Joseph Gelinek - La décima sinfonía

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El mundo de la música clásica se revoluciona cuando el prestigioso director de orquesta Roland Thomas interpreta, en un concierto privado, la supuesta reconstrucción del primer movimiento
de la mítica Décima Sinfonía de Beethoven. Uno de los invitados al acontecimiento, el joven musicólogo Daniel Paniagua, sospecha al escuchar una música tan sublime y le asaltan las dudas: ¿Y si la partitura original de la Décima existiera y hubiera llegado a manos de Thomas? ¿Y si el genio de Bonn hubiera vencido la supuesta «maldición de la décima», que se dice acababa con la vida de los compositores que intentaron finalizarla?
Tras un cruento asesinato, comienza una peligrosa carrera contrarreloj en la que Daniel, ayudado por una intrépida juez y un perspicaz inspector de homicidios, tiene que enfrentarse a influyentes grupos de poder, desde oscuros hombres de negocios a descendientes de Napoleón, que pelean por hacerse con el llamado «Santo Grial» de la música clásica. Ninguno de ellos sabe que la respuesta a todas sus preguntas está en el convulso pasado de Beethoven y en un amor prohibido que ha permanecido oculto hasta ahora…

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– No son solo las cartas -dijo Daniel-. Mateos ya empezó a sospechar de vosotros cuando se dio cuenta de la manera tan negligente en que estabais conduciendo la investigación. No ordenasteis escuchas telefónicas. No ordenasteis registrar el sótano de Marañón, a pesar de que hay una guillotina en su colección. Parecía que no teníais intención de encontrar al culpable.

– Vamos, Daniel, si todo eso te pareció tan sospechoso, ¿cómo es que llamaste a Susana para contárselo? Tú mismo has dicho que la actitud de Mateos te pareció ridícula. Y hay algo que ignoras. Mateos no hace más que dar problemas en todos los juzgados. Todo el mundo sabe que lo que le mueve es la animadversión hacia los jueces. ¿Quién se va a creer ahora esta película?

– Pensábamos imputarle el delito a Marañón -dijo la juez-, pero antes Felipe tenía que encontrar la manera de incriminarle.

El forense, que había desaparecido por un momento de su campo visual, volvió a encararse con Daniel.

– Marañón nos fastidió. Al llevarse la guillotina a París, evitó que yo pudiera colarme en su pequeño museo de los horrores y dejarle este recuerdito.

El forense acercó a la cara de Daniel un pequeño frasco que contenía un coágulo de sangre y un mechón de cabellos blancos.

– Son de Thomas, lo teníamos todo calculado.

Daniel apartó instintivamente la vista de aquella repugnante muestra sanguinolenta y sus ojos fueron a encontrarse de nuevo con la hoja espeluznante de la guillotina, que aguardaba obediente el momento de ser liberada de su prisión por el verdugo.

– No tengas miedo, Daniel. Es imposible que pueda soltarse por accidente. ¿Ves?

El forense zarandeó con fuerza el armazón de madera y con él tembló también el cuerpo de Daniel, al que habían colocado boca arriba en el tablón de madera que se utiliza para situar al reo en posición de ser ajusticiado.

– La única manera en que puedes perder tu cabecita esta noche es que a mí o a Susana nos dé por apretar esta palanca de aquí, que liberaría ese pesado armatoste que está en lo alto, al que va atornillada la cuchilla. Los franceses lo llaman le mouton, el carnero, sabe dios por qué. Quizá porque es lo que embiste contra el condenado. Pesa treinta kilos. A los que hay que añadir los siete de la cuchilla más los tres tornillos que sirven para fijarla al mouton, que pesan un kilo cada uno. La acción mecánica de los cuarenta kilos que te caen encima es tan rápida que tu cabeza permanece consciente hasta treinta segundos después de haber sido cercenada. ¿Te animas a probarlo?

– ¡Estás completamente loco! -exclamó Daniel.

– Cuando le cortamos la cabeza a Thomas para podérsela afeitar con comodidad, incluso intentó decir una palabra ¿te acuerdas, Susi? Creo que intentó llamarla «puta». El pobre diablo solo pudo mover los labios. Incluso si hubiera tenido intactas las cuerdas vocales, que no era el caso, estas no pueden vibrar si no reciben aire de los pulmones, que se habían quedado al otro lado de la lunette, la pieza donde tienes tú ahora mismo el gaznate.

El forense se llevó la uña del dedo meñique a la boca y se hurgó durante unos instantes entre los molares superiores.

