Joseph Gelinek - El Violín Del Diablo

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El Violín Del Diablo: краткое содержание, описание и аннотация

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La concertista española de violín Ane Larrazábal aparece estrangulada en el Auditorio Nacional de Madrid después de haber interpretado el Capriccio nº 24 de Paganini, la que se dice es la obra más difícil jamás compuesta para violín.
El asesino ha dejado escrita en su pecho, con sangre de la propia víctima, la palabra iblis, que signifca diablo en árabe. Su valioso instrumento, un Stradivarius que tiene tallada en la voluta la cabeza de un demonio, ha desaparecido. El jefe superior de Policía asigna el caso a Raúl Perdomo, uno de los investigadores más hábiles del cuerpo. Perdomo es muy crítico con los fenómenos paranormales, pero cuando empieza a sufrir extrañas y estremecedoras visiones que no logra explicarse, decide recurrir a los servicios de una parapsicóloga. Su intervención será clave para descubrir la identidad del asesino.
Una novela basada en hechos reales.
Una trama policíaca repleta de tensión y mucha información interesante sobre Paganini, Stradivarius, los Luthiers y el Diablo. Una reflexión acerca de la figura del demonio y del pacto satánico, que ha inspirado obras literarias de la talla del Fausto de Goethe o del Dr. Faustus de Thomas Mann. Un thriller policíaco que plantea la existencia de los objetos malditos, capaces de atraer las desgracias más funestas hacia sus propietarios.

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– ¡Qué horror! -exclamó Milagros cuando pudo recuperar el habla.

La mujer estaba tan alterada que las manos le temblaban visiblemente.

– Desde luego es un mal bicho -admitió Perdomo-. Pero lo que resulta más inquietante es que haya reconocido el ruido del percutor al amartillar yo el arma. ¡A saber de dónde habrá salido un animal tan astuto! Hay que advertírselo sin falta a los de seguridad del Auditorio, para que avisen a los municipales. Y por cierto, Milagros: gracias. Si no llega a ser por su providencial gesto de acercarme el revólver, ahora podría estar desangrándome sobre este mismo suelo, con la yugular desgarrada.

– Yo no he cogido un arma en mi vida, así que tenía que ser usted quien lo ahuyentase -respondió la otra con un gesto que pretendía ser una sonrisa, pero que quedó en una mueca extraña. La mujer estaba aún demasiado asustada para permitirse una alegría. Luego, al mismo tiempo que seguía controlando con el rabillo del ojo cuanto ocurría a su espalda, no fuera que al perro le diera por volver a la carga, preguntó-: ¿Se encuentra bien?

El policía se aflojó el pantalón para comprobar la gravedad del golpe que había recibido en la cadera y vio que tenía un gran hematoma, que había empezado ya a ponerse azulado y comenzaba a inflamarse a ojos vistas. Cuando se lo palpó con el dedo para tratar de establecer si había algún hueso roto, creyó que podía llegar a desmayarse.

– ¡Qué barbaridad! -exclamó Milagros al ver el moratón-. ¡Hay que ir a urgencias ahora mismo!

– No, de ninguna manera -decretó el policía-. No hay rotura, no hay hemorragia, puedo aguant… ¡uf! ¡La contusión es de campeonato! Tendremos que caminar despacito.

Milagros se ofreció como muleta para recorrer los escasos metros que aún les quedaban hasta la puerta de entrada, pero Perdomo rechazó la ayuda en un gesto de orgullo masculino.

– Puedo yo solo, gracias.

Y cubrió la distancia renqueando lastimosamente.

Se dio cuenta de que él también estaba lanzando miradas furtivas hacia la retaguardia, con el fin de asegurarse de que aquel perro infernal no volvía sobre sus pasos para atacarles. ¿Cómo era posible que el animal se hubiera dado a la fuga antes siquiera de que Perdomo le hubiera encañonado con el arma? ¿Acaso había tenido ya algún encontronazo anterior con algún arma de fuego? Perdomo decidió no compartir esos pensamientos con su acompañante y llamó por fin con los nudillos sobre la puerta de vidrio que daba acceso al edificio. Los golpes sonaron tan amortiguados, debido al grosor del cristal, que tuvo que sacar una moneda del bolsillo para golpear con ella de manera más eficaz. Al cabo de pocos segundos les abrió la puerta un agente de la compañía de seguridad que vigilaba el Auditorio, quien tras examinar la placa de Perdomo les franqueó la entrada.

Nada más acceder al vestíbulo, el policía intentó ponerles al corriente de lo que acababa de ocurrirle.

– Hay un perro ahí fuera que…

– Ah, sí -interrumpió el de seguridad-. Pero no hace nada.

Milagros sintió una oleada de indignación por todo el cuerpo ante semejante respuesta y saltó como un resorte:

– ¿Que no hace nada? ¡Si casi se come a este señor!

