Si Pontones no hubiera llevado suelas de goma en los zapatos, tal vez se habría visto en un apuro muy serio, ya que las tejas estaban muy resbaladizas a causa de la humedad y era muy fácil cometer un error fatal.
En cambio Mateos, cuyas suelas eran de cuero, comprendió, nada más emerger al tejado, que la persecución del forense podía costarle la vida en cuanto diera un paso en falso. Optó pues por descalzarse, ya que pensaba que con sus pies desnudos iba a lograr algo más de adherencia, y se puso a seguir con gran cautela el rastro del forense. Este había logrado ya pasar al otro lado de la cubierta, por lo que Mateos no podía verle, pero como las tejas por las que había caminado estaban descolocadas, su rastro era imposible de perder.
Mateos coronó el tejado justo a tiempo de ver cómo el forense saltaba a la cubierta del chalet contiguo y desde allí intentaba descolgarse por el canalón hasta el patio interior de la vivienda.
Aunque implicaba un riesgo considerable, el policía decidió deslizarse hasta el alero por el procedimiento de sentarse sobre las tejas y utilizarlas a modo de tobogán, lo que estuvo a punto de costarle la caída al vacío. Cuando llegó al final de su trayecto pudo ver desde su elevada posición cómo Pontones, que había saltado ya al patio desde una altura de cinco metros, se ' arrastraba lastimosamente con una tibia rota en busca de una ventana o una puerta que le permitieran escapar de aquella ratonera. Pero todas estaban cerradas porque, como le había informado la juez a Paniagua, el chalet estaba desocupado.
Mateos extrajo de la funda su HK-USP Compact de nueve milímetros y apuntó al forense, que ofrecía desde su altura un blanco inmejorable.
– ¡Quieto! -gritó el inspector-. Levanta las manos o te vuelo la tapa de los sesos.
Pontones obedeció a regañadientes y levantó tímidamente las manos.
– Sé que estás armado, cabrón, así que al menor movimiento disparo. Con tu mano izquierda, y muy despacio, saca tu arma del bolsillo y déjala en el suelo.
El forense hizo lo que le indicaba Mateos, que no se atrevía a saltar hasta él para esposarle por temor a acabar también con la pierna rota. El policía decidió permanecer allí sentado, apuntando al forense, hasta que llegaran refuerzos, pero al cabo de un minuto, Pontones tuvo una idea: «No se va a atrever a dispararme ahora que sabe que estoy desarmado».
Con el codo de su brazo derecho, el forense rompió uno de los ventanales que permitían el acceso al interior del chalet y trató de pasar al otro lado.
Mateos pudo hacer fuego en ese momento pero le repugnaba disparar sobre un tipo desarmado y con la pierna rota.
– Quieto -volvió a gritar, e hizo un disparo intimidatorio al aire.
El forense no había logrado desprender todos los vidrios de la ventana y resultaba muy peligroso, en sus condiciones, intentar colarse entre los cristales para emprender la huida. Comprendiendo que estaba todo perdido, se giró lo más rápido que pudo e intentó recuperar el arma que había dejado en el suelo.
Mateos decidió esta vez no correr riesgos y le disparó dos veces en el pecho.
Mientras tanto, a mucha distancia de allí y a miles de metros de altura, Jean-François Haissant, el chef de cocina que Jesús Marañón había contratado hacía un año para que formara parte de la tripulación de su jet privado, se acercaba al millonario para informarle de que el pato a la sangre que había ordenado para degustar durante el vuelo estaba listo para ser servido.
Habían despegado de Viena rumbo a Madrid hacía media hora y Marañón llevaba junto a él, en un gran maletín negro de seguridad que descansaba en el asiento contiguo, el manuscrito de la Décima Sinfonía de Beethoven. Por razones obvias, había tenido que entrar en el banco ataviado con gafas oscuras y un gran mostacho de color ceniza, de manera que la descripción que pudiera dar de él a la EUROPOL el empleado del banco que le había atendido no valiera para nada.
