– ¿Los de antes?
– Hasta que llegamos nosotros había otra empresa encardada de la seguridad del Auditorio. Pero algo pasó que no les renovaron el contrato.
Perdomo estuvo a punto de seguir indagando en el tema, ya que tenía el pálpito de que el falso cantaor flamenco le estaba ocultando algo. Pero era primordial solucionar cuanto antes el problema de la luz, así que instó al vigilante a que resolviera el asunto lo más rápido posible. El guarda se desplazó hasta un cuartito cercano, situado en el pasillo, donde estaban todos los interruptores diferenciales de la planta, y por el sistema de ensayo y error, fue accionando cada uno de ellos hasta que Perdomo le avisó de que por fin se había hecho la luz en la Sala del Coro.
– ¿Necesitan que me quede aquí? Se lo digo porque dentro de diez minutos escasos mi compañero y yo tenemos que hacer la ronda.
El inspector comunicó al guarda que no era necesario que permaneciese con ellos, siempre que dejara las luces del pasillo encendidas. El guarda se despidió y comenzó a alejarse, momento en el cual Perdomo se acordó del interrogante que le había surgido hacía unos minutos:
– La compañía de seguridad que había antes ¿por qué no renovó?
La pregunta tuvo la virtud de dejar clavado en el sitio al vigilante. Tras unos segundos de vacilación, el hombre se volvió y sin moverse de donde estaba, como si temiera que al acercarse demasiado a Perdomo éste pudiera sonsacarle más de la cuenta, decidió responder:
– Yo no estoy informado directamente, porque cuando nosotros llegamos, ellos ya se habían ido. Pero el personal del Auditorio me ha dicho que los vigilantes tenían miedo.
– ¿Miedo? ¿De qué?
– Decían que aquí abajo había… algo.
– ¿Puede ser más concreto, por favor?
– Hablaban de una especie de espíritu. Un fantasma, un espectro, como lo quiera usted llamar. Una presencia sobrenatural que hacía que tuvieran miedo de salir a patrullar.
– ¿Qué aspecto tenía esa especie de espíritu?
– Nadie lo vio nunca, pero decían que movía los objetos y los cambiaba de sitio. La cosa llegó a oídos de la dirección del Auditorio, y la empresa de seguridad, antes que provocar un escándalo, prefirió rescindir el contrato de forma amistosa.
Hace unas semanas, Perdomo hubiera estallado en una carcajada al escuchar semejante historia. Se habría imaginado tal vez a dos hombres hechos y derechos, uniformados y armados hasta los dientes, perseguidos por una maceta que se deslizaba por el suelo. Pero no hacía ni dos días que él mismo había tenido una escalofriante visión de sí mismo contemplándose a un metro escaso de distancia, de manera que las palabras del vigilante tuvieron el efecto de provocarle un estremecimiento profundo.
– ¿Y ustedes no han advertido nada hasta la fecha?
– Nada en absoluto. Sólo sé que los compañeros que estaban antes lo relacionaron con el lugar sobre el que está levantado el Auditorio. Este barrio se llama Cruz del Rayo porque al parecer, hace muchos años, un rayo dio en una gran cruz que había en la zona.
– ¿Y eso qué tiene que ver con un fantasma?
– ¿No lo entiende? Si aquí había antiguamente una gran cruz es porque esto fue en otros tiempos un camposanto. Ahora mismo estamos sobre un antiguo cementerio.
Perdomo volvió a sobresaltarse, pero esta vez no fue sólo debido a las palabras del vigilante, sino al hecho de que Milagros Ordóñez se había aproximado sigilosamente por detrás. Era evidente que había escuchado cuando menos el último tramo de las palabras del policía.
– ¿Hay algún problema? -preguntó la psicóloga, en un tono de voz que tuvo un efecto sedante para Perdomo. El policía se alegró de que Milagros hubiera escuchado el relato porque así no tendría que resumírselo y además podría evaluar mejor la autenticidad de la historia. El guarda miró el reloj y se despidió de ambos diciendo:
– Voy a ver si mi compañero ha resuelto lo de la perrera. Cualquier cosa que necesiten, ya saben dónde estamos. Les dejo las luces de los pasillos encendidas, para que no tengan ningún problema en localizar la entrada.