El agente que hacía pareja con el anterior emergió por vez primera desde las sombras.

– ¿A ver si no va ser el mismo perro?

– Es un callejero grande, oscuro, con las orejas dobladas hacia delante, mucho más alto de los cuartos delanteros que de los traseros; parecía una mezcla de mastín y rottweiler -aclaró Perdomo, mientras trataba de disimular el dolor que le estaba taladrando el costado derecho.

– Sí, es ése -admitió el agente-. Lleva varias noches rondando por aquí; lo han debido de dejar abandonado, pero como no había dado problemas…

– ¿Varias noches? -inquirió el policía-. ¿Desde cuándo exactamente?

– Yo creo que desde que mataron a la violinista -respondió el otro.

– Pues hagan el favor de tomar nota y de avisar a la perrera municipal. Ese animal tiene que ser sacrificado. ¡No hace ni un minuto que me ha derribado ahí fuera y por poco me secciona la yugular!

Cuando el agente que parecía estar al mando le aseguró que a primera hora de la mañana daría parte del animal, Ordóñez y Perdomo intercambiaron una mirada de preocupación. Evidentemente, ambos estaban pensando en lo mismo, y es que a la salida del Auditorio podrían volver a ser sorprendidos por aquel peligroso perro.

– Intente llamar ahora. Cuanto antes lo quiten de la circulación, mucho mejor.

El agente hizo un gesto con la cabeza a su compañero para que hiciera la llamada y luego preguntó al inspector en qué podía ayudarle.

Éste le explicó que necesitaba llevar a cabo unas comprobaciones en la Sala del Coro y le rogó que los acompañara hasta allí.

– ¿No tendrá un poco de hielo, verdad? -añadió antes de que el otro se pusiera en marcha-. Es para bajar la inflamación.

– Sí que hay hielo -dijo el vigilante muy ufano-. Aquí tenemos de todo.

El tipo les condujo hasta el chiscón donde habían instalado la tele con la que se distraían durante la noche y Perdomo vio que en uno de los rincones había una pequeña nevera, parecida al minibar que suelen tener en los hoteles. El vigilante extrajo una bandeja de hielo del congelador, volcó el contenido sobre un trapo de color azul cuya proveniencia Perdomo prefirió no saber y se lo pasó después de haber envuelto en él los cubitos.

El policía comenzó a sentir un alivio inmediato nada más aplicarse el frío contra la cadera, y por primera vez desde que le atacara el perro, se permitió una sonrisa.

– Mucho mejor -dijo, y permaneció un buen rato inmóvil, sujetando la improvisada bolsa de hielo contra la contusión y aprovechando para estudiar a los dos agentes de seguridad que custodiaban el Auditorio.

El que parecía llevar la voz cantante era grande, fuerte y gordo y llevaba la camisa desabotonada casi hasta el ombligo, como si fuera un cantaor flamenco. Sobre el pecho, que era enorme y peludo como el de un chimpancé, colgaban un sinfín de medallas y cadenitas doradas con santos, vírgenes y cristos que a Perdomo le dio demasiada pereza identificar. Hablaba arrastrando la primera sílaba de cada palabra, como si padeciera cansancio crónico: «Aquí tieeeeene el hieeeeelo».

Su compañero era un alfeñique con gafas y mentón huidizo y la boca sempiternamente abierta, lo que hizo sospechar a Perdomo que nunca llegaría a ganar el premio Nobel.

En cuanto empezó a sentirse algo mejor, el inspector devolvió al más tonto la bolsa de hielo e hizo saber al cantaor flamenco que estaba listo para la expedición.

Mientras recorrían los pasillos que conducían a la Sala del Coro, con el gordo al frente de la comitiva linterna en mano, el inspector quiso saber qué personas permanecían todavía en el edificio a hora tan tardía y el agente de seguridad no supo precisarle:

– Ahora mismo calculo que quedarán dos o tres personas en el piso de arriba. Puede que el director de la JONDE, que suele quedarse hasta tarde, y la subdirectora del Auditorio, que le echa más horas que nadie.

No volvieron a cruzar palabra en todo el trayecto, durante el cual fueron mecidos por el rítmico tintineo del manojo de llaves que el vigilante llevaba colgando de un mosquetón sujeto al cinturón.

Cuando llegaron a la Sala del Coro y el gordo les abrió la puerta, surgió un problema inesperado: el tipo no sabía dónde estaba el cuadro de luces de la sala.

– Es la primera vez que bajo aquí a estas horas, y como durante el día hay un encargado… -se justificó el agente.

– ¿No hacen una ronda por la noche? -preguntó el policía.

– Sí, pero no damos las luces. Llevamos linternas. Y eso ahora; los de antes ni siquiera se tomaban la molestia de bajar.

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