En la primera fila, la juez Rodríguez Lanchas, sentada junto a Marañón, buscaba desesperadamente en cada recoveco de su bolso, el móvil que se había olvidado de desconectar antes de que comenzara el concierto.
El estrépito era de tal calibre, y se estaba prolongando durante tanto tiempo, que el pianista, que al principio había optado por ignorar aquellos abominables sonidos y había seguido tocando -creyendo que su dueño iba a poder neutralizar rápidamente la fuente del ruido- ya había dejado de tocar y asistía impotente a la búsqueda del móvil.
Doña Susana se vio obligada a vaciar enteramente el contenido de su bolso de mano sobre el suelo del salón, porque el terminal telefónico, como esas criaturas abisales que viven en las fosas de los océanos, se había ido a ocultar en lo más profundo de uno de los compartimientos laterales y se negaba a emerger al exterior.
Una vez fuera, el alborotador electrónico fue convenientemente desconectado por Marañón, ya que la juez había sido presa de tal estado de nervios que era hasta incapaz de acertar con la tecla correcta; luego el millonario, como último gesto reparador antes de que se reanudara el concierto, ayudó a doña Susana a introducir en el bolso los variopintos e incontables objetos que había en su interior: billetero, portamonedas, pitillera, llaves de casa, llaves del coche, llaves del despacho, gafas de sol, iPod, móvil, kleneex, toallitas húmedas, otra llave más, esta vez con la cabeza en forma de trébol, lima, estuche tijeras-hilo-pinzas, neceser con ibuprofeno, tiritas, tampones, bolígrafo, peine, barra de labios, frasquito de perfume, pinza del pelo, espejito, gafas graduadas, chicles y un par de sobres de sacarina.
Cuando hubo terminado el recital que Abramovich remató -nunca mejor dicho, a juicio de Daniel- con la arieta y las variaciones del segundo y último movimiento, la comidilla entre los asistentes no fue tanto el concierto, que en líneas generales, y de modo inexplicable, había convencido al auditorio, como el incidente del móvil, protagonizado por la juez.
Los invitados se habían dividido claramente en dos grandes grupos. Por un lado estaban los que consideraban imperdonable que doña Susana no solo se hubiera olvidado dé desconectar el teléfono, sino que hubiera tardado cerca de un minuto en neutralizar el aparato, obligando incluso al solista a detener su interpretación. Por otro lado estaban los que, por haber vivido episodios similares en algún momento de su existencia, eran capaces de ponerse en la piel de la magistrada y se solidarizaban con el mal rato que esta sin duda había debido de pasar a causa de su descuido. Los primeros, liderados por la inefable Nelsy, manifestaban su desdén a distancia, con venenosas miradas de desaprobación como las que se habrían dirigido a un perro que se hubiera orinado en la alfombra del salón. Los segundos procuraban acercarse al corrillo en el que estaba la juez y la animaban con comentarios de apoyo del tipo «le puede pasar a cualquiera» o «ha sido la anécdota simpática de la noche».
Daniel, que estaba siendo felicitado por su anfitrión por su impecable actuación como pasador de páginas del excéntrico pianista, casi no oyó los cumplidos, perplejo como estaba ante un hecho insólito del que acababa de ser testigo. Un camarero se había acercado con una bandeja llena de copas hasta el corrillo en el que estaban y antes de que nadie pudiera servirse, había pasado de largo en dirección a otro grupo. A Daniel le había parecido que el camarero los había ignorado en el último momento, obedeciendo a un movimiento de cabeza casi imperceptible del anfitrión.
Era evidente que, a pesar de las muestras de apoyo, la juez estaba visiblemente afectada por lo ocurrido; y lo cierto es que no empezó a recuperarse hasta que no apuró el gin-tonic -bien cargado, tal como ella misma había exigido- que Marañón se encargó de servirle personalmente.
