Le llamó la atención un creciente ruido de sirenas en la calle. Se acercó a la ventana y miró. Algo había ocurrido en San Bartolomé. Varios coches de policía y ambulancias habían aparcado delante, bloqueando las vías de acceso a Park Avenue, y se había formado un corro de curiosos. La policía estaba acordonando la zona y obligando a la gente a dispersarse. No vio por allí a Nodding Crane con su guitarra; lo más probable era que, a la vista de toda aquella actividad, se hubiera alejado. De todos modos, no andaría muy lejos, y estaría observando. De eso estaba seguro.
Salió con sigilo de la habitación. El pasillo, brillantemente iluminado, estaba en silencio. Tenía que ir a ver a Tom O'Brien y debía hacerlo de modo que nadie lo siguiera. El truco del metro había estado bien, pero Nodding Crane podía estar preparado por si lo repetía una segunda vez. Además, estaba seguro de que el sicario le había tomado la medida con los disfraces.
Reflexionó. El Waldorf tenía cuatro salidas: una que daba a Park Avenue, otra a Lexington Avenue y dos más a la calle Cincuenta y uno. Crane podía estar vigilando cualquiera de ellas. Incluso era posible que lo hubiera visto entrar en el hotel.
¡Maldición! ¿Cómo iba a llegar a Columbia?
Se le ocurrió una idea. Paradójicamente, la multitud que se agolpaba ante San Bartolomé podía ser un buen sitio donde despistar a un perseguidor. Encontraría su oportunidad entre el gentío.
Cogió el ascensor hasta la planta baja, cruzó el vestíbulo y salió a la calle por la puerta principal.
Caminó a paso vivo hacia el gentío, que en esos momentos alcanzaba hasta Park Avenue, bloqueando el tráfico. Resultaba asombrosa la rapidez con la que una multitud podía congregarse en Nueva York, a cualquier hora del día o de la noche. Miró a su alrededor, pero no vio a Nodding Crane por ninguna parte. No le sorprendió; ya sabía que se enfrentaba a un asesino excepcionalmente inteligente
Se mezcló con la gente y empezó a abrirse paso. Si podía llegar al otro lado lo bastante rápido, su perseguidor -suponiendo que lo hubiera- se vería obligado a hacer lo mismo. Entonces Gideon podría desaparecer.
Cuando llegó al centro de la multitud, se oyó una exclamación colectiva. Unos paramédicos habían aparecido en la puerta de la iglesia con una camilla que empujaban por la rampa de los discapacitados. Sobre ella había una bolsa que ocultaba un cadáver. Alguien acababa de morir y, dada la numerosa presencia policial, debía de tratarse de un asesinato.
La gente se abalanzó entre susurros de curiosidad morbosa. Los paramédicos llevaron la camilla por un pasillo abierto con barricadas entre la multitud y se dirigieron hacia una ambulancia que aguardaba. La situación era ideal para él. Gideon llegó hasta la barrera, saltó por encima, atravesó corriendo el pasillo, se coló por debajo de la del lado opuesto y se perdió entre la gente. Un policía le gritó algo, pero los agentes estaban demasiado ocupados con lo que tenían entre manos y dejaron que se marchara.
Abriéndose paso a codazos entre el gentío, haciendo caso omiso de las quejas y protestas, Gideon alcanzó el extremo opuesto y echó a correr por Park Avenue. Miró por encima del hombro para ver si alguien había saltado la barrera en su persecución, pero nadie parecía haberlo hecho. Giró a la derecha, cruzó la avenida con el semáforo en rojo y allí, justo en el sitio adecuado, vio un taxi del que acababan de bajarse los pasajeros. Subió a él de un salto.
– Al ciento veinte de Broadway oeste con Amsterdam -ordenó-. ¡Vamos!
El taxi arrancó, y Gideon contempló la multitud mientras se alejaba, pero no vio que nadie lo siguiera ni corriera en busca de otro taxi.
Miró la hora: casi medianoche. Cogió el móvil y marcó el número de Tom O'Brien.
– Tío, por fin llamas a una hora decente -respondió una voz sarcástica-. ¿Qué pasa?