– ¿Qué queréis de mí? -preguntó Daniel, que no pudo evitar un gesto de repugnancia ante la toilette que se estaba practicando su captor.

– La clave para descifrar el código, Daniel -respondió la juez.

– No la tengo. Ya te dije que solo he logrado descifrar una parte.

– Después de tu entrevista con el inspector Mateos, ¿quién puede creerte? -dijo Pontones.

El forense sacó una hoja de papel de la chaqueta y se la puso a Daniel delante de los ojos. Era la transcripción de la partitura que se había hecho tatuar Thomas en la cabeza.

– Necesitamos doce números más, campeón. Piensa, discurre, cavila. Pon esa cabecita tuya de musicólogo a trabajar ahora mismo si no quieres perderla esta misma noche.

Pontones agitó burlonamente el papel con las notas delante de la cara de su víctima y luego pareció olvidarse de que estaba hablando con él, porque en un tono completamente distinto, que revelaba a fondo su locura, le dijo a su compinche:

– ¿Susana, no crees que deberíamos haber pintado de rojo la guillotina?

Y luego, dirigiéndose a Daniel:

– Es que al principio las pintaban de ese color, ¿sabes? Adivina cuánto me costó conseguir los planos para construir la que te va a cortar la cabeza como no espabiles. ¡38 dólares! ¡38 dólares de mierda! Y te haces una réplica auténtica de un modelo de 1792. ¡Hay una página en internet donde te los venden por esa cantidad y te los bajas en formato PDF!

El forense volvió a escarbarse otra vez los dientes con la uña del meñique antes de seguir hablando.

– Éste es un modelo un poco más pequeño, claro. A pesar de que el ático es abuhardillado y tenemos, como ves, mucha altura en el punto en el que se unen las dos aguas del tejado, he tenido que quitarle medio metro de largo al armazón, porque una guillotina digamos, de reglamento, mide cuatro metros. ¿Te estás preguntando si afectará a la contundencia del tajo el hecho de que la hoja caiga desde menor altura? Con el cuello de Thomas no hubo problemas, ¿verdad, Susana? Porque el cabronazo lo tenía finito, pero con el pedazo de pescuezo que te gastas tú, igual hay que hacer que baje dos veces la cuchilla.

Daniel no estaba escuchando la perorata seudo didáctica del forense, sino que estaba pensando cómo dar a sus captores doce números que resultaran plausibles y que pudieran salvarle el pellejo. El increíble efecto que había tenido sobre su cerebro la descarga de adrenalina que le había provocado el saber que podía morir en cualquier momento había multiplicado por diez su capacidad de razonamiento:

– Vuelve a mostrarme la partitura -le dijo a Pontones.

El forense volvió a ponérsela delante de los ojos.

– El Concierto Emperador -empezó a revelar Daniel, con voz febril- es el Concierto n.° 5, op. 73 de Beethoven. Al principio pensé que Thomas había elegido esa pieza por sus connotaciones masónicas, pero evidentemente me equivoqué. Ya tiene tres números más: 5, 7 y 3.

– Bien, once números. Aún te faltan nueve, genio. Casi la mitad de la serie.

60

En el exterior del chalet, el inspector Mateos, instalado en la parte trasera de una furgoneta de escucha del Grupo de Homicidios acababa de comprender que el dispositivo que llevaba colocado Daniel había sido anulado por un inhibidor de frecuencias.

– ¿Qué hacemos ahora, jefe? -le preguntó el subinspector Aguilar, que le acompañaba en el vehículo. Con sus casi dos metros de altura, se movía con tanta dificultad en el interior del habitáculo que se había dado ya un par de coscorrones en los últimos cinco minutos-. ¿Entramos?

– ¿Sin una orden de registro? No podemos entrar en un domicilio sin orden judicial a menos que haya delito flagrante. Y menos en la casa de un juez de instrucción. Pon un fax al juzgado que esté de guardia y solicita una orden de registro ya.

– Perdona, jefe, pero yo creo que deberíamos entrar. Paniagua puede estar en peligro.

El detective Mateos estuvo a punto de soltarle un bocinazo a su subalterno, y aunque no consiguió contenerse del todo, logró por lo menos adoptar un tono forzadamente didáctico.

– No hay flagrancia, coño, no podemos entrar. ¿He de recordarte lo que es la flagrancia? Flagrante viene del lat í n, flagrans-flagrantis, participio del verbo flagrare, que significa arder o quemar, y se utiliza en derecho para referirse a aquello que está ardiendo o resplandeciendo como un fuego.

El inspector acompañaba sus palabras con una presión considerable de su mano sobre el brazo izquierdo de su interlocutor.

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