Habían transcurrido unos veinte minutos desde el extraño incidente con el camarero cuando la juez empezó a sentirse repentinamente mareada. El primero en advertirlo fue el propio Marañón, que le propuso que se acercara a una ventana abierta -el aire estaba ahora cargado de beneficiosos iones negativos- para que le diera el fresco.
– A lo mejor es que me he pasado con el gin-tonic -dijo la juez.
– ¿Quieres echarte un rato? -propuso Marañón-. Lo
más probable es que se trate de un bajón de tensión por el estrés que has vivido hace un rato.
– Sí, por favor, necesito tumbarme. Es como si las piernas no me sostuvieran y…
Doña Susana no consiguió terminar la frase.
Como si estuviera siendo víctima de una severa anoxia cerebral, empezó a desplomarse; gracias a los rápidos reflejos de Marañón, que la sujetó a tiempo pasándole un brazo por la espalda, evitó un impacto contra el suelo que hubiera sido escalofriante.
Lo primero que hizo el millonario, una vez que hubo tendido a la juez sobre la tarima flotante del salón, fue alejar a la decena de curiosos que en cuestión de segundos se habían arremolinado alrededor de la víctima para tratar de asistir al morboso espectáculo desde la primera fila de butacas y que con su asfixiante proximidad física la estaban privando del aire fresco que tan necesario resulta en casos de pérdida de conocimiento.
– ¡Atrás, por favor! ¡Necesita respirar! -gritaba el millonario.
Inmediatamente hizo acto de presencia el forense, Felipe Pontones, que tras indicarle a Marañón que había que levantar las piernas a la desvanecida para favorecer la llegada de sangre al cerebro, empezó a apartar a la gente con las manos como si fuera un empujador del metro de Tokyo. Solo que Pontones no llevaba guantes blancos, como los funcionarios nipones, y además estaba empleando tal energía para deshacerse de los intrusos que era evidente que tarde o temprano iba a llegar a las manos con alguno de los caballeros a los que trataba de dispersar de forma tan violenta.
– Colóquenla en decúbito lateral -ordenó Pontones-. Para evitar que la lengua le obstruya la tráquea.
En el preciso momento en que Marañón, siguiendo instrucciones del forense, tendió a la juez sobre su costado derecho, uno de los asistentes respondió a los malos modos de Pontones con un formidable empellón que provocó la aparatosa caída al suelo de este.
Marañón, al ver el panorama, levantó con ambos brazos a la juez, que debido a la extrema lividez de sus facciones parecía muerta, más que inconsciente, y le dijo a su secretario, que había aparecido en escena de la nada:
– Prepara el coche, Jaime. Yo me encargo de llevar a casa a doña Susana.
Mientras Marañón se alejaba hacia la puerta de salida, con el cuerpo inerte de la juez entre los brazos, en una estampa que a Daniel le recordó al padre de la niña ahogada por el monstruo de Frankenstein, el forense Pontones, tendido boca arriba como un galápago humano, trataba de quitarse de encima a un caballero que pesaba dos veces más que él y que había decidido darle allí mismo, en presencia de su esposa, un ejemplar escarmiento.
A pesar de que la tormenta ya había descargado, seguía flotando algo maligno en el ambiente.
El inspector Mateos se personó en el Departamento de Musicología al día siguiente del accidentado concierto. Como no había telefoneado previamente a Paniagua, le sorprendió en plena clase, tratando de explicar a sus alumnos los criterios utilizados por los distintos compositores a la hora de elegir determinada tonalidad para escribir sus obras. Por el rabillo del ojo, Paniagua divisó enseguida el rostro de Mateos escudriñando el interior del aula a través de la ventana redonda que había en la puerta, y cuando se acercó tanto al cristal que llegó a empañarlo con su aliento, a Daniel le recordó al velocirraptor de Parque Jur á sico. El policía limpió con la manga de la americana el vaho que había producido y luego le hizo a Daniel un gesto, acercando el pulgar y el índice de la mano derecha a distancia de un centímetro, queriendo decir: «Necesito que hagas una pequeña interrupción».
Читать дальше