Peter Tremayne - Nuestra Señora De Las Tinieblas

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Nuestra Señora de las tinieblas, sor Fidelma se enfrenta a una auténtica carrera contra el tiempo de cuyo resultado depende la vida de su compañero Eadulf, declarado culpable del brutal asesinato de una joven y pendiente sólo de que se cumpla la sentencia a muerte.
Nunca una investigación había implicado tan personalmente a alguien cercano a Fidelma, pero aun así deberá mantener la sangre fría para desentrañar una escabrosa historia de sexo, ignominia y muerte. Fidelma es incapaz de creer en la culpabilidad de su buen amigo, pero a medida que avanzan sus pesquisas, para las que sólo cuenta con veinticuatro horas, el puzzle al que creía enfrentarse empieza a tener más piezas de las que ella (y el lector) esperaban; ¿o quizá el puzzle es mayor de lo que parecía inicialmente?
La combinación de fidelidad histórica, potencia de las tramas y pulso narrativo hacen de Tremayne uno de los grandes escritores de ficción histórica de nuestro tiempo.

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– Vos se lo dijisteis.

– ¿Que yo se lo dije? ¿Yo?

– Vos sois un hombre escrupuloso y moral, Coba. Cumplís a rajatabla la ley de Fénechus. Me dijisteis que, tan pronto actuasteis y disteis asilo a Eadulf, enviasteis a un mensajero a la abadía.

– Así es. Tenía el encargo de comunicar a la abadesa que yo había prestado asilo al sajón.

– ¡Mentira! -gritó la abadesa Fainder-. Jamás me llegó ese mensaje.

Coba la miró con pena y movió la cabeza.

– El mensajero regresó de la abadía y confirmó que el mensaje se había entregado.

Todas las miradas de la asamblea se fijaron en la conmocionada abadesa.

Capítulo XXI

Lo sabía -vociferó el obispo Forbassach, volviéndose a levantar de su asiento en un arrebato de ira-. Esto es una suerte de conspiración para atacar y calumniar a la abadesa Fainder. No pienso tolerarlo.

– No hay conspiración que implique a la abadesa Fainder más de lo que ella misma está implicada -replicó Fidelma sin perder la calma-. Cierto que tenía sospechas, sobre todo al saber que, desde su llegada a la abadía, Fainder se ha enriquecido mucho.

– ¡Barrán! ¡Acuso a esta mujer de difamación! -gritó el abad Noé, levantándose también-. No podemos permanecer impasibles mientras ella critica de ese modo a la abadesa Fainder.

– He dicho que… -trató de aclarar Fidelma.

– ¡Retiradlo! -gritó la abadesa, perdiendo de pronto los estribos-. ¡Queréis enredarme en vuestra maraña de embustes!

Hicieron falta unos momentos para que entrara en razón y recuperara la compostura. Restablecida la calma, Barrán se dirigió a Fidelma.

– Por lo que decís parece, en efecto, que os propongáis atribuir la culpa de algo a la abadesa Fainder. Habéis señalado que era fundamental que se aprobara la pena de muerte según dictan los Penitenciales. Habéis señalado que la abadesa Fainder insistió en ello y que, por motivos que sólo el brehon Forbassach conoce, éste accedió y convenció al rey de dar su aprobación. E insistís en que ese tal titiritero (como lo llamáis) es un miembro de la comunidad de la abadía. ¿Quién mejor que nadie puede estar, por tanto, en el centro de esa terrible maraña, como decís, que la propia abadesa? ¿Y ahora argüís, como si fuera relevante, que se ha enriquecido desde que llegó a la abadía?

– ¡Son todo mentiras! ¡Mentiras! ¡Mentiras! -gritaba la abadesa, aporreando con el puño el brazo de madera de la silla.

El obispo Forbassach tuvo que volver a calmarla.

– La abadesa Fainder es indirectamente responsable de buena parte de cuanto ha sucedido, y deberá afrontarlo. Pero ya he demostrado que ella no mató a Gabrán.

Un cuchicheo se extendió entre los presentes, y Barrán exigió silencio de inmediato.

– De hecho -continuó Fidelma-, podría decirse que el abad Noé es el responsable más indirecto de todos.

El abad se levantó como un resorte en actitud beligerante.

– ¿Yo? ¿Osáis acusarme de estar implicado en un asesinato y en este terrible tráfico de niñas?

– No he dicho eso. He dicho que sois indirectamente responsable de lo que ha sucedido. De un tiempo a esta parte os habéis ido convirtiendo a la filosofía de Roma. Entiendo que esa conversión se inició cuando conocisteis a la abadesa en Roma.

– No negaré mi conversión a los Penitenciales -musitó Noé, volviendo a tomar asiento, pero sin abandonar la actitud defensiva.

