¿A qué os referís?
– La vela tiembla al sostenerla sobre la boca del pozo. ¿Eso nos os sugiere algo?
Eadulf contempló en silencio la llama trémula. Luego miró el acceso al pozo. Empezó a entender lo que Fidelma quería decir.
– ¿Del pozo sale una corriente de aire y vos creéis que indica que ahí abajo hay algo más que agua?
– Eso, además de otro hecho -precisó Fidelma-. ¿Veis eso…? Es una escalera de madera fijada a la pared del pozo. ¿Para qué iba a hacer falta una escalera que baje a un pozo?
Eadulf se asomó a la negrura con recelo.
– Está oscuro. Más vale que baje a mirar.
Le pasó la vela a Fidelma, que movió la cabeza con desaprobación.
– Yo peso menos que vos. No sabemos si la escalera es firme.
Antes de que el sajón abriera la boca, Fidelma ya estaba sobre los peldaños, descendiendo a la oscuridad.
– Parece bastante firme -le gritó instantes después.
Eadulf la perdió de vista al adentrarse en la negritud del hoyo.
– Os hará falta una vela para ver algo -le gritó desde arriba.
No obtuvo respuesta.
– ¡Fidelma! -gritó Eadulf, preocupado.
No tardó en volverla a oír.
– Estoy bien. He encontrado un túnel con una tenue luz.
– Entonces voy a bajar.
Se pasó el sacullus a la espalda y, sosteniendo con firmeza la vela en una mano, empezó a descender, ayudándose de la otra para agarrarse a la barra exterior de la escalera.
Había bajado unos tres metros, cuando vio la abertura que había descubierto Fidelma. Ésta ya había llegado al final de la escalera y estaba en el túnel. Tendió una mano para coger la vela, de forma que Eadulf pudiera pasar con mayor facilidad por la entrada al túnel. Así lo hizo.
– Es un túnel muy amplio -le aseguró ella.
Eadulf vio que estaba en lo cierto. Medía casi un metro de ancho y uno y medio de alto, de modo que sólo tenía que encorvarse y cuidar de no darse con la cabeza en el techo bajo y rocoso. A juzgar por su forma casi oval, el túnel parecía serpentear en un recorrido que debía de ser la cavidad natural formada por la corrosión del agua en la piedra caliza. Había mucha humedad y la atmósfera era fétida. Eadulf también vio que más adelante había una débil luz, aunque no parecía natural.
– ¿Qué es eso? -susurró.
– Lo he visto antes. Es una sustancia luminiscente en la oscuridad, una especie de elemento ceroso que emplean algunos artesanos para encender fuego. Es inflamable. Creo que los griegos le pusieron un nombre a partir del lucero del alba.
Prosiguieron por el túnel sin decirse nada más. Poco después, Eadulf oyó una exclamación ahogada de Fidelma al darse cuenta de que podía ponerse erguida. Vio que el pasadizo había desembocado en una cueva de tamaño considerable. Medía algo más de tres metros de alto y en su curvatura entre seis y nueve metros de diámetro.
– Aquí no hay nadie -murmuró Eadulf, afirmando algo evidente al ver la cueva vacía.
Al igual que el pasadizo por el que habían llegado, la cueva era muy húmeda; en el centro se había formado un charco. Contra el mismo caía un constante goteo de agua procedente del techo. El ruido resonaba una y otra vez, hasta que a Eadulf empezó a resultarle insoportable.
– No parece un lugar donde pasar el rato -dijo Fidelma como si le leyera el pensamiento.
Entonces señaló al fondo de la cueva. Allí había dos agujeros negros que marcaban la entrada a otros túneles.
– Dos accesos. ¿Cuál deberíamos tomar? -preguntó.
– El de la derecha -dijo Eadulf sin pensar.
Fidelma lo miró, pero la luz distorsionaba sus facciones y Eadulf no veía bien su expresión.
– ¿Por qué la derecha? -le preguntó.
Eadulf se encogió de hombros.
– ¿Y por qué no?
Cruzaron la cueva sobre un suelo resbaladizo por el liquen y las plantas musgosas que habían crecido, y entraron en el túnel. El estrecho pasaje no tardó en ensancharse hasta formar una cueva más amplia. Era una cavidad seca y polvorienta. Al respirar, Eadulf notó las partículas de polvo en la boca y la tráquea, que le hicieron toser.
En el suelo había polvo y rocas. Sin moverse, Fidelma levantó la vela en lo alto para extender la máxima luz posible.
– Este lado rocoso ha sido excavado -señaló Eadulf-. ¿Dónde estamos? ¿En una especie de mina?
Fidelma iba a comentar que aquello era evidente, pero se contuvo al darse cuenta de lo sardónica que era a veces. Eadulf no merecía ser objeto de censura tantas veces. Pensó que últimamente había pensado mucho en su relación con Eadulf. A lo largo del último mes había mostrado más irritación que nunca por sus errores. Pero es que no se habían separado en los últimos nueve meses. Habían compartido muchas situaciones de peligro. Sin embargo, estaba insatisfecha con aquella amistad y no sabía por qué. Siempre estaba pendiente de señalar los defectos y errores de Eadulf, y reaccionar ante ellos. ¿Cómo era aquel antiguo dicho? ¿Cuando se piensa en la amistad es cuando se pierde?
Procuró volver a concentrarse en el presente.
– Aquí la roca más bien parece granito y no caliza. No es normal. Ah, mirad, esto que atraviesa el granito… argentita.
Eadulf puso cara de extrañado y miró por encima del hombro de ella.
– ¿Plata? ¿Será una mina de plata?
– Desde luego, aquí se ha realizado una labor minera… y hace poco.
Señaló una herramienta rota tirada en el suelo. Era el mango de madera de una piqueta, y se notaba que se había partido recientemente. A juzgar por la reciente madera astillada, el mango se hallaba abandonado en el suelo desde hacía unos pocos días.
Entretanto, Eadulf había cogido un trozo de mena, que estaba frotando. A la luz de la vela, alcanzaba a ver vetas blancas y dúctiles del metal.
– Sigamos adelante -propuso Fidelma-. Quizás averigüemos algo más.
Casi a continuación, la cavidad se estrechaba otra vez en un pasadizo por el que sólo cabía una persona a la vez. Al cabo de un rato oyeron chorros de agua.
– Ahí delante hay luz -informó Fidelma sin volverse-. Esta vez es luz natural. Casi hemos llegado a la entrada.
Tuvieron que avanzar a gatas antes de salir, al final, a una zona abrigada donde retumbaba el ruido de una corriente de agua. Una parte de la gruta estaba expuesta a los elementos. No era tanto una cueva como una zona abierta, bajo un gran saliente rocoso. Al ponerse de pie vieron una balsa a la que afluían corrientes de agua que emanaban de las rocas con fuerza impetuosa.
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