Peter Tremayne - Nuestra Señora De Las Tinieblas

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Nuestra Señora de las tinieblas, sor Fidelma se enfrenta a una auténtica carrera contra el tiempo de cuyo resultado depende la vida de su compañero Eadulf, declarado culpable del brutal asesinato de una joven y pendiente sólo de que se cumpla la sentencia a muerte.
Nunca una investigación había implicado tan personalmente a alguien cercano a Fidelma, pero aun así deberá mantener la sangre fría para desentrañar una escabrosa historia de sexo, ignominia y muerte. Fidelma es incapaz de creer en la culpabilidad de su buen amigo, pero a medida que avanzan sus pesquisas, para las que sólo cuenta con veinticuatro horas, el puzzle al que creía enfrentarse empieza a tener más piezas de las que ella (y el lector) esperaban; ¿o quizá el puzzle es mayor de lo que parecía inicialmente?
La combinación de fidelidad histórica, potencia de las tramas y pulso narrativo hacen de Tremayne uno de los grandes escritores de ficción histórica de nuestro tiempo.

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– ¿Así que el obispo Forbassach se pronunciará sobre la apelación mañana por la mañana? -añadió.

Fidelma asintió sin decir nada, pues no confiaba en que fuera a ser capaz de hacerlo.

– Bien. Pues aceptaremos la decisión cuando esté tomada. Entretanto, ¿podríais pedirle a sor Étromma que me faciliten agua y jabón? Quisiera tener el mejor aspecto posible para lo que me depare la mañana, sea lo que fuere.

Fidelma sintió el escozor de las lágrimas que asomaban a sus ojos. De pronto, Eadulf se acercó a ella para rodearla con los brazos, la estrechó con fuerza y luego la apartó de sí casi con brusquedad.

– ¡Bueno! Salid, Fidelma. Dejadme meditar a solas. Os veré mañana.

Fidelma así lo hizo; habían compartido demasiadas cosas como para quedarse en la celda con él. Unos segundos más, y ambos perderían el control de sus emociones. Dio media vuelta y llamó con dureza al monje celador. Instantes después se oyó el ruido áspero de los cerrojos y la puerta se abrió. Al salir no miró atrás; se limitó a murmurar:

– Hasta mañana, Eadulf.

El hermano Eadulf no respondió y la puerta de la celda se cerró de un golpe detrás de ella.

Fidelma no regresó a la posada enseguida, sino que fue a dar un paseo por la orilla del río, donde encontró un rincón en el que estar sola, al final de los muelles. Allí se sentó sobre un tronco, a la penumbra del crepúsculo. La luna era de un blanco reluciente y proyectaba un resplandor fantasmagórico sobre las aguas. Fidelma permaneció en silencio; le ardían las mejillas, cubiertas de lágrimas. No había llorado desde niña. Ni siquiera intentó recurrir a la técnica meditativa del aeread para aplacar la furia de su emoción. Había tratado de contenerla desde que supiera que Eadulf se hallaba en peligro. No podría ayudarle desatando sus emociones. Tenía que ser fuerte; debía distanciarse de éstas a fin de poder discernir de manera lógica.

Sin embargo, se sentía destrozada por una terrible impotencia y una virulenta indignación. Desde que conociera a Eadulf había tratado de ocultar sus sentimientos, incluso para sí. El sentido del deber la había reprimido; de su deber para con la fe, para con la ley, para con los cinco reinos y para con su propio hermano. Y ahora, justo cuando al fin había dejado de negar sus sentimientos y empezaba a reconocer cuánto significaba Eadulf para ella, corría el peligro de que se lo arrebataran para siempre. Era tan… injusto. Se dio cuenta de lo banal de aquella frase, pero no era capaz de pensar en otra expresión aun a pesar de haber leído a los antiguos filósofos. Éstos disculparían una fortuna tan nefasta diciendo que la voluntad de los dioses era otra. Y ella no pensaba aceptarlo. Virgilio escribió: Fata viam invenient. Los dioses hallarán un modo. Ella necesitaba hallar un modo de cambiar las cosas. Tenía que hallarlo

Capítulo IX

Fidelma se movía, inquieta por un sueño agitado.

Estaba soñando con el cadáver del monje colgado al final de la cuerda tensa en la horca de madera. Detrás, un grupo de figuras encapuchadas se reían del muerto y lo abucheaban. Extendiendo los brazos hacia delante, trataba de alcanzar la figura colgada, pero algo se lo impedía. Unas manos tiraban de ella hacia atrás. Se volvió para ver quién era y descubrió el rostro de su antiguo mentor y tutor, el brehon Morann.

