Peter Tremayne - El Monje Desaparecido

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La abadía de Imleach, al suroeste del reino irlandés de Muman, se está convirtiendo en un serio rival de Armagh como centro de la fe, gracias sobre todo a las reliquias que conserva. Por ello, las sospechas se dirigen sólo en una dirección cuando se producen simultáneamente dos enigmáticas desapariciones que tal vez estén vinculadas: por un lado, el monje más veterano de la abadía parece haber sido raptado, pero, por si fuera poco, las preciadas reliquias, de gran valor simbólico tanto religioso como político, han sido robadas, lo cual puede tener consecuencias muy indeseables.
Se trata sin duda de una investigación muy delicada, pues un error en la identificación de los culpables puede ser desastrosa, y además nadie consigue hallar la más mínima pista. Hasta que llegan a la abadía sor Fidelma y su inseparable Eadulf.
Paso a paso, con cautela, Fidelma va descubriendo una de las más siniestras conspiraciones con la que jamás se ha enfrentado, en la que intervienen hombres que parecen no detenerse ante nada, ni siquiera ante el asesinato más despiadado, para alcanzar sus objetivos. Sin duda, la novela más terrorífica y emocionante (de momento) de una serie espléndida.

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– Entonces, ¿qué vamos a hacer? -preguntó Eadulf.

Fidelma miró hacia arriba y le sonrió en la oscuridad.

– Seguiremos con nuestro plan. Nos quedaremos aquí para ver si mi sospecha es justificada. Creo que el hermano Bardán hará una visita al huerto antes de que acabe la noche.

* * *

– Es ridículo -se lamentó Eadulf, si bien no por primera vez-. El hermano ya no vendrá. Es demasiado tarde.

Todavía estaban sentados en la hornacina del patio. Refrescaba y ya hacía rato que Eadulf había desistido de contar las horas que la campana había dado: la medianoche y el silencio reinaban en la abadía. Habrían pasado horas. No faltaría mucho para que la campana tocara a laudes. Pronto nacería un nuevo día.

– Callad. Debéis tener paciencia -le exhortó Fidelma.

– Es que estoy cansado, tengo frío, quiero irme a la cama, quiero dormir y…

Fidelma le hizo callar de golpe al darle un codazo en las costillas.

Alguien se acercaba. Vieron una sombra pasar por el claustro antes de cruzar el patio a la luz de la luna. Portaba una lámpara, pero apagada. Fidelma vio, para su complacencia, el gran sacullus y la cuerda colgados a la espalda de la figura. Ésta tenía la cabeza avanzada, como si tuviera que fijarse en el suelo para ver los posibles obstáculos en la negrura.

Como ya esperaban, la figura se dirigió hacia la arcada que separaba la parte del claustro del huerto y pasó por debajo. Fidelma se levantó sin perder tiempo, casi arrastrando a Eadulf con ella. Con sigilo, cruzaron los pasillos del claustro hacia la entrada del huerto. Llegaron justo en el momento en que la figura se detenía ante la puerta que daba al exterior de la abadía. Pudieron oír cómo descorría los cerrojos con discreción, y luego el leve chirrido de las bisagras al abrirse y cerrarse la puerta.

Fidelma susurró enseguida:

– ¡Deprisa! No debemos perderle de vista.

Eadulf la siguió, musitando una queja ronca. No estaba preparado para aventurarse por los inseguros aledaños de la abadía y tampoco llevaba el bordón, del que se había encariñado desde el encuentro con el lobo. Sin embargo, no se le había ocurrido llevarlo para aquella vigilia nocturna.

– ¿Estáis segura de que es el hermano Bardán? ¿Hemos de seguirle más allá de la abadía? ¿Y los lobos?

Fidelma no se molestó en responderle, y se lanzó de inmediato a cruzar el huerto con una rapidez que asombró a Eadulf, pues se vio obligado a aligerar el paso para poder alcanzarla. Dado que la puerta tenía todos los cerrojos descorridos, no les costó nada pasar al campo que había al otro lado.

La luna todavía estaba en lo alto, redonda y casi llena, por lo que fuera de la penumbra de la abadía no era noche cerrada, sino que había algo de luz. El cielo aparecía sereno y el azul oscuro de la bóveda celeste era un manto de luces titilantes. Tras las cumbres de las montañas del este, la claridad anunciaba la aurora. Fidelma tiró de Eadulf bajo la penumbra del muro de la abadía y señaló con el dedo.

Ahora se veía con toda claridad la figura del hermano Bardán, que avanzaba campo traviesa a cierta distancia de allí. Mantenía la cabeza adelantada e iba a paso rápido. En vano Fidelma buscó algún lugar donde esconderse. El hermano Bardán se alejaba por un campo cubierto de brezo, sin árboles ni edificio alguno.