El millonario acarició con la mano en la que llevaba el anillo la valija negra en la que iba la partitura. Escrita en la tonalidad masónica de do menor -tres bemoles en la armadura-, la pieza era un auténtico trofeo artístico para la hermandad, que iba a ser la encargada de custodiarla de ahora en adelante y que la iba a utilizar como música privada para los ritos secretos de la liturgia masónica. La Décima Sinfonía de Beethoven, la obra cumbre del compositor alemán que no se había llegado a estrenar jamás, llevaba doscientos años escondida e iba a permanecer así por los siglos de los siglos.
Con la ayuda de sus hermanos de logia, acostumbrados a encriptar y desencriptar mensajes desde tiempo inmemorial, Marañón había logrado desenredar la clave de la partitura de Thomas desde que Paniagua le proporcionara la primera gran pista, que era la clave Morse. Sabía, pues, que el musicólogo había escondido la clave en una caja de seguridad del Banco de Crédito Vienés, pero aunque disponía del código de cuenta bancaria no podía acceder al manuscrito, ya que no disponía de la llave. Y para abrir una caja de alta seguridad en un banco de esa categoría hacen falta las dos cosas: el código y la llave. Esta última tenía que estar por fuerza en poder del verdugo de Thomas, pero al millonario le había sido imposible, a pesar de los detectives que había contratado para que trabajaran sobre el caso, averiguar quién o quiénes habían acabado con la vida del músico. El descubrimiento del paradero de la llave, y por lo tanto de la identidad de los asesinos, había ocurrido de manera completamente fortuita, durante el recital de Abramovich, debido al lamentable episodio del móvil. Doña Susana, que estaba sentada durante el concierto junto a Marañón, se había olvidado de apagar su terminal telefónico, y cuando este empezó a sonar en mitad de la interpretación de Abramovich, tuvo que abrir el bolso a toda prisa y vaciar el contenido del mismo en el regazo, pues el aparato, como suele ocurrir siempre en estos casos, estaba en el fondo del bolso, sepultado por todos los demás objetos que había en el mismo. Y fue en ese momento cuando vio la llave de la caja de seguridad, con su característica cabeza en forma de trébol de tres hojas y la inscripción del banco al que pertenecía grabada en una de las caras. Después de ese episodio, Marañón no tuvo más que ordenar a su secretario que administrase a doña Susana un potente somnífero y retener el bolso de la juez durante esa noche, como si lo hubiera olvidado en su casa, debido al incidente del desmayo. A la mañana siguente, a primera hora, ordenó que hicieran un duplicado de la llave en una empresa especializada en copias de llaves de seguridad y acto seguido mandó a su chófer con el bolso hasta la casa de la juez con la llave dentro, para que no la echara de menos.
Quedaban aún dos horas y media hasta el aterrizaje y Marañón se disponía a celebrar la consecución de su ambicionado trofeo degustando el plato que tantas veces había ordenado en otras épocas en su restaurante preferido de París, La Tour D'Argent: el canard a la presse, en España truculentamente traducido como pato a la sangre. El millonario llevaba sin probar esta delicia gastronómica desde que dejara de frecuentar La Tour, cuando a mediados de los años noventa le fue retirada una de sus tres estrellas Michelin. Marañón confiaba en poder regresar al mítico establecimiento regentado por Claude Terrail una vez que recuperara la perdida estrella, pero para su sorpresa, en 2006 volvieron a penalizar a los franceses con la retirada de una segunda estrella Michelin. El millonario, que adoraba el pato a la sangre, pero que no tenía ninguna intención de ser visto, y mucho menos fotografiado, en un restaurante de segunda categoría, había decidido entonces adquirir a un precio astronómico en una subasta en Sotheby's, una de las pocas presse a canard que había en Europa y contratar a uno de los mejores chefs del. mundo para que preparara en su comedor privado el legendario plato de origen medieval.
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