– ¿Por qué? -le gritó-. ¿Por qué?

– El ojo esconde aquello que no desea ver -le respondió el anciano con una sonrisa enigmática.

Fidelma se apartó bruscamente de él y volvió a ponerse de cara al hombre ahorcado.

Entonces oyó un estrépito. Primero pensó que la horca se estaba viniendo abajo, que la madera se estaba partiendo. Y entonces se dio cuenta de que aquel ruido la había despertado; formaba parte de la realidad y procedía de fuera. Unos pasos pesados ascendieron por las escaleras de la posada La Montaña Gualda. Apenas si tuvo tiempo de incorporarse antes de que la puerta se abriera de un brusco golpe sin previo aviso.

El obispo Forbassach irrumpió en su habitación con un farol en la mano. A éste seguían media docena de hombres que empuñaban espadas; entre ellos, una figura robusta que le resultó familiar: el hermano Cett.

Antes de que Fidelma pudiera reaccionar, el obispo Forbassach, con el farol en alto, empezó a registrar el cuarto, hincándose de rodillas para mirar debajo de la cama.

Uno de los hombres le apuntaba al pecho con una espada, amenazándola así en silencio.

Fidelma estaba horrorizada. Primero los miró desconcertada y, luego, con creciente indignación.

– ¿Qué significa esto? -exigió saber.

No obstante, algo la interrumpió: el sonido de un forcejeo al otro lado de la puerta. Algunos de los hombres se volvieron para ayudar a sus compañeros a arrastrar a Dego y Enda hasta el interior de la habitación, apuntándoles a la espalda con las armas. Al parecer habían acudido corriendo, espadas en mano, al oír el alboroto. Los demás les superaban en número, por lo que los desarmaron y les sujetaron despiadadamente los brazos a la espalda y en alto a fin de obligarles a inclinarse ante los hombres de Forbassach.

– ¿Qué representa este ultraje, Forbassach? -exigió Fidelma con frialdad, con el tono gélido que ocultaba la furia que sentía-. ¿Habéis perdido el juicio? -preguntó, haciendo caso omiso de la espada con que la amenazaban.

Tras haber registrado cada rincón del cuarto, el obispo se volvió hacia ella sin soltar el farol. Su rostro era una máscara de animosidad amenazante.

– ¿Dónde está? -le espetó.

Fidelma lo miró con pareja aversión.

– ¿Dónde está quién? Tendréis que dar una buena explicación para tamaña intrusión injustificada, brehon de Laigin. ¿Sabéis qué estáis haciendo? Habéis transgredido todas las leyes de…

– ¡Calla, mujer! -farfulló el hombre que sostenía la espada contra su pecho, con la que pinchó para hacer hincapié en la orden.

Fidelma notó el pinchazo. Sin mirar siquiera al guerrero, no apartó la vista de Forbassach.

– Decidle a vuestro bravucón quién soy, Forbassach, y haced memoria vos también. Si se derrama sangre de la hermana del rey de Colgú y dálaigh de los tribunales, la sangre con sangre se pagará. Con ciertas cosas no hay indulgencia posible. Habéis agotado mi paciencia.

El obispo Forbassach vaciló ante la furia implacable de su voz. A él mismo le estaba costando controlar su propia ira, y tardó unos buenos segundos antes de conseguirlo.

– Podéis bajar la espada -ordenó en un tono cortado al hombre y volvió a dirigirse a Fidelma-. Os lo volveré a preguntar: ¿dónde está?

Fidelma se quedó mirando la figura amedrentadora del brehon de Laigin con fría curiosidad.

– Y yo os lo vuelvo a preguntar: ¿a quién os referís?

– Sabéis de sobra que me refiero al sajón.

Fidelma pestañeó varias veces, asombrada al reparar en las implicaciones de aquella pregunta, pero hizo el esfuerzo de no dejar ver sus sentimientos.

El obispo Forbassach hizo una mueca de irritación.

– No finjáis no saber nada de la huida del hermano Eadulf.

Fidelma no apartó la mirada.

– No estoy fingiendo. No sé de qué me estáis hablando en absoluto.

– Quedaos aquí -ordenó el obispo a su pequeño ejército y, mediante una seña, dijo a los hombres que habían reducido a los compañeros de Fidelma-: No soltéis a este par. Los demás, registrad esta posada, y hacedlo de arriba abajo, incluidos los edificios anexos. Comprobad si se echan en falta caballos.

Fidelma vio a Lassar detrás de los hombres; estaba aterrada. Deseó poder reconfortar a aquella pobre mujer, pero su propio corazón estaba desbocado. Sabía que no debía permitir que Forbassach dominara la situación.

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