El hombre se retorció intentando deshacerse de él antes de reparar en que su antagonista era un guerrero joven y musculoso. Levantó la voz para soltar un quejido:
– No la estaba insultando. Le estaba ofreciendo ayuda y…
Fidelma hizo una seña de indiferencia y dijo con un suspiro:
– Soltadle, Dego. -Y añadió con firmeza, dirigiéndose al marinero-: Yo no quiero vuestra ayuda. Desde luego, no pagaría por ningún tipo de ayuda que vos pudierais ofrecer. Ahora os sugiero que hagáis caso a mi compañero y os apartéis.
Dego soltó al marinero, que se llevó la mano a la oreja y se apartó unos pasos a tropiezos.
– No me olvidaré de esto -gimió, procurando no estar al alcance de Dego-. Tengo amigos y os haré pagar esta afrenta. ¿Creéis que podéis ganarme la batalla? Otros ya lo han intentado. Y los he puesto en su sitio.
Lassar entró para atender a Fidelma y oyó las quejas del hombre.
– ¿Qué ha sucedido? -quiso saber.
Dego sonrió de manera vengativa y se sentó en la silla que había desocupado el marinero.
– Me he confundido. He tenido la impresión de que este alfeñique -explicó a Lassar, señalando con un pulgar al marinero- insistía en prestar atenciones indeseadas a sor Fidelma. Ya me he disculpado por el malentendido.
El hombrecillo seguía de pie en la sala, frotándose insistentemente la oreja, pero dejó de hacerlo en cuanto oyó el nombre de ella y lo reconoció. Fidelma se dio cuenta y se preguntó a qué podría deberse.
– Estoy segura de que este hombre aceptará vuestras disculpas, Dego, y que no desea causar más molestias -dijo Fidelma con firmeza.
El marinero vaciló un momento y, a continuación, inclinó la cabeza con una sacudida.
– Las personas tienen derecho a equivocarse. ¿No es cierto? -murmuró.
Fidelma entrecerró los ojos al recordar algo.
– Yo os he visto antes, ¿verdad?
– ¡No creo! -exclamó el hombrecillo, frunciendo el ceño.
– ¡Sí, sí que os he visto antes! Estabais en el patio de la abadía contemplando como bajaban el cuerpo del hermano Ibar.
– ¿Y qué tiene de malo? Comercio mucho con la abadía.
– ¿Tenéis curiosidad morbosa en lo grotesco, o acaso un interés particular en la suerte que corrió el hermano Ibar? -Fidelma hizo la pregunta por instinto y no tanto por lógica.
Lassar, algo desconcertada por la conversación, pues había llegado hacía unos momentos, intervino a fin de prestar su ayuda.
– Gabrán también comercia mucho río arriba, río abajo, ¿no?
El hombre se limitó a dar media vuelta y salir de la posada sin responder a ninguna de las preguntas. Lassar sonrió y dijo en tono de lamento:
– Creo que habéis herido sus sentimientos. Si os interesa saberlo, hermana, el hermano Ibar robó y mató a uno de los hombres de Gabrán.
Dego hizo una mueca y preguntó a Fidelma:
– ¿He hecho mal en intervenir?
Fidelma negó con la cabeza y comentó a Lassar, que estaba sirviendo pan recién hecho:
– Ese hombre no me ha parecido un marinero, salvo por la ropa que llevaba.
La mujerona se encogió de hombros.
– Aun así lo es, hermana. Tiene su propio barco, al que llama Cág y con el que comercia por los pueblos a orillas del río. De vez en cuando se queda a dormir en la posada, cuando ha bebido de más y no es capaz de volver al barco. Pasó aquí la noche que mataron a su hombre.
– ¿Cág, decís que se llama el barco? ¿No es Grajilla un nombre raro para un barco?
Lassar, indiferente a la connotación que pudiera tener el nombre, comentó:
– Cada maestrillo tiene su librillo.
Con una breve sonrisa, Fidelma observó:
– Sabio dicho, éste. ¿Qué sabéis acerca del asesinato de su tripulante?
– No sé nada de primera mano.
– Pero habréis oído algún rumor al respecto -insistió Fidelma.
