Peter Tremayne - Nuestra Señora De Las Tinieblas

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Nuestra Señora de las tinieblas, sor Fidelma se enfrenta a una auténtica carrera contra el tiempo de cuyo resultado depende la vida de su compañero Eadulf, declarado culpable del brutal asesinato de una joven y pendiente sólo de que se cumpla la sentencia a muerte.
Nunca una investigación había implicado tan personalmente a alguien cercano a Fidelma, pero aun así deberá mantener la sangre fría para desentrañar una escabrosa historia de sexo, ignominia y muerte. Fidelma es incapaz de creer en la culpabilidad de su buen amigo, pero a medida que avanzan sus pesquisas, para las que sólo cuenta con veinticuatro horas, el puzzle al que creía enfrentarse empieza a tener más piezas de las que ella (y el lector) esperaban; ¿o quizá el puzzle es mayor de lo que parecía inicialmente?
La combinación de fidelidad histórica, potencia de las tramas y pulso narrativo hacen de Tremayne uno de los grandes escritores de ficción histórica de nuestro tiempo.

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El obispo no respondió, cambió de parecer y abandonó la habitación sin decir nada más.

Dego se acercó a ella con un gesto de preocupación.

– ¿Estáis bien, señora? ¿No os han hecho daño?

Fidelma negó con la cabeza. Se llevó una mano al hombro, donde el esbirro de Forbassach le había pinchado con la espada.

– No es más que un rasguño. Pasadme el hábito, Enda -le pidió en voz baja y, cuando éste así lo hizo, salió de la cama; miró a los dos guerreros concienzudamente y les dijo-: Ahora que estamos solos, decidme la verdad. ¿Alguno de vosotros ha tenido algo que ver con la huida de Eadulf? -Formuló la pregunta con rapidez, sin aliento.

Dego respondió de inmediato con un gesto negativo.

– Lo juro, señora. -Y sonrió torciendo la boca para añadir-: Pero si se nos hubiera ocurrido, creo que habríamos contemplado la idea de participar en ella.

Con solemnidad, Enda se mostró de acuerdo con él.

– Él lo ha dicho, señora. No se nos ocurrió a nosotros, y ahora que otro ha llevado a cabo el plan, cargamos con la culpa.

Fidelma apretó los labios en una mueca para reprenderles. Pese a que en el fondo estaba de acuerdo con ellos, su lado racional le decía que no debía ser así.

– Me daría vergüenza que infringierais la ley -amonestó.

– No sería infringir la ley, señora -insistió Enda-. Sólo sería doblegarla un poquito para ganar tiempo antes de que llegue el brehon Barrán.

Fidelma levantó la cabeza al ver entrar a Lassar, seguida de su hermano Mel. Al parecer se habían cerciorado de que el obispo Forbassach y sus hombres hubieran salido de la posada.

– En efecto, este asunto es peliagudo, hermana -se quejó Lassar-. Hoy en día es difícil llevar una posada, pero he ofendido al obispo, que además es brehon, a la abadesa y al rey de una misma vez. No creo que pueda mantener la posada. No lo creo en absoluto.

Con un brazo, Mel rodeó a su hermana por los hombros a fin de reconfortarla.

– Este asunto es peliagudo, hermana -repitió con preocupación-. Hemos venido a preguntaros abierta y honestamente si tenéis algo que ver en él.

– No tenemos nada que ver -aseguró Fidelma-. ¿Queréis que abandonemos la posada?

– Disculpadnos, señora. Como comprenderéis, se trata de una circunstancia que afecta gravemente a mi hermana. No sería justo echaros de la posada sin tener motivos para hacerlo.

Lassar sorbió por la nariz y se secó los ojos con la punta del chal.

– Podéis quedaros con mucho gusto. Sólo he querido decir que…

– Y tenéis toda la razón -la interrumpió Fidelma con firmeza-. Puedo aseguraros que, si nuestra presencia en la posada compromete vuestro sustento, nos marcharemos. Si os satisface que nos quedemos, así será. No hemos hecho ningún acto contrario a las leyes de este país, a pesar de las sospechas del obispo Forbassach. Os doy mi palabra de ello.

– Y nosotros la aceptamos, hermana.

– En tal caso, lo mejor que podemos hacer ahora es tratar de conciliar el sueño en lo que queda de esta noche.

Lassar y su hermano salieron juntos del cuarto; Fidelma pidió a Dego y a Enda que esperaran.

– Ahora que sabemos de cierto que ninguno de nosotros está implicado en la huida, se presenta un nuevo problema -les susurró.

Dego inclinó la cabeza mostrando su aprobación.

– Si nosotros no hemos ayudado a Eadulf a escapar, ¿quién lo ha hecho y con qué propósito? -preguntó.