– He descubierto el secreto que Wu llevaba consigo. Se trata de un material, una aleación especial. La llevaba incrustada en la pierna.
– ¡Qué ingenioso!
– Voy hacia tu casa con las radiografías. El tío tenía las piernas llenas de fragmentos de metal del accidente. Te necesito para que me ayudes a localizar cuál de las imágenes puede ser.
– Tendré que llamar a Epstein, ella es la física.
– Ya lo suponía.
– Y luego, ¿qué?
– ¿A qué te refieres?
– ¿Qué pasará cuando localicemos ese fragmento de metal?
– Pues iré al depósito, a extraerlo.
– Fantástico. ¿Y se puede saber cómo vas a conseguirlo?
– Me he identificado como el pariente más próximo de Wu. Así que están esperando que aparezca para reclamar el cuerpo. Será pan comido.
Al otro lado de la línea sonó un silbido.
– Joder, tío, menuda pieza estás hecho.
– Tú estate preparado. No tenemos tiempo que perder.
Colgó y marcó el número de Orchid. Confiaba en que ella se alegraría de saber que casi había logrado resolver el lío en que estaba metido y que podría verla, si no al día siguiente, seguramente al otro.
El móvil de Orchid estaba desconectado.
Se repantigó en su asiento con la desagradable idea de que quizá estuviera con otro cliente.
– Feliz Navidad a ti también -dijo O'Brien, viendo que, como siempre, Gideon entraba sin llamar.
– ¿Es este el tío del que me has hablado? -preguntó Sadie Epstein, medio sentada, medio tumbada en el sofá, molesta porque la hubieran sacado de la cama a una hora tan intempestiva. Tenía el cabello revuelto y estaba de un humor de perros porque, tal como O'Brien intuía, había esperado algo distinto cuando él la había despertado en plena noche. Había que decir que Epstein siempre estaba lista para un polvo rápido.
– Gideon, te presento a Epstein. Epstein, él es Gideon.
– O'Brien te llama Sadie -dijo este, estrechando su mano flácida.
– Todo aquel que me llama así se lleva una buena colleja -gruñó, medio adormilada-. Será mejor que tengas algo interesante entre manos.
– Lo tengo -se apresuró a confirmar O'Brien, soltando la mentira que tenía preparada-. ¿Te acuerdas de aquellos números que te di? Bien, pues ahora tenemos las radiografías de ese tío que se mató en un accidente. Había introducido algo de contrabando en el país, y había cruzado las aduanas con ese algo incrustado en una de sus piernas.
Epstein lo interrumpió con un gesto de la mano y se volvió hacia Gideon.
– Mejor me cuentas tú de qué va todo esto.
Gideon la miró. Se sentía demasiado cansado para mentir.
– Por tu seguridad es mejor que no sepas nada.
Ella hizo un gesto de impaciencia.
– Vale, ahora veamos de qué se trata.
O'Brien se frotó las manos con impaciencia. Le encantaban las intrigas.
– A ver, enséñame esas radiografías.
Gideon las sacó de debajo de su camisa y se las entregó. O'Brien despejó de trastos una mesa de luz, la encendió y las extendió. Al cabo de un momento, Epstein se levantó, se acercó y les echó un vistazo.
– ¡Puaj! -exclamó, volviendo a sentarse.
– A ver, recapitulemos -dijo O'Brien, frotándose las manos-. Ese tío llevaba algo incrustado en la pierna, un trozo de metal, y había memorizado los números de los distintos elementos de los que ese material estaba hecho. Eso es lo que Epstein cree que significan los números que nos diste, ¿verdad?
La científica asintió.
– Muy bien, o sea que ahora tenemos unas radiografías y debemos averiguar cuál de esas imágenes corresponde a lo que estamos buscando. ¿Quieres echarle otro vistazo, Epstein?
– No.
– Pero ¿por qué no? -O'Brien empezaba a irritarse.
– Porque no tengo ni idea de qué estáis buscando. ¿Se trata de una aleación, un óxido o algún otro tipo de combinación? Cada una aparecería de un modo distinto bajo los rayos X. Podría ser cualquiera.
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