– Los rumores no siempre dicen la verdad -respondió la mujer.
– En eso lleváis razón. Pero a veces, la información llena de prejuicios puede ser muy útil para conocer a la verdad. ¿Qué habéis oído?
– Sólo que en el muelle encontraron a un marinero muerto el día después de que el sajón asesinara a aquella niña. Un día después sorprendieron al hermano Ibar con algunos objetos del marinero, y entonces fue juzgado y condenado por el crimen.
– ¿Quién presidió el juicio?
– El brehon, claro, el obispo Forbassach.
– ¿Sabéis si el hermano Ibar llegó a reconocerse culpable?
– No. Ni durante el juicio ni después, o eso me han dicho.
– ¿Y la prueba en contra era que tenía en su posesión objetos personales del marinero?
– Para confirmarlo, habríais de preguntar a alguien que hubiera asistido al juicio. Yo tengo cosas que hacer.
– ¡Un momento! ¿Fue acaso vuestro hermano Mel quien participó en el apresamiento de Ibar? Porque era el capitán de la guardia, ¿no es así?
Para su sorpresa, Lassar lo negó.
– Mel no tuvo nada que ver con el caso de Ibar. Aunque fue un hombre de su guardia. Se llamaba Daig.
Fidelma sopesó sus palabras en silencio y a continuación observó con tranquilidad.
– Parece que muere mucha gente en el muelle de la abadía. Da la sensación de ser un lugar siniestro y desdichado.
Mientras recogía los platos, Lassar respondió con una mueca:
– Eso es verdad. Ya habéis conocido a sor Étromma y a su hermano tonto, ¿verdad?
– ¿Cett? Sí, ya los conozco. ¿Qué tienen que ver ellos?
– Nada. Los menciono como un ejemplo de desdicha. ¿Os podéis creer que sor Étromma es descendiente de la línea real de Laigin, los Uí Cheinnselaig?
Fidelma trató de recordar por qué el dato no la sorprendió. Estaba segura de que alguien ya se lo había dicho.
Lassar ganó confianza y relató:
– ¿Sabíais que, cuando los Uí Néill de Ulaidh atacaron el reino, Étromma era muy pequeña, y que los tomaron, a ella y a su hermano, como rehenes? Dicen que hirieron a Cett en la cabeza y que es simple desde entonces. Es una historia triste.
– Sí, es triste, si bien nada excepcional -opinó Fidelma.
– Ah, pero lo excepcional fue que, aun siendo Étromma de estirpe real, el rey Crimthann, que gobernaba en esa época, se negó a pagar el rescate y abandonó a ambas criaturas al tierno cuidado de los Uí Neill. La rama de la familia de Étromma era pobre, y no pudieron pagar el rescate.
– ¿Qué sucedió? -preguntó Fidelma, interesada.
– Un año después, Étromma y su hermano lograron fugarse del norte y regresaron aquí. Creo que ella les guardaba mucho rencor. Ambos entraron al servicio de la abadía. Tenéis razón, es una historia muy triste.
Lassar acabó de recoger los platos y salió. Fidelma se quedó sentada unos momentos antes de levantarse. Dego la miró con gesto intrigado.
– ¿Adónde os dirigís, mi señora? -le preguntó.
– Quiero volver a la abadía para ver si puedo obtener más información -respondió.
– ¿Creéis que el obispo Forbassach está en lo cierto y alguien ha ayudado al hermano Eadulf a escapar? -preguntó Dego.
– Creo que sería difícil escaparse de la celda en la que estaba encarcelado, sin la ayuda de nadie -asintió-. Pero el misterio que debemos resolver es quién le ayudó y por qué. Una persona podría haberle ayudado, y es un jefe llamado Coba. Respeta y defiende sin ningún tipo de dudas las leyes de Fénechus frente a los Penitenciales que tanto le gustan a Fainder. Pero quizá no conviene preguntar directamente a Coba, pues tal vez me equivoque. Mientras yo voy a la abadía, averiguad cuanto podáis sobre Coba. Pero sed discretos.
Dego inclinó la cabeza a modo de asentimiento.
– Eadulf ha hecho algo peligroso, señora. ¿Creéis que tratará de ponerse en contacto con nosotros?
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