– ¿Con qué propósito? -repitió Enda, confuso.

Fidelma sonrió con amabilidad al joven guerrero.

– Dego lo ha entendido. He observado que diversas personas implicadas en estas circunstancias han desaparecido, todas ellas testigos clave de la abadía. ¿Es posible que también hayan hecho «desaparecer» a Eadulf de esa misma manera?

La posibilidad la preocupó, pero había que considerarla por muy complicada que pareciera, si bien, pensándolo, no lo era mucho más que los otros misterios que encerraba todo aquel asunto. En silencio, todos pensaron en las consecuencias.

– Bueno, a estas horas de la noche poco podemos hacer -reconoció Fidelma a su pesar-. Sin embargo, lo que está claro es que debemos dar con Eadulf antes de que lo hagan Forbassach y sus hombres.

Cuando quedó sola, no sabía si recrearse en la euforia que sentía, en su primera reacción a la noticia de que Eadulf había evitado la horca, o permitir que la asaltara un fastidioso abatimiento, el temor de que su huida le deparara un destino peor. Era incapaz de volver a conciliar el sueño. La situación de su amigo no podía ser más grave. Había llegado a convencerse de que Eadulf afrontaría la muerte aquella mañana. Pero había escapado. Recordó entonces las palabras del brehon Morann: le había dicho una vez que siempre que las cosas parecían mejorar, era porque se había pasado algo por alto. ¿Lo había dicho con cinismo? ¿Qué podía haber pasado por alto?

En vano trató de dormir recurriendo al arte del dercad; los nuevos temores por Eadulf le nublaban la mente. Poco después de las primeras luces del día, el agotamiento la sumió en un profundo sueño. Se despertó sin recuerdos de haber soñado nada, pero con el presagio de que algo no iba nada bien.

* * *

Eadulf no se había acostado aquella noche. El saber que aquélla iba a ser su última noche en la Tierra, le hizo sentir que no tenía sentido malgastarla durmiendo. Se quedó sentado en la cama, el asiento más cómodo de la celda, mirando al pedacito de cielo nocturno que se veía a través de los barrotes de la ventana. Trató de ordenar sus pensamientos, divagantes y aterrorizados, en un flujo coherente de pensamiento. Sin embargo, por mucho que lo intentara, esos pensamientos se rebelaban. No era verdad, como afirmaban los sabios, que un hombre que afrontaba la muerte inminente era capaz de concentrarse mejor y pensar con más claridad. Su mente saltaba de acá para allá. Lo llevaba a su infancia, al día que conoció a Fidelma en Whitby, al encuentro posterior con ella en Roma y a su llegada al reino de Muman. Su mente divagaba recuperando recuerdos, recuerdos agridulces.

Entonces oyó un sonido apagado. Un gruñido. Algo que caía. Estaba de pie, de cara a la puerta, cuando oyó el sonido áspero de los cerrojos al descorrerse.

Una figura oscura apareció tras la puerta. Llevaba un hábito con capucha.

– No… no puede ser que ya haya llegado el momento -protestó Eadulf, horrorizado por la idea-. Aún no es de día.

La figura le hizo una seña en la penumbra y susurró con impaciencia:

– Venid.

– ¿Qué sucede? -se quejó Eadulf.

– Venid y guardad silencio -insistió la figura.

Con renuencia, Eadulf cruzó el umbral de la celda.

– Es fundamental que guardéis silencio. Limitaos a seguirme -ordenó la figura encapuchada-. Estamos aquí para ayudaros.

Entonces vio que había otros dos hombres en el pasillo, uno de los cuales sostenía una vela. El otro arrastraba la figura del hermano Cett al interior de la celda que Eadulf había desocupado. Su corazón empezó a latir con rapidez al percatarse de lo que estaba pasando.

Se acercó a ellos enseguida; cualquier posible renuencia se había disipado. Cerraron la puerta de la celda y corrieron los cerrojos.

– Poneos la cogulla, hermano -susurró uno de los encapuchados-, y ahora bajad la cabeza.

Eadulf obedeció al instante.

A paso rápido, el pequeño grupo cruzó el corredor y bajó las escaleras; Eadulf les seguía gustoso a doquiera lo llevaran. Atravesaron un laberinto de pasillos y, de súbito, sin topar con ningún obstáculo, se hallaron fuera de los muros de la abadía, a través de las puertas a orillas del río. Allí les esperaba otra figura, con las riendas de varios caballos en las manos. Sin mediar palabra, la figura que encabezaba el grupo ayudó a Eadulf a montar mientras los demás saltaban a las sillas de sus caballos. A continuación ya estaban alejándose al trote de la entrada de la abadía, a lo largo del río, en cuyas aguas la luz argentina de la luna rielaba.

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