– ¿Por qué estaba en apuros esa persona?
– Como te he dicho, el arco para pasar a mar abierto desde la laguna está a muchísima profundidad. A partir de los cuarenta metros hay peligro, para cualquier buceador, de padece narcosis por nitrógeno.
– ¿Qué es eso?
– Las bombonas de buceo llevan una mezcla de oxígeno y nitrógeno. Si uno desciende a mucha profundidad, hay peligro de que demasiado nitrógeno se filtre a través de los pulmones al torrente sanguíneo y eso provoca un efecto parecido al del alcohol. Por eso lo llaman la «borrachera de las profundidades». Eso es lo que le había pasado a la chica que salvó mamá, que había bajado demasiado, quizá presa de los primeros síntomas de la borrachera. De todas maneras, el arco es muy engañoso, parece que sólo tiene diez metros de largo, cuando en realidad tiene veintiséis. Además hay una corriente muy fuerte que va hacia el interior, por lo que se tarda más en cruzarlo de lo que uno imagina. Pero lo peor de todo no es eso. Lo terrible es que, debido a la escasa luz que empieza a haber a esas profundidades, es fácil pasar de largo la entrada y seguir descendiendo hacia el abismo. Eso fue lo que le pasó a aquella chica; pero afortunadamente tu madre la vio, le dio alcance y pudo mostrarle la puerta del arco.
– Y entonces ¿por qué no se salvó mamá también?
– Porque la otra buceadora entró en pánico y sin querer, durante el forcejeo inicial, golpeó a mamá en la cabeza con el pie. Eso lo vieron otros buceadores que estaban más arriba. Mamá quedó inconsciente y no pudo salvarse.
– ¿Quién es esa mujer? -dijo el niño con desesperación.
– ¿Y eso que más da?
– Quiero saber quién es. Cuando sea mayor la buscaré y la mataré por haber golpeado a mamá.
– Gregorio, esa mujer no mató a mamá. Fue un accidente.
– Me acabas de decir que la golpeó en la cabeza.
– Y es cierto, pero no sabía lo que hacía, estaba como drogada por el nitrógeno. Además, ¿no te das cuenta, Gregorio? Si tú cumplieras tu amenaza y mataras algún día a esa mujer, el sacrificio de tu madre habría sido totalmente baldío.
Gregorio tuvo que reconocer que a su padre no le faltaba razón y sus ansias de venganza empezaron a desvanecerse. Pero volvió a poner en apuros a su padre al preguntarle:
– ¿Dónde crees que está mamá ahora?
Perdomo estuvo a punto de responder «En el cielo», pero se lo pensó mejor y respondió, quizá influido por sus ancestros gallegos, con otra pregunta:
– ¿Dónde te gustaría a ti que estuviera?
– Me gustaría que Dios existiera y que mamá estuviera ahí arriba, con él, y que nos pudiera ver y supiera que hablamos y nos acordamos de ella todos los días. Pero el abuelo me ha di cho que Dios no existe.
– No seré yo quien lleve la contraria a tu abuelo, Gregorio. Pero eso no quiere decir que tu madre nos haya dejado para siempre. Cada vez que la recordamos, vuelve a estar entre nosotros.
– Pero yo quiero volver a hablar con ella algún día, papá. No puedo soportar la idea no volver a ver a mamá nunca más.
Gregorio rompió a llorar, un llanto devastador e inconsolable que ninguna palabra de su padre podía ya mitigar. Éste se limitó a abrazar a su hijo y así permanecieron los dos durante mucho rato, hasta que, vencido por el cansancio y las emociones de aquel día, el niño se quedó completamente dormido.
A Perdomo le pareció que Gregorio había dado el primer gran paso, un año y medio después del accidente, para poder asimilar completamente la muerte de su madre.
Y entonces se acordó del teléfono móvil de Juana.