– ¿Negaréis que la abadesa Fainder ejerció una fuerte influencia sobre vos, que os persuadió de regresar con vos a Laigin y de nombrarla abadesa, y que a la vez invitasteis a Fianamail a que os nombrara su consejero espiritual y, así, os concediera poder sobre todo el reino?

– Ésa es vuestra interpretación.

– Son hechos. Fuisteis capaz de invalidar el sistema de nombramientos de la abadía a fin de poder hacer abadesa a Fainder. Alegasteis que era una prima lejana vuestra; y no lo era, pero al parecer nadie osó poner en duda el nombramiento, ni siquiera cuando supieron que Fainder no tenía parentesco alguno con vos. Una vez Fainder fue abadesa, gobernó la comunidad bajo la doctrina de los Penitenciales. Estabais perdidamente enamorado de ella. Vos iniciasteis el proceso, Noé. Vuestra obsesión por esta mujer sembró el terreno que permitió cambiar las leyes y que sucedieran estos acontecimientos.

– ¿Cómo sabéis que Fainder y Noé no están emparentados? -se apresuró a preguntar Barrán-. ¿Y dónde encaja en esta historia el comentario sobre su enriquecimiento?

– Su hermana, Deog, es la viuda de Daig, el vigilante -explicó Fidelma-. Deog me habló de la nueva riqueza de su hermana. Fainder hacía visitas frecuentes a Deog. Pero, ay, no por amor fraternal cabalgaba la abadesa regularmente hasta la cabaña de su hermana, ¿verdad, Forbassach?

El rostro del obispo Forbassach se sonrojó bajo su mirada.

– También vos sois, desde hace poco, partidario de la aplicación de los Penitenciales, ¿verdad? -preguntó Fidelma-. ¿Queréis decirnos a qué se debe?

Era la primera vez, durante la sesión, que el brehon de Laigin guardaba silencio ante una pregunta.

La abadesa Fainder respondió por él. Se había venido abajo y trataba de contener los sollozos.

– El amor de Forbassach por mí no tiene nada que ver con que abrazara la verdadera ley cristiana -gritó en actitud defensiva-. Se convirtió en defensor de los Penitenciales por una decisión basada en la lógica, no por el amor que nos profesábamos.

Un grito de indignación inundó la sala y, al fondo de la misma, dos mujeres se llevaron de la estancia a otra. Forbassach fue a levantarse, pero Fidelma le indicó con una seña que volviera a sentarse.

– Tendréis que resolver este asunto con vuestra esposa más tarde, Forbassach -le dijo.

Fainder tenía los ojos clavados en Fidelma con malignidad, pero ésta afrontó su mirada sin rencor.

– La riqueza recién adquirida era simplemente un exceso de regalos de Forbassach y de Noé, ¿me equivoco? Os colmaban de obsequios en su esfuerzo por cortejaros. Amantes sunt amerites. Los amantes son dementes.

La mirada en el rostro de la abadesa habría asustado a cualquiera. Forbassach estaba visiblemente abochornado, pero no demostraba ningún sentimiento de culpa. El abad Noé, sin moverse de su silla, guardaba silencio, atónito ante las revelaciones. Incluso Fidelma sintió una punzada de remordimiento por haber sido la persona que le había desvelado la duplicidad de Fainder. Saltaba a la vista que estaba tan embriagado por la abadesa que la simple idea de que Forbassach también fuera su amante significó para él una puñalada.

– Cuando menos, mi deducción de que no erais culpable, Fainder, se confirmó cuando os desvanecisteis en Cam Eolaing al saber que la persona detrás de esta trama perversa era alguien que ocupaba un alto cargo jerárquico en la abadía. Os desmayasteis porque creísteis que me refería a uno de vuestros amantes. Pero ¿a cuál?

La abadesa estaba roja de sofoco.

– Si he entendido bien vuestro razonamiento, Fidelma -interrumpió Barrán-, estáis diciendo que la abadesa Fainder no mató a Gabrán. Sin embargo, también decís que Fial no lo mató. ¿Quién lo hizo entonces? ¿Y actuó bajo las órdenes de la abadesa?

– Permitidme llegar a eso a mi modo -rogó Fidelma-, pues jamás me había hallado ante una conspiración tan enrevesada. Nuestro titiritero empezó a alarmarse por el creciente número de muertes que estaban sucediendo al primer crimen de Gabrán. Las cosas no estaban saliendo según lo previsto. Cada intento de encubrir al culpable resultaba en un desastre mayor. Como he dicho, se decidió que había que silenciar a Gabrán e interrumpir el tráfico, cuando menos por un tiempo. La persona designada para matar a Gabrán se había marchado de la abadía, supuestamente para visitar a un familiar que vivía cerca del lugar donde Gabrán había amarrado el barco. Gabrán estaba esperando el nuevo cargamento. Alguien tenía que recoger a dos niñas aquella mañana. El asesino fue en busca del barco de Gabrán, si saber quizá que la abadesa le iba a la zaga a poca distancia.

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