Con un suspiro, Fidelma hizo una seña indicando a Eadulf que la siguiera, y echó a andar, presurosa, tras la figura, a la que estaban perdiendo de vista. Si el hermano Bardán se hubiera dado la vuelta seguramente los habría visto, y no tenían ninguna buena razón que justificara su persecución en pos del boticario.

Pasado un rato vieron con claridad que el hermano Bardán se dirigía hacia la oscura silueta de un edificio que quedaba en una esquina de un enorme campo, al otro lado de la hilera de tejos. Parecía una pequeña capilla de piedra. En medio de la oscuridad, se apreciaba que podía medir unos cinco metros de alto y seis de largo; más que una capilla, era un minúsculo oratorio. Daba la impresión de que estaba hecha de piedra, y las paredes parecían confluir en el tejado.

El hermano Bardán desapareció en el interior del edificio.

Fidelma se detuvo en seco y miró en derredor aprovechando la luz de la luna.

– Si sale, nos verá enseguida -observó Eadulf, afirmando algo evidente.

Fidelma señaló una arboleda que había no muy lejos.

– Sólo podemos escondernos allí. Esperaremos tras los árboles hasta que salga.

– ¿Creéis que el hermano Bardán ha venido a encontrarse con alguien? -preguntó Eadulf cuando se hubieron ocultado.

– La especulación sin conocimiento es arriesgada -respondió Fidelma recurriendo a un axioma favorito que le encantaba repetir.

– Vos sospecháis que no está tramando nada bueno.

– Yo no lo juzgo.

– Pero alguna idea tendréis de sus intenciones, ¿no? -se quejó Eadulf.

– Publio Silo escribió que un juicio precipitado es el primer paso para verse obligado a retractarlo. Esperaremos a ver qué sucede.

Eadulf bufó, apoyándose contra el tronco de un árbol. El suelo estaba cada vez más húmedo por la proximidad del alba, así que buscó madera seca para sentarse. Fidelma encontró un tocón, donde se sentó y desde el cual veía bien el acceso al edificio.

Eadulf se reclinó y exhaló un suspiro. Cerró los ojos. Un momento después -o eso le pareció los abrió y, sorprendido, vio la claridad plomiza del amanecer. La boca pastosa le reveló que se había quedado dormido. Bostezó parpadeando varias veces seguidas. Se notaba agarrotado e incómodo. Miró a Fidelma.

Seguía sentada en el tocón, ligeramente inclinada con los brazos cruzados sobre las rodillas. Miró a Eadulf mientras se despertaba.

– ¿Cuánto rato…? -dijo con la voz grave y la boca seca.

– ¿Cuánto rato has estado durmiendo? Lo bastante para que amaneciera -dijo sin ningún tono de reproche.

– ¿Qué ha ocurrido?

Fidelma descruzó los brazos y se estiró sin levantarse.

– Nada. El hermano Bardán no ha vuelto a salir del edificio.

Eadulf miró hacia el edificio, que ahora se distinguía bajo la luz grisácea.

Formaba una repisa de piedra gris, y era grande y rectangular. Las paredes, de mampostería sin mortero, estaban construidas en pendiente y hacia fuera para desviar la lluvia. Las dimensiones que habían imaginado bajo la luz de la luna eran las correctas.

– Es una pequeña capilla -dijo Eadulf.

– Sí que lo es -coincidió Fidelma-. Un oratorio donde recogerse para rezar.

– ¿Y el hermano Bardán no ha salido? -se preguntó Eadulf-. ¿Qué habrá estado haciendo tanto tiempo ahí dentro?

– Tal como habéis sugerido, puede que se haya encontrado con alguien. Tened paciencia.

Eadulf contuvo un resoplido. Tenía una sed inusual y su estómago empezaba a quejarse.

– Desearía haber traído algo para beber o que llevarme a la boca.

– Paciencia -repitió Fidelma, sin inmutarse lo más mínimo.

Eadulf sentía frustración.

– ¡Paciencia! -se quejó-. Puede ser una excusa para la flaqueza en los propósitos disfrazada de virtud.

Fidelma no reaccionó contra su irritación, sino que se mantuvo en silencio.

Pasaba el tiempo. El sol no tardó en aparecer por el este en el horizonte; los primeros rayos sobre las llanuras tras las montañas fueron pálidos y tenues. El hermano Bardán seguía sin aparecer. La campana de la abadía anunciaba ya el primer oficio del día.

De pronto, Fidelma se puso en pie con evidente decisión.

¿Y ahora qué? -preguntó Eadulf, sin saber qué tenía en mente.

– Dado que el hermano Bardán no ha aparecido, entraremos para ver qué trama. Diría que al final nos ha visto seguirle. Por ese motivo sigue ahí dentro.

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