Las autoridades egipcias le habían hecho entrega en su día de todas sus pertenencias personales, teléfono incluido, y Perdomo había olvidado darlo de baja en su momento. El aparato estaba en algún rincón de la casa, sin batería, por supuesto, pero Juana seguía siendo cliente del operador y Perdomo sintió en ese momento la imperiosa necesidad de llamarla, para poder escuchar su voz en el mensaje saliente del contestador. Marcó el número y, como el aparato estaba desconectado, el buzón saltó automáticamente: «Hola, soy Juana. No seas tímido y deja un mensaje. Si no dejas nada no sabré quién eres y no podré devolverte la llamada. ¿Hace falta recordarlo? ¡No puedes empezar a hablar hasta que no suene el PIP! Adiós».
Madrid, al día siguiente del crimen
El inspector Manuel Salvador decidió comenzar la investigación del asesinato de Ane Larrazábal interrogando al novio de la violinista, Andrea Rescaglio.
El músico y el policía habían quedado citados en el Auditorio Nacional, que iba a permanecer cerrado al público hasta que la Policía Científica no hubiera terminado de realizar todas las pruebas pertinentes en un caso de homicidio.
El agente de uniforme que estaba en la puerta reconoció al inspector en cuanto le vio acercarse y le franqueó la entrada tras haberse cuadrado ante él, saludo militar incluido.
– ¿Dónde está? -preguntó Salvador.
– En una sala de estudio, bajando por esa escalera -respondió el policía.
El Auditorio Nacional tiene catorce salas individuales para preparación de los músicos de la orquesta; Salvador tuvo que ir mirando una por una a través de un ventanuco redondo de cristal insonorizado; encontró al italiano en la número nueve.
Al estrechar una mano cuyos dedos le parecieron tan largos y retorcidos como las ramas de un arbusto, Salvador se dio cuenta de que, aunque en el atril había una partitura, Rescaglio no había sacado aún el chelo del estuche.
– ¿Ha terminado ya su ensayo? -preguntó el policía.
– Ni siquiera he comenzado, me siento demasiado abatido. Lo cierto es que el sábado tenemos un concierto dificilísimo y debería estudiar por lo menos cuatro horas al día, pero nada más llegar aquí me he dado cuenta de que no tenía fuerzas para sacar el instrumento. Y eso que estoy convencido de que la música es lo único que me puede aliviar en estos momentos.
Al italiano se le veía tan genuinamente abatido por la pérdida de su novia que Salvador le indicó:
– ¿No puede hacer que le sustituyan en el próximo concierto? Después de todo, era usted el novio de la víctima; cualquier director de orquesta lo entendería.
– En teoría, el otro chelo solista puede hacerse cargo de mi parte, e incluso si éste cayera enfermo, tenemos otros dos ayudas de solista en la sección de chelo. Pero la obra que tocamos el sábado es mi concierto favorito para chelo de todo el repertorio, y no quisiera perdérmelo. ¿Quién sabe cuándo volveremos a interpretarlo?
– ¿De qué obra se trata? -preguntó el inspector simulando interés, cuando lo cierto era que lo que de verdad había despertado su curiosidad eran los extraños zapatos que llevaba el italiano.
Rescaglio se dio cuenta de que el policía no podía despegar la mirada de aquellos zuecos tan peculiares y preguntó:
– ¿No los conoce? ¡Los famosos Crocs! Son americanos, y aunque se han puesto de moda en el mundo entero, donde de verdad están haciendo furor es en Japón.
– Crocs, sí, algo he leído -dijo Salvador en tono receloso-. Entre otras cosas, que no son seguros.
– Eso son bobadas, campañas de prensa alentadas por la competencia. Lo único cierto es que son tan cómodos que yo no me los quito ni para acostarme.
Tras un breve silencio, fue Rescaglio quien retomó la conversación que habían dejado abandonada.
– Me había preguntado qué obra tocaremos el sábado. Es el Concierto para chelo de Elgar. ¿Lo conoce?
– No, lo siento. No es que me disguste la música clásica, pero…
El italiano no le dejó concluir la frase, sino que se fue directo a por su instrumento y lo extrajo de un estuche muy aparatoso, amarillo y poliédrico. A Salvador, más que la funda de un chelo, aquello le pareció la maleta de viaje de un alienígena. Tras tensar con dos golpes de muñeca las crines del arco, Rescaglio se sentó con el chelo entre las piernas, miró al inspector y afirmó muy convencido:
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