Cuando tuvieron la certeza de que el hombre ya no podía oírles, Perdomo se volvió a la mujer.
– ¿Qué opina de la historia del fantasma y del cementerio?
– Tengo mis reservas. Es un testimonio de alguien al que no sé quién le ha contado algo que dicen que le ha sucedido a fulanito. Y además, ya sabe lo aficionados que somos en este país a «enriquecer» las historias: nos gusta aportar de nuestra cosecha, para que el relato quede más redondo. Igual lo único cierto es que un vigilante una vez vio una maceta cambiada de sitio, tal vez por una señora de la limpieza, y a partir de ese grano de arena empezó a formarse una montaña que les ha llevado a creer a todos que el Auditorio es la casa de Poltergeist. Por otro lado, y aunque yo no tengo constancia de ello, es perfectamente posible que bajo este suelo haya un antiguo camposanto, porque Madrid tiene una historia muy antigua. Solamente hoy en día, en la ciudad hay más de veinte cementerios, aunque el que salga siempre en las noticias sea el de la Almudena.
– Para ser una médium, es usted muy escéptica ¿no cree? No me parece justo: usted misma afirma tener percepciones extrasensoriales y pone en duda que un fenómeno parecido pueda ocurrirnos a los demás.
Ordóñez se dio cuenta de que había logrado irritar a Perdomo, y tras acariciarle el antebrazo con la mano, como para aplacarle, le aclaró:
– Si esta noche percibo algo en relación al asesinato de Ane Larrazábal, se dará cuenta de que lo extrasensorial no funciona como usted se imagina, que es, en el fondo, el cliché que ha creado el cine.
El policía y la médium entraron por fin en la Sala del Coro y ésta le pidió que cerrara la puerta.
– Por si vuelve el vigilante. Tenía «caaaara de metomentoooodo» -dijo parodiando su forma de hablar.
Milagros Ordóñez dedicó los siguientes minutos a vagar por la sala, que era de notables dimensiones, pues más que un local de ensayo, aquélla era una auténtica sala de concierto en miniatura, con capacidad para cerca de doscientas personas. Nunca se utilizaba de cara al público, pero era perfectamente apta para recitales de pequeños conjuntos, solistas, ensayos, conferencias y proyecciones. La grada para los espectadores tenía una pendiente pronunciada, y Perdomo, que había decidido sentarse en una de las butacas del centro, a contemplar en silencio todo lo que fuera a hacer Milagros, estuvo a punto de rodar escaleras abajo por confiarse demasiado en uno de los peldaños.
El inspector advirtió que Ordóñez no se movía por la sala de forma metódica, barriendo zonas del pequeño auditorio como haría cualquier persona que buscara allí algo concreto, sino que deambulaba de un lado para otro, de manera errática, deteniéndose a veces en lugares de la gigantesca estancia en los que ya se había demorado. En ocasiones cerraba los ojos y permanecía así cerca de un minuto, pero en ningún momento se agachó, por ejemplo, para estudiar el piano, a pesar de que él le había informado de que el asesino había dejado el cadáver tendido sobre la tapa del instrumento.
Perdomo estaba inquieto. De un lado, le asustaba la posibilidad de que, tal como le había advertido la parapsicóloga, su percepción extrasensorial no funcionara en aquella ocasión. En su cabeza resonaron las palabras que Milagros le dijo cuando se conocieron: «La primera vez que intenté colaborar con la policía fui un fiasco absoluto»; de otro, el policía estaba preocupado por la posibilidad de que la experiencia paranormal que estaban a punto de vivir fuera de naturaleza traumática. ¿Y si la mujer era presa de un ataque de pánico o perdía el conocimiento durante la sesión? ¿Y si sufría un infarto de miocardio debido al estrés? El policía se arrepintió de no haber pedido detalles a Milagros de cómo funcionaban exactamente sus poderes, pero ya era demasiado tarde para preguntar. Era evidente, por la expresión de profunda concentración que se reflejaba en su rostro, que distraerla con una pregunta equivalía a sabotear su trabajo. Tan absorto estaba en sus cavilaciones que no se dio cuenta de que Milagros había dejado ya de vagabundear por la sala y le miraba con una expresión de impotencia que tuvo la virtud de convertir sus temores en realidad. No hacían falta palabras entre ellos; era evidente que Ordóñez se acababa de dar